Me acuerdo de las
canciones situadas en la cara b de los vinilos; tristes, silenciosas, resignadas,
dando vueltas boca abajo en el tocadiscos, lejos del cosquilleo de la caricia
del añorado diamante. Las imagino deseando que se raye de una maldita vez
el otro lado, el lado bueno, siempre risueño, feliz de mostrase al mundo; o
esperando que el dueño se harte de escuchar esas canciones vanidosas, para
que le dé la vuelta y descubra que hay vida en la cara oculta de la
luna.
La lectura de La insolación de Carmen Laforet me trajo esa idea a la cabeza porque pensé que era
una novela situada en la cara b de su obra. Se me ocurrió que no estaría nada
mal darle la vuelta al disco de algunos autores y leer esas obras poco
conocidas para el común de los mortales. A eso me dedicaría a partir de ahora,
a explorar obras situadas en la cara b
de escritores consagrados.
Precisamente, esa
misma noche volví a ver La librería
de Isabel Coixet y me fijé en la escena en la que, tras tomar el té, el señor
Brundish le pide a Florence Green que le envíe El vino del estío en cuanto lo reciba. La primera vez que vi la
película no me percaté de que le hablaba de la siguiente novela que publicó Ray
Bradbury tras Fahrenheit 451. Pero esta vez sí, porque
después, él le dice algo así como que no sabe cómo agradecerle que le
descubriera a Ray Bradbury. Busqué el
título y efectivamente, ahí estaba El
vino del estío, publicada en 1957. Acababa de encontrar una novela de cara
b. Las señales eran evidentes. No podía dejarla pasar.
Cuando terminó la
película me puse manos a la obra para hacerme con la novela. El libro lo había publicado la editorial Minotauro en 2006 y Booket en bolsillo en 2007. Para mi sorpresa estaba descatalogado y
fue imposible encontrarlo en las muchas librerías que consulté. La sorpresa se
convirtió en asombro cuando lo encontré de segunda mano a precios totalmente
desorbitados. Así que pensé que lo mejor sería recurrir a la Biblioteca
Regional que siempre suele sacarme de estos apuros. Y efectivamente, tenían un
ejemplar en el catálogo. Al día siguiente fui a retirarlo (estaba en depósito
como si de un tesoro se tratara) y me lo llevé a casa, contento de leer al
escritor norteamericano en ese ejemplar de la biblioteca. Y es que Ray Bradbury
fue un defensor a ultranza de las bibliotecas públicas, pues en ellas pasó la
mayor parte de su vida, y en ellas aprendió, de manera autodidacta, el oficio
de escritor. Dice en una entrevista:
«Tenía siete años
cuando fui a una biblioteca por primera vez y esa fue una gran revelación.
Cuando tenía siete años viajé desde Illinois hasta Tucson, Arizona, con mi
familia. Lo primero que hice cuando salté del automóvil fue ir corriendo a la
biblioteca. Me acompañaban torbellinos de viento que soplaban a mi alrededor a
lo largo del camino y yo esperaba encontrar libros sobre la tierra de Oz como
la de Frank Baum, o Tarzán, esos libros con magia. Y cuando
abrí la puerta de la biblioteca y miré, vi a todas esas personas esperando por
mí allí adentro. Verás, la biblioteca está llena de personas. No son libros.
Las personas esperan ahí adentro, miles de personas que escribieron esos
libros. Es mucho más personal que solo los libros. Así, cuando abres un libro,
la persona salta y se convierte en ti. Si miras a Charles Dickens, tú eres Charles Dickens, y él eres tú. Así, cuando
vas a la biblioteca y sacas un libro del estante, lo abres, ¿y qué es lo que
buscas y encuentras? Un espejo. De repente un espejo está ahí, ¿y qué es lo que
ves? Te ves a ti mismo, pero tu nombre es Charles Dickens. Eso es una
biblioteca. O el libro de Shakespeare,
y tú te conviertes en William Shakespeare, o te transformas en Emily Dickinson. O en todos los grandes
poetas. Así encuentras al autor que pueda guiarte a través de la oscuridad. Y
Shakespeare, me estaba mirando allí, y Hamlet, y Ricardo III. Y Emily Dickinson me iluminó mi camino. Y Edgar Allan Poe, me dijo: por aquí, por
aquí está la luz. Y así vas a la biblioteca y te descubres a ti mismo».
Sus maestros,
además de la memoria de lo cotidiano, fueron Shakespeare, Verne, Edgar Allan
Poe, E.R. Burroughs, H.G. Welles, Dickens, sobre todo Cuento de Navidad, Los hermanos Grimm, Frank
Baum o John Steinbeck, de quien leyó
Las uvas de la Ira con 19 años y se
vio reflejado, pues su familia fue una de las muchas que iban de un lado a otro
de los Estados Unidos de la Gran Depresión en busca de trabajo.
Comienzo a leer El vino del estío y me encuentro con un íncipit muy prometedor que va a marcar
el tono de la novela:
«Era una
madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en la cama.
El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del
mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para
saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que
ésta era realmente la madrugada primera del estío.
Douglas
Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera
perezosamente en su corriente nocturna, Acostado, sintió que cabalgaba en los
elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de
un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles
eran una única ola, lanzaba su mirada. Como la luz de un faro, sobre enjambre
de olmos y robles y arces»
Ray Bradbury
sitúa la narración en el verano de 1928, en un pueblo ficticio de Illinois
llamado Green Town. El protagonista es un niño de 12 años llamado Douglas
Spaulding, que vive con sus padres, sus abuelos y su hermano menor Tom.
La novela es la
historia de lo que ocurre en el pueblo durante ese verano, pero visto a través
de la mirada de Douglas, una mirada que transforma los hechos cotidianos en
acontecimientos extraordinarios. De modo que podríamos decir que en El
vino del estío el autor trenza un conjunto de relatos que tienen como hilo
conductor la presencia de Douglas.
El estilo es
popular, directo, poético. Hay cierto romanticismo enmarcado en un ambiente onírico
y surrealista. Nos encontramos con esa melancolía, esa nostalgia por la edad de
oro perdida de aquellos lugares de la memoria de su infancia, adolescencia y
juventud, una memoria en que los temas cotidianos se van transformando de una
manera sutil para entrar en un universo mágico.
Entre los
tranquilos habitantes del pueblo hay brujas que elaboran pócimas mágicas,
hombres solitarios que acechan de noche a las chicas, inventores de máquinas de
la felicidad que provocan desdicha, vendedores ambulantes de botellas de aire del
polo norte, el amor imposible entre una anciana y un joven, un anciano convertido
en una máquina del tiempo, una autómata del tarot cuyas predicciones se cumplen…
Ray Bradbury
refleja ese momento mágico de la infancia de Doug, su hermano Tom y sus amigos.
La llegada del verano, con el fin de las obligaciones escolares, como promesa
de libertad y de aventuras, verano en el que cada día es único e irrepetible. Y
aquí cobra sentido del título de la novela. Durante el estío, el abuelo de Doug
cosecha vino de diente de león, y cada día de rellena una botella que a la
postre tendrá unas características únicas e irrepetibles, como cada uno de los
días de Doug y de su hermano Tom. El título original es Dandelion Wine, vino de diente de león. En 1971, los astronautas del Apolo XV llamaron Dandelion a un cráter de la luna en homenaje a esta novela.
«Sí, el verano
eran ritos, celebrados en el momento y el sitio indicados. El rito de la
limonada y el té frío, el rito del vino, los pies calzados, o descalzos, y al
fin, con una silenciosa dignidad, el rito de la hamaca en el porche» (p.31)
Sin embargo, no
es una novela idílica, pues como contrapunto de esa felicidad aparece la vejez,
el miedo y la muerte, muy presente en la novela. Los niños y los ancianos son
los grandes protagonistas. La anciana señora Bentley o el Coronel Freeleigh,
son sendas máquinas del tiempo para los niños que van a visitarlos para que les
cuenten historias.
«—Tom—murmuró
Douglas—. Tengo que viajar de todos estos modos. Ver lo que puedo ver. Pero
sobre todo debo visitar al coronel Freeleigh una vez, dos veces, tres veces por
semana. Es mejor que todas las otras máquinas. Él habla, tú escuchas. Y cuanto
más habla, más miras alrededor, y ves cosas. Te dice que viajas en un tren muy
especial, y, Dios, es cierto. Ha andado, por ese camino, y lo sabe. Y luego
aquí vamos nosotros, por el mismo camino, pero más adelante, mirando,
olfateando y manejando cosas, y necesitamos al coronel Freeleigh para poder
recordar cada segundo. Así cuando los chicos vayan a verte, cuando seas
realmente viejo, podrás hacer por ellos lo que el coronel hizo una vez por ti.
Así es, Tom. Tengo que dedicar mucho tiempo a visitarlo y escucharlo y viajar
lejos con él» (p.87)
En este sentido,
me ha parecido maravillosa la historia de amor entre el joven Bill Forrester y
la anciana señorita Loomis, un amor basado en las historias que ella le cuenta
mientras toman el té cada tarde de aquel verano de 1928.
El principio y el
fin de la vida unidos, la memoria transmitida entre generaciones, entre niños y
jóvenes que escuchan a los ancianos, que disfrutan de sus historias.
La obra de Ray
Bradbury tiene una carga poética profunda. Circos, ferias de pueblo, magos y
prestidigitadores, se enmarcan junto con la muerte con total naturalidad,
porque eran parte de su memoria, como él mismo declaraba en una entrevista:
«Solía rondar por
los desvanes de mis abuelos, bajaba a sus sótanos, escuchaba las locomotoras de
medianoche que aullaban por el paisaje del norte de Illinios, y era la muerte,
un cortejo funeral que se llevaba a mis seres queridos a un cementerio lejano. Me
acordé de las cinco de la mañana, de la llegada del circo, me acordé del mago
que jugaba con pañuelos, y hacía desaparecer elefantes en el escenario de mi
pueblo. Me acordé de mi abuelo, de mi hermana, y varias tías y primas, para
siempre en sus ataúdes, en camposantos donde las mariposas se posaban en las tumbas
como flores y las flores volaban sobre las lápidas como mariposas. Me acordé de
mi perro, perdido durante días, viviendo a casa una noche en invierno, muy
tarde, con la pelambre llena de nieve, de barro y de hojas».
Termino la
lectura y me acuerdo de las lágrimas derramadas por Florence Green sobre El vino del estío. A buen seguro que el
señor Brundish hubiera disfrutado de su lectura.
Todo un tesoro
escondido. Y encontrado.
Traducción de Francisco Abelenda
REM. Man on the moon
Muy interesante el concepto de "cara B". Esta novela de Ray Bradbury me era totalmente desconocida, una pena que esté descatalogada. Creo que el niño y el anciano aportan un contrapunto interesante, me vienen a la cabeza los relatos de infancia de Truman Capote.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es una novela que se sale de la temática fantástica y de ciencia ficción con que se asocia a Bradbury. Me ha gustado esa especie de homenaje libre de sentimentalismos que hace a los ancianos.
EliminarYo tampoco la conocía y, tras escuchar algún programa sobre Bradbury y leer alguna entrevista es evidente que es la gran tapada de su obra. Aunque por otro lado, me sorprendió que los astronautas del Apolo XV bautizaran un cráter de la luna homenajeando la novela y al autor. ¡Menuda pasada!
Espero que no tarden en reeditarla. Mientras tanto es un libro bastante cotizado en el mercado de ocasión.
Un abrazo.
¡Qué bonito como llega la novela a ti! Algunos autores solo parecen tener una obra, pero hay tantas otras que no se conocen y que pasan inadvertidas... Gracias por descubrirnos algo más que Farenheit 451. Este vino tiene muy buena pinta. Me ha gustado mucho también conocer el gusto del autor por las bibliotecas, para mi son el mejor lugar del mundo y tantos que vienen invitados a casa... Una delicia. Pasaré a tomar una copa de este vino. Un abrazo.
ResponderEliminarHola Ana, es genial cómo Bradbury habla de las bibliotecas como espacios en los que uno se encuentra con uno mismo a través de los autores. Estoy contigo en que una biblioteca es un espacio maravilloso. Me encanta verlas abarrotadas, con vida, y ver a los lectores buscando entre los estantes, o hacer cola para retirar libros. Hace años, algunos vaticinaron su desaparición (casi se las cargan con la brillante idea, por suerte fallida, de cobrar por retirar en préstamo), y de momento se están equivocando, cosa que me alegra muchísimo.
EliminarUn abrazo.
De Bradbuey solo he leído "Fahrenheit 451". El ser sobre todo escritor de Ciencia ficción ha hecho que no haya insistido en él. de esta novela solo conocía el título, pero me ha fascinado lo que cuentas. me encanta la literatura norteamericana y esta parece de lo más genuino.
ResponderEliminarEn la novela "La librería", Florence jamás transmite amor por los libros (al menos a mí no me lo parece). Eso sí lo consigue Coixet en su película. Buscaré esta novela porque con tu cuidada e incitante reseña me has dejado muchas ganas de leerla.
Un beso.
En cierto modo, me ha recordado a Carson McCullers, y por supuesto a John Steinbeck, aunque en la otra cara. En vez de la Gran Depresión, Bradbury sitúa su novela en los Felices años 20, y en lugar de un realismo social, nos muestra un realismo mágico. Creo que merece la pena leerla.
EliminarEn cuanto a "La librería" no he leído la novela, pero la película me ha gustado bastante. El amor por los libros impregna toda la película. Es curioso (y extraño) que no se muestre esa pasión por los libros en la novela. De momento no tengo intención de leerla, aunque nunca se sabe.
Un abrazo.