viernes, 31 de agosto de 2018

Respiración artificial, de Ricardo Piglia



Hay autores que contagian su entusiasmo por la literatura, que transmiten el mensaje de que la literatura no es un mero entretenimiento pasajero de usar y tirar, que la literatura va mucho más allá, que trasciende al bestseller de turno y al escritor de moda, que la literatura es arte, es filosofía, es historia, que la literatura es una forma de vida, una forma de mirar el mundo, una manera de entenderlo. Uno de ellos, sin duda, es Ricardo Piglia. Llevo más de un año felizmente atrapado por sus libros, aunque entro y salgo sin que se moleste. Creo que fue en el mes de agosto del año pasado cuando comencé a leer el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi. Sus diarios de juventud me espolearon para leer Blanco nocturno, su cuarta novela, y me pareció extraordinaria. Llevo unos meses con el segundo volumen de los diarios titulado Los años felices, y acabo de leer su primera novela: Respiración artificial.
Ricardo Piglia estudió historia, sin embargo pronto tuvo claro que su vida la iba a dedicar a la literatura.  Aprendió rápido de la lectura de los grandes genios, y a principios de los sesenta ya era un escritor con talento, no obstante, siguiendo los pasos de Borges, todavía no había escrito ninguna novela. Hacía crítica literaria en revistas, escribía cuentos, impartía clases en universidad, y sobre todo, leía. No sería hasta el año 1980 cuando saldría a la luz Respiración artificial. La crítica fue unánime: Ricardo Piglia había escrito, nada menos que “una de las mejores novelas latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX”. Tan sólo escribiría cuatro novelas más. Suficiente para que Roberto Bolaño señalara a Piglia como uno de los mejores narradores de Latinoamérica. De hecho fueron, primero Piglia y después Bolaño, los que rompieron con las propuestas narrativas del famoso boom latinoamericano encabezado por García Márquez y Vargas Llosa. El blog Archivo Bolaño reproduce una imprescindible conversación entre estos dos gigantesde la literatura.


“¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él, en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla”.
Así comienza esta novela, en principio narrada por el protagonista de la novela, que no es otro que Emilio Renzi, alter ego del escritor (cuyo nombre completo era Ricardo Emilio Piglia Renzi), quien aparece en muchos de sus relatos, del mismo modo en que Nathan Zuckerman lo hace en los de Philip Roth.
En Respiración artificial, Emilio Renzi ha escrito una novela “con aire faulkneriano”, en la que el protagonista es su tío Marcelo Maggi, quien despareció poco después de casarse con la hija un rico ex-senador argentino, llevándose todo el dinero de su esposa. La novela la escribe a partir de los testimonios de familiares y amigos, es decir, de la versión oficial que se ha ido construyendo a partir de los rumores. Sin embargo, poco después de publicarla, Renzi recibe una carta de su tío Marcelo en la que le corrige el libro: “Nunca nadie hizo jamás buena literatura con historias familiares­. Regla de oro para los escritores debutantes: si escasea la imaginación, hay que ser fiel a los detalles”, le dice el tío al sobrino en la carta. En el intercambio de misivas, quedan en que Renzi visitará a Marcelo en el pueblo de Concordia, donde éste trabaja como profesor de historia: “la historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar” (p.19)
La novela gira hacia el libro  que Marcelo Maggi está escribiendo sobre el abuelo de la esposa a la que abandonó, un olvidado personaje de la historia decimonónica argentina, Enrique Osorio, un héroe vilipendiado por la historia oficial. Aquí entra en juego, el padre de Esperancita, el ex-senador Luciano, hijo de Enrique Osorio, quien a pesar del abandono de su hija con el dinero, sigue apreciando al que fuera su efímero yerno, Marcelo Maggi.  Emilio Renzi se entrevista con Luciano para reconstruir esa parte de la historia argentina y esa parte de la vida de su tío. En el siguiente capítulo, el narrador desaparece y en su lugar toman protagonismo una serie de entradas del diario de Enrique Osorio fechadas en 1850 en las que se defiende de las acusaciones desde el exilio norteamericano, entradas que forman parte del trabajo de Marcelo Maggi. La primera parte termina con un capítulo gombrowicziano en el que Arocena, ex-policía y mayordomo del viejo ex-senador, lee y analiza las cartas que éste recibe en busca de mensajes cifrados.
La segunda parte de la novela se titula Descartes, y es lo mejor de la novela. El narrador no es Renzi, sino Tardewski, amigo de Marcelo Maggi, que es con quien se encuentra Renzi en Concordia cuando va a visitarlo. Pasan juntos toda el día (con su noche) esperando a Maggi que ha desaparecido días atrás. Durante este tiempo, la conversación entre ambos gira en torno a la filosofía (Tardewski dice ser discípulo de Wittgenstein) y la literatura. No tiene desperdicio. La figura de Tardewski, es un homenaje a Witold Gombrowitz, escritor polaco que recayó en Argentina justo antes de que Alemania invadiera su país para ya nunca regresar. Durante el relato hay varios guiños a la original literatura de Gombrowitz, como las pistas falsas o las asociaciones aparentemente absurdas. La conversación en torno a la comparación entre Borges y Arlt es fantástica. Los dos grandes genios de la literatura argentina que aparecen como polos opuestos, el primero representa la academia, el segundo la calle. También hablan sobre Joyce, a quien “le importaba un carajo del mundo y de sus alrededores, y en el fondo tenía razón, dice Renzi” (147), de Ortega y Gasset quien para Tardewski es el “Rey de los Asnos españoles o Asno I” (p.171), de Wittgenstein, “hombre despiadado que usaba su maravillosa inteligencia contra los otros con el mismo desprecio con que la usaba, antes que nada, contra sí mismo” (p167).
El punto álgido de la conversación está reservado para el final. Tardewski relata a Renzi su gran descubrimiento, una investigación que probaría que Hitler y Kafka se conocieron en el Café Arco de Praga a finales de 1909.  Según Tardewski, entre 1905 y 1910, Hitler intentó convertirse en pintor de éxito. “Ahora bien, dijo Tardewski, la pretensión de Hitler de convertirse en un gran pintor era de antemano imposible. Ese joven desteñido y rencoroso tenía más posibilidades de convertirse, digamos, en un dictador, en una especie de César mezquino que sojuzga a media Europa, que de ser un pintor, no digo grande, sino del montón” (p.199).
Kafka escucha con atención las peroratas de aquel pintor austriaco (que habría desertado del servicio militar), la utopía atroz de un mundo convertido en una colonia penitenciaria.
“El genio de Kafka reside en haber comprendido que si esas palabras podían ser dichas,, entonces podían ser realizadas” (p.209) […] Kafka hace en su ficción, antes que Hitler, lo que Hitler le dijo que iba a hacer. Sus textos son la anticipación de lo que veía como posible en las palabras perversas de ese Adolf payaso, profeta que anunciaba, en una especie de sopor letárgico, un futuro de maldad geométrica. Un futuro que el mismo Hitler veía como imposible, sueño gótico donde llegaba a transformarse, él, un artista piojoso y fracasado, en el Führer. Ni el mismo Hitler, estoy seguro, creía en 1909 que eso fuera posible. Pero Kafka sí, Renzi, dijo Tardewski, sabía oír. Estaba atento al murmullo enfermizo de la historia” (p. 210).
Genial.


                                                          Adriana Varela. Cambalache.

martes, 28 de agosto de 2018

Asesinos sin rostro, de Henning Mankell



Hay autores a los que siempre regreso. Vuelvo a Henning Mankell. El escritor sueco siempre fue uno de mis favoritos desde que comencé a leerlo allá por el año 2005. El único libro que se me escapaba era Zapatos italianos, y lo atrapé el año pasado. La primera novela que leí se  titulaba La quinta mujer. Ahí me encontré con el gran Kurt Wallander, con Ystad, con un modelo de bienestar sueco en crisis, con el largo y gélido invierno, con la soledad del mundo escandinavo.  Por entonces, Stieg Larsson todavía no había publicado la célebre (y espléndida) trilogía que abriría el camino a otros escritores de la llamada Novela negra escandinava. Henning Mankell era el Vázquez Montalbán sueco, y Kurt Wallander un Pepe Carvalho sin su Sancho Panza.

Tras leer La quinta mujer, que es la sexta de la serie (de un total de doce novelas), decidí comenzar por el principio, esto es, por Asesinos sin rostro, la primera novela protagonizada por el famoso inspector jefe de la policía de Ystad. Después llegaron todas las demás, incluidas aquellas que no pertenecían a la serie, como El Chino o El cerebro de Kennedy. Vuelvo a Mankell y releo Asesinos sin rostro, y tengo la sensación de que el tiempo no ha pasado por esta novela publicada en 1991. Se mantiene fresca y vigente en el argumento casi treinta años después. Este fue el gran mérito de Henning Mankell y de su alter ego Kurt Wallander.

 «Al despertarse tiene la certeza de que ha olvidado algo. Algo que ha soñado durante la noche. Algo que debe recordar. Lo intenta. Pero el sueño parece un agujero negro. Un pozo que no revela nada de su contenido».

Así comienza todo. Es el 6 de enero de 1990. Suecia está cambiando, el mundo está cambiando. El Muro de Berlín ha caído, las República Democrática Alemana está a punto de desaparecer engullida por Alemania Occidental, y el resto de democracias populares también miran hacia occidente. El socialismo real de la Unión Soviética da sus últimos coletazos. Miles de personas atraviesan las fronteras de los países del la Europa del Este en busca de la opulencia del mundo capitalista. Suecia es uno de los destinos de muchos refugiados, lo que va a provocar el surgimiento de prejuicios raciales que relacionan la llegada de los inmigrantes con el aumento de la criminalidad y la crisis del modelo sueco de democracia. En este contexto se enmarca la investigación del brutal asesinato de dos ancianos en un tranquilo pueblo cercano a Ystad, una antítesis de Macondo que Mankell situó en el mapa literario mundial.

Primera aparición en escena del inspector:
«Kurt Wallander dormía. La noche anterior se había quedado escuchando hasta una hora muy avanzada las grabaciones de María Callas que un buen amigo le había enviado desde Bulgaria. Una y otra vez había vuelto a su Traviata, y cuando se fue a dormir eran casi las dos. El teléfono lo arrancó de un fantástico sueño erótico. Como para asegurarse de que solamente era un sueño, estiró el brazo para tocar el edredón. Pero en la cama sólo se encontraba él. Su esposa no estaba, le había dejado hacía tres meses, y tampoco estaba la mujer negra con la que acababa de tener un violento coito en sueños».

Kurt Wallander es un personaje introvertido, con tendencia a la melancolía, separado de Mona y con una hija, Linda, de dieciocho años, con la que no acaba de entenderse. Cerca de Ystad vive su padre, un pintor que siempre pinta el mismo paisaje, a veces con urogallo y otras no, que comienza a presentar síntomas de senilidad.  Kurt Wallander es un personaje muy humano, atormentado en su vida personal. Es ante todo un antihéroe. No acepta la separación de Mona, la relación con su hija no es buena, y tiene un fuerte sentimiento de culpa por no ver a su padre más a menudo. Esto le lleva a beber más de la cuenta. Sin embargo, en su trabajo es metódico, escrupuloso y valiente. No suele ir armado pesar de que nunca rehusa el cara a cara. Forma pareja policial con Rydberg,  amigo y compañero de batallas que tiene problemas de salud. Kurt Wallander es un personaje que evoluciona a lo largo de la novela, de forma paralela a la investigación y resolución del caso.
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A través de la figura de Kurt Wallander, Henning Mankell denuncia las fragilidades de las modernas sociedades de bienestar. Y en el caso de Asesinos sin rostro, la denuncia va dirigida al surgimiento del racismo en una sociedad rica como la sueca, o utilizando la palabra acuñada por Adela Cortina, de la aporofobia, es decir, el rechazo a los pobres.

                                            


Mankell, gigante de la novela criminal, murió hace casi tres años en Gotemburgo con 67 años (leer In memoriam en Cuéntame una historia).
Vivió buena parte de su vida entre Suecia y Mozambique, a donde fue para descubrir las diferencias entre unos y otros, hasta comprender al final que todos eran iguales. Dirigió el Teatro Avenida de Maputo, en Mozambique, durante décadas y gastó generosamente una buena parte del dinero obtenido con la venta de sus libros en ayudas a la infancia en África.

El género policiaco permitía a Mankell hablar de la sociedad sueca y de sus fracturas, de las desigualdades sociales y del culto al dinero.  Mankell utilizaba la literatura para indagar en lo que nos rodea, y en especial, en sus aspectos menos amables. Decía en una entrevista:
“Es verdad que no puedo narrar una historia solo por el mero hecho de contarla. Debe de tener algo que me concierna, que tenga que ver la realidad, la sociedad, con mi país o con el mundo. Sin esa perspectiva no tiene mucho sentido escribir nada”.

Asesinos sin rostro no es la mejor de la serie. Recuerdo El retorno del profesor de baile o Antes de que hiele como las que más me gustaron, pero es la primera, y por supuesto no defrauda, ni siquiera en una segunda lectura.


Traducción del sueco de Dea Merie Mansten y Amanda Monjonell Mansten


                                         La Traviata de Verdi, interpretada por María Callas




martes, 21 de agosto de 2018

Elegía para un americano, de Siri Hustvedt




«Cada cuadro es siempre dos cuadros, el que ves y el que recuerdas. Sabemos que no recordamos los libros textualmente, pero sin embargo, los llevamos con nosotros como estados emocionales o escenas particulares que nos han cambiado para siempre. Y eso es el arte, vive dentro de nosotros, y le damos vida cuando nos topamos con él». Siri Hustvedt. Fragmento de la entrevista realizada por Oscar López en Página 2.

A principios de año leí Los ojos vendados de Siri Hustvedt. Me la llevé de la librería pensando que era su última novela cuando en realidad era la primera. Se publicó en 1992, pero la editorial Seix Barral la reeditó en 2018 llevándome al equívoco. Aunque no terminé de encontrarle el punto al argumento, me gustó el tono y la forma de escribir de Hustvedt. Quería leer una segunda novela suya, y Elegía para un americano, publicada en 2008, llevaba un tiempo rondando por mi cabeza, por mi estantería y por dos de mis blogs favoritos (Cuéntame una historia y Varado en la llanura). De manera que Elegía para un americano ha sido una de mis lecturas veraniegas.

«Mi hermana decía que fue la «época de los secretos», pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que faltaba. En una ocasión, una de mis pacientes dijo: «Tengo fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre hablan. A veces no tienen nada que decir». Sarah solía entrecerrar los ojos o mantenerlos siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras. Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo periodo de mi vida fue lo que nunca nos dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era la única persona que guardaba secretos. Fue el 6 de enero, cuatro días después de su entierro, cuando Inga y yo encontramos la carta en su estudio.»

En el íncipit ya conocemos a los principales protagonistas (el narrador psicoanalista, sus pacientes, su hermana y el padre fallecido), y se adivina el tema principal de la novela: la indagación del pasado, «de lo que faltaba», «de lo que nunca se contó».
Erik Davidson es quien nos narra la historia en primera persona. Es psiquiatra y psicoanalista con una consulta en Nueva York. Corre el año 2003, las Torres Gemelas han sido derribadas y Estados Unidos se embarca en una incierta (e injusta) guerra contra Irak. Davidson se ha divorciado (abandonado por su esposa) y su padre acaba de fallecer. La lectura del diario del padre y la aparición de una nota de una tal Lisa, en la que se vislumbra un secreto, ocuparán sus horas. Además, una mujer llamada Miranda y su hija, entran en su vida cuando les alquila una parte de su casa. Otra de las protagonistas es su hermana Inga, filósofa y escritora,  quien ha estado casada con un escritor famoso (el paralelismo con la vida personal de Hustvedt es evidente) que también ha muerto recientemente. Una periodista intenta sacar los trapos sucios del escritor, pero un viejo y estrafalario amigo llamado Burton tratará de impedirlo.

«Puede parecer extraña esa insistencia del ser humano en revivir situaciones dolorosas, pero he acabado por constatar su certeza. Lo que fue nunca nos abandona» (p.23)

La novela es un intento por hacer que hablen los fantasmas del pasado, a través del diario del padre,  pero también los del presente, por medio del psicoanálisis (muy presente en la novela y en la vida de Hustvedt). La autora alterna extractos del diario (transcritos literalmente de los diarios de su padre, fundiendo realidad y ficción) y de la indagación sobre su secreto, con la vida cotidiana del psicoanalista y su relación con Miranda, sus pacientes y su hermana Inga. La tercera parte de la trama gira precisamente en torno a los secretos del marido de Inga, que salen a la luz tras su muerte.
«Todas las memorias están plagadas de huecos. Es obvio que resulta imposible relatar ciertas historias sin sentir dolor ni causarlo a otros y que en una autobiografía siempre se pueden cuestionar muchos aspectos de su enfoque, del concepto que el autor tiene de sí mismo y constatar alguna expresión reprimida o la mentira más descarada» (p.19)

Pasado y presente se enfrentan en la narración. Los acontecimientos históricos arrastran la vida de la familia Davidson. El padre, que vivió la escasez de la Gran Depresión y participó en la Guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Erik e Inga (y su hija Sonia),  que ven cómo el suelo tiembla bajo sus pies tras el atentado del 11 de septiembre de 2001 y la posterior intervención norteamericana en Afganistán e Irak.
«Tras la muerte de mi padre, empecé a llenar otro cuaderno de notas donde recogía fragmentos de conversaciones que habían tenido lugar durante la jornada, mis temores ante una inminente invasión de Irak, los sueños que aún recordaba, además de asociaciones que me surgían desde lo más recóndito de la mente. Soy consciente de que la ausencia de mi padre había desatado aquella necesidad de anotar mis actos y sentimientos, pero al deslizar la pluma sobre la página comprendí algo más: yo deseaba responder con mis palabras a lo que él había escrito. Estaba hablando con un muerto» (p.36)
Pasado y presente también se ven confrontados en el mundo rural del padre y el abuelo con el mundo urbano y culto de los hermanos, la pobreza del pasado con la opulencia del presente, las dificultades de la familia de inmigrantes noruegos a Estados Unidos con la integración total de la tercera generación en una ciudad cosmopolita como Nueva York.
«Construimos nuestros propios relatos y no podemos separar las historias que creamos de la cultura en la que vivimos. Sin embargo, hay veces en que las fantasías, las falsas ilusiones o las simples mentiras se presentan como partes de una autobiografía y es necesario hacer algunas distinciones sustantivas entre lo real y lo ficticio» (p.109)



Es una novela de fantasmas, de secretos que seres queridos se llevaron a la tumba, de la reconciliación con ellos.  Es una novela intimista narrada con un tono tranquilo, sin sobresaltos, preciso, y protagonizada por seres solitarios que (sobre)viven en la Gran Manzana. Los protagonistas  luchan por la recuperación de la memoria, y reflexionan sobre la huella del pasado en el presente, sobre la conveniencia de asumirla para comprenderse mejor uno mismo, para entender mejor el mundo. «La memoria sólo nos brinda sus dones cuando algo del presente la refresca. La memoria no es un depósito de palabras e imágenes fijas sino un entramado neuronal de asociaciones que funcionan de un modo muy dinámico, que nunca descansa y que está sujeto a continuas revisiones cada vez que exhumamos alguna fotografía o frase del pasado» (p.103)

Elegía para un americano me ha gustado más que Los ojos vendados. El tono, los temas que trata y la prosa sosegada de Siri Hustvedt es su principal atractivo: «Sé que a veces lo que decimos es menos importante que el tono que usamos para decirlo. En todo diálogo hay una música, una armonía misteriosa y unas disonancias que vibran dentro del cuerpo como un diapasón » (p.341). Sin embargo, al igual que en su primera novela, echo en falta más consistencia, más tensión. El gancho del secreto del padre y del marido de Inga se va desinflando lentamente, y al final, tan solo nos queda la historia de la relación de Erik Davidson con Miranda, que también se estanca en el limbo, con un desenlace forzado y surrealista (literalmente).

«En mi libro intento explicar cómo convertir nuestras percepciones en historias, con su exposición, nudo y desenlace, cómo los fragmentos de nuestros recuerdos no cobran coherencia hasta que los reimaginamos y los pasamos a palabras. El tiempo es una propiedad del lenguaje, de la sintaxis y de las formas verbales» (p.64).
Pues eso.



Traducción de Cecilia Ceriani


                                                      Chet Baker. Almost blue