sábado, 25 de junio de 2022

"Ladrones de tinta" de Alfonso Mateo-Sagasta

Sigo disfrutando del universo cervantista, esta vez con la lectura de Ladrones de tinta de Alfonso Mateo-Sagasta. Si Juan Eslava Galán nos sitúa en Sevilla en 1597 en  El comedido hidalgo, y en Valladolid en 1604 en Misterioso asesinato en casa de Cervantes, Alfonso Mateo-Sagasta lo hace en el Madrid del año 1615. Estas tres novelas reconstruyen los últimos años de vida de Miguel de Cervantes, precisamente los más creativos y los que a la postre lo harían eterno. No está de más recordar que Cervantes tenía 58 años cuando se publicó la primera parte del Quijote, en 1605, y 68 años cuando la segunda, en 1615, justo un año antes de su fallecimiento. Entre una publicación y otra ocurrió un hecho clave que influiría decisivamente en la aparición y desarrollo de la segunda parte, y es que en 1614 salió publicado un Quijote apócrifo firmado por Alonso Fernández de Avellaneda

Tanta era la fama de las aventuras de don Quijote y Sancho que el tal Avellaneda se adelantó al propio Cervantes para continuarlas, cosa bastante frecuente en la época con los títulos éxito. Más extraño era que el autor aprovechara para insultar y difamar al propio Cervantes. Y más extraño todavía: nadie conocía a Avellaneda. Pronto se descubrió que era un pseudónimo de alguien que no quería bien al autor del Quijote. Pero ¿quién se escondía detrás? Por aquel año de 1615, Madrid era el centro del mundo de las letras: si uno se daba un paseo por sus malolientes y cortesanas calles podía cruzarse con Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Luís de Góngora, lanzándose lindezas unos a otros; con Gabriel Téllez—que firmará sus obras como Tirso de Molina—, Luis Vélez de Guevara o Juan Ruiz de Alarcón, y con otros muchos no tan conocidos como Alonso de Contreras (el capitán Contreras) o con las sombra del escurridizo Jerónimo Pasamonte. El personaje del capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte, que también vivió por estas fechas, está basado en estos dos últimos personajes. 

Sin duda, el Madrid de estos años es uno de mis destinos favoritos. De vez en cuando me gusta acercarme, y de paso aprovecho para ver cómo van las obras de la maravillosa Plaza Mayor. Ya toca. Me fastidia no tener el DeLorean a punto –el maldito condensador de flujo no hay quien lo arregle—, así que no me queda otra que utilizar el cronovisor de las páginas del libro de Alfonso-Mateo Sagasta, Ladrones de tinta.  

La novela nos traslada a los tiempos de Felipe III, a aquella España contradictoria que todavía no es consciente de su decadencia, pintada con los claroscuros de un cuadro de Velázquez: la riqueza que llega de Las Indias frente a la miseria que campa en sus pueblos y ciudades, el esplendor de la cultura frente a la Inquisición con la hoguera preparada, la diversidad étnica frente a la limpieza de sangre, el derroche y la corrupción de la corte frente a la picaresca para sobrevivir. Isidoro Montemayor es el detective protagonista de la novela. Con él nos movemos por las calles de Madrid, visitamos tugurios y palacios para cumplir con su misión: descubrir quién se esconde detrás del nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. En este periplo, Montemayor, siempre con su Garcilaso bajo el brazo, se entrevista con muchos de estos escritores. Todos son sospechosos de estar detrás del Quijote apócrifo. Quien más y quien menos tiene algún motivo para lanzarle un dardo envenenado a Cervantes (es de sobra conocido lo bien que se llevaba con Lope). 

Las conversaciones no tienen desperdicio y es evidente que están muy bien documentadas . Alfonso Mateo-Sagasta, como buen historiador, es minucioso y no deja cabo suelto. Isidoro de Montemayor se permite el lujo de repartir consejos e ideas a estos grandes, como a Gabriel Téllez, que le recomienda que firme como Tirso de Molina, o a Lope, que le regala la idea de la historia de Fuente Ovejuna para limpiar el nombre del duque de Osuna. Y es que el trasfondo político es importante: se vislumbra el final del valimiento de Lerma y hay una lucha de poder entre la casa de Osuna y la de Lemos, y los escritores no son ajenos a estas luchas. Necesitan a estos grandes como mecenas y en sus prólogos los halagan a unos o a otros. Cervantes está con el conde de Lemos (le dedicará su Persiles), Lope y Quevedo con el duque de Osuna.

Isidoro Montemayor es un personaje fascinante, un medio hidalgo que luchó en Flandes y se gana la vida al servicio de Robles, un negociante con pocos escrúpulos que tiene diversos negocios, como un garito de juego o una imprenta. Es quien encarga la investigación a un Isidoro Montemayor que sabe moverse como pez en el agua por los ambientes literarios, pues es una especie de cronista encargado de publicar una gaceta con noticias de la corte. Precisamente su primera novela se titulará Ladrones de tinta y narrará sus aventuras en primera persona. Muchos años después, Alfonso Mateo-Sagasta encuentra por azar este manuscrito en el archivo de la casa de Cameros, y por supuesto lo transcribe, como hiciera el propio Miguel de Cervantes con el manuscrito de Cide Hamete Benengeli que encontró en la calle Alcaná de Toledo.  

Ladrones de tinta es una novela bien escrita, de las que uno puede darse un atracón sin necesidad de bicarbonato. Su autor es historiador pero conoce el oficio literario y tiene talento para construir una novela dinámica, con intriga, aventuras y amores, todo acompañado de una ambientación portentosa. El viaje en este cronovisor ha sido estupendo. Cuando regreso descubro con alegría que las aventuras de Isidoro de Montemayor no acaban ahí, sino que Alfonso Mateo-Sagasta continúa narrando sus peripecias en El gabinete de las maravillas y en El reino de los hombres sin amor. Qué duda cabe que volveré a visitarlo.  

                                                      





miércoles, 15 de junio de 2022

"El comedido hidalgo" de Juan Eslava Galán


En un lugar de este olvidado rincón queda dicho que el primer lugar de mi podio literario lo ocupa Miguel de Cervantes. Ni que decir tiene que su infinito Don Quijote de la Mancha fue un arcabuzazo que me dejó maltrecha la mitad diestra del cerebro. Con la que quedó más o menos intacta fui descubriendo que la vida de Cervantes era tan novelesca como la de sus personajes de ficción. Y cuanto más leo sobre él, más parecido le encuentro con su caballero andante, y más me conmueve por su quijotesca manera de afrontar los reveses de la vida, que no fueron pocos. 

Es por eso que últimamente disparo a todo cervantista que se pone a tiro, sobre todo a los que novelan su biografía. Sin duda, pieza de caza mayor es Juan Eslava Galán. El autor jienense se ha atrevido a novelar las dos ocasiones en que Cervantes estuvo preso injustamente, primero en Sevilla en 1597, después en Valladolid en 1605. En aquella España Imperial primero te metían en la cárcel y luego preguntaban. En El comedido hidalgo (1996) aborda la desventura sevillana; en Misterioso asesinato en casa de Cervantes (2015), la vallisoletana. Y como suele ser habitual en mis desnortadas lecturas, primero leí el segundo, y ahora leo el primero. 

«Un mediodía de los calurosos del estío, un solitario viajero hacía el camino de Carmona a Sevilla en un triste mulo de alquiler. Don Alonso de Quesada, que así se llamaba el caballero era de buen talle, enjuto de carnes y no mal parecido. Tenía la barba entrecana y bien recortada; el pelo, gris y escaso; la frente, amplia, la nariz, aguileña; la boca, delgada; las orejas, finas; señales todas de agudeza. La mirada la tenía viva, que es marca de inteligencia, y algo vidriosa, que es indicio seguro de natural melancólico».

Así comienza esta novela que sitúa a don Alonso de Quesada, alter ego de Cervantes, en Sevilla en los años noventa del siglo XVI. Continúa con su cargo de Comisario de Abastos por tierras andaluzas. Por aquellas fechas frisa en los cincuenta y llega a Sevilla para resolver unos asuntos burocráticos. Allí se reencuentra con su viejo amigo Chiquiznaque, compañero de armas de Lepanto, y con doña Dulce, un antiguo amor cuyos rescoldos siguen intactos bajo la ceniza del tiempo. Estos asuntos llevarán al pobre don Alonso a la cárcel sevillana durante varios meses. Paralelamente nos encontramos con la historia de amor de Chiquiznaque con doña Salud, la esposa de Gaspar de Vallejo que es precisamente el magistrado que manda a prisión a nuestro protagonista, o la del propio Alonso con doña Dulce que despierta la animadversión de un rechazado pretendiente, el conde de Cabra. Acorralado por estos dos poderosos personajes, don Alonso echa mano de las pocas amistades que tiene cerca, sobre todo de Chiquiznaque que lo lleva a conocer los bajos fondos de Sevilla controlados por el capo Monipodio, capaz de torcer el brazo del mismísimo Inquisidor General. Por supuesto, la trama es pura es ficción, aunque Cervantes se lo agradecerá años más tarde inmortalizándolo en una de sus Novelas ejemplares. Acompañan a don Alonso una serie de secundarios maravillosos como Aldoncilla, la criada de la pensión que se enamora perdidamente de nuestro apuesto manco, o don Florindo y el mulato Varejón que protagonizan junto al inquisidor Osorio la situaciones más hilarantes de la novela. 

El comedido hidalgo es una novela divertida, plagada de personajes y lugares cervantinos –la recreación de la populosa Sevilla es fantástica—y narrada a ritmo de aventuras en la hay enredos y equívocos amorosos al más puro estilo del Siglo de Oro. Juan Eslava Galán, que no da puntada sin hilo, utiliza un lenguaje y unas expresiones propias de la época, tanto que a ratos —palabras mayores— parecía que estaba leyendo al mismísimo Cervantes. 

«En 1605 publicó una novela de cuyo título no quiero acordarme, que en poco tiempo cobró tal fama que hasta le hacían ediciones pirata. No sacó de pobre a don Alonso, que tal era su sino a lo que parece, pero le dio algunas satisfacciones en la vejez con las que alivió sus cotidianas pesadumbres. Las últimas palabras que escribió, en vísperas de su muerte fueron: “¡Adiós, gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos: que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”. VALE»