miércoles, 20 de julio de 2022

"El último hombre blanco", de Nuria Labari

Termino de leer El último hombre blanco de Nuria Labari y me viene a la cabeza la famosa frase de Ramón Trecet que decía «buscad la belleza, es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo». La frase bien podría resumir el libro. La protagonista narra su viaje hacia el hacia el asqueroso mundo del éxito, un mundo hecho por y para el hombre blanco. Por sus rendijas se cuela esta mujer que se va transformando en uno de ellos, alejándose cada vez más de sí misma y de su familia.  La protagonista narra su historia vital en primera persona cambiando el género continuamente. Esta dualidad también se traslada a la naturaleza de la obra, con una novela que hace las veces de ensayo y viceversa. Este híbrido tiene algo de los libros inclasificables de Rosa Montero. También su prosa directa, cruda, precisa. 

Nuria Labari construye un artefacto literario que puede hacer estallar más de una cabeza lectora. Recuerda a Lectura fácil de Cristina Morales. Si en este último, cuatro mujeres con discapacidad disparaban contra el sistema desde los márgenes, en El último hombre blanco, la protagonista lo hace desde su cumbre, desde el centro mismo del sistema, de un sistema que todo lo engulle como un agujero negro. Dentro del agujero las personas se deshumanizan, hombres y mujeres se convierten en frías máquinas que viven en función del coste-beneficio. La prioridad es el trabajo. Jornadas interminables en la cúspide para que la empresa facture, para que el sistema funcione. El trabajo iguala, hace tabla rasa. Pero iguala en el patrón masculino de poder. Un poder cuya máxima expresión es el sexo que se compra. Sexo y poder son las dos caras de la misma moneda. A la protagonista no le queda más remedio que adaptarse. En ese viaje la protagonista es el héroe que gana la guerra de Troya. Pero no quiere ni sabe volver, convencida de que nadie la espera. La tensión de la novela gira en torno a la búsqueda del camino de vuelta.

El último hombre blanco es un libro valiente y poderoso que deja marca. Imprescindible para ser conscientes del asqueroso mundo en el que vivimos, para detenernos a pensar y dar la vuelta. La belleza de Aute me rondaba mientras leía la novela. Por esta canción transita la protagonista, transita el mundo. 

Grande, Nuria Labari. 


sábado, 2 de julio de 2022

"Penélope y las doce criadas", de Margaret Atwood


Hace poco más de un año, empujado por los vientos de El infinito en un junco de Irene Vallejo, estuve navegando por las páginas de la Odisea de Homero. Completé el periplo con Dioses y héroes de la antigua Grecia de Robert Graves, y con su original novela La hija de Homero. Regresé pensando que el mundo de Ulises, de momento, estaba más que cubierto, pero nada más lejos de la realidad. Los clásicos no terminan nunca. Esa es su grandeza. Y he aquí que me encuentro con una versión de la Odisea más que atractiva: la que escribe Margaret Atwood titulada Penélope y las doce criadas

El auge en los últimos tiempos de la perspectiva de género está aportando una riqueza extraordinaria a la creación literaria, abriendo los clásicos a otras interpretaciones o dando protagonismo a un buen número de inolvidables personajes femeninos. Entre mis últimas lecturas hay varias que van por estos derroteros, como la saga Dos amigas de Elena Ferrante, la trilogía de Bruna Husky de Rosa Montero o Hamnet de Maggie O’Farrell. Me viene también a la mente la estupenda Cada noche, cada noche de Lola López Mondéjar, en la que se atreve a revisar bajo este prisma Lolita de Nabokov. Y ahora cae en mis manos Penélope y las doce criadas, en la que Margaret Atwood hace lo propio nada menos que con el padre de la literatura occidental y su Odisea

Penélope y las doce criadas es una novela corta y original, rica en matices, escrita con ritmo y soltura, con un lenguaje cercano, a veces poético. Está narrada por Penélope desde el Hades, en primera persona y en pleno siglo XXI: «Ahora que todos los demás se han quedado ya sin aliento, me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo debo a mí misma. No ha sido fácil decidirme: la narración de historias es un arte de muy baja estofa. Tan sólo les gusta a las ancianas, los vagabundos, los cantores ciegos, las sirvientas, los niños: gente a la que le sobra el tiempo» (p.15). Sus palabras van dirigidas a nosotros, habitantes del futuro, a los que nos sobra el tiempo, que tres mil años después —han leído bien, tres mil años después—, seguimos leyendo las aventuras del astuto Odiseo y la paciente Penélope. Pero claro, sólo conocemos la vieja versión de Homero focalizada fundamentalmente en Odiseo. Es ahora cuando Penélope, a través de Margaret Atwood, ofrece su versión de los hechos y relata episodios de su vida que desconocíamos. 

En la historia que narra Penélope destaca el papel de su prima Helena, promiscua y adúltera, prototipo de mujer que embruja a todos los hombres con su belleza provocando conflictos como el de Troya. Por supuesto, Penélope, algo celosa de la prima —“patita” la llama Helena— se sitúa como su antagonista. No tan atractiva como ella, Penélope es inteligente y un ejemplo perfecto de resiliencia: veinte años esperando el regreso de su esposo, criando a su hijo en una tierra extraña, y acosada por un numeroso grupo de jóvenes pretendientes que la quieren como esposa para hacerse con la corona y las riquezas de Ítaca. 

Además de cómo vive la propia Penélope la ausencia de su esposo —aquí aparece como un personaje secundario— ocupan un lugar fundamental las doce criadas a las que Penélope cría casi como sus propias hijas y a las que ordena que sean sus confidentes espiando a los pretendientes. Las criadas aparecen en la novela como un coro que canta en verso la terrible injusticia cometida con ellas, violadas por los pretendientes durante sus bacanales, y ajusticiadas cruelmente por Odiseo y Telémaco acusadas de deslealtad, con el silencio cómplice y atormentado de Penélope. Estos coros se intercalan con el relato a modo de las antiguas tragedias griegas. Las oímos clamar venganza en el inframundo persiguiendo a Odiseo por los siglos de los siglos, incluso las vemos sentando al héroe en el banquillo de los acusados frente a un juez de nuestros días. 

Margaret Atwood apuntala la novela con la reinterpretación que hacen del mito las doce criadas: Odiseo se subleva contra la sociedad matriarcal representada por la Diosa Madre y por Penélope como suma sacerdotisa acompañada de sus doce doncellas. Tendría que haber sido Odiseo el que acabara en la horca –y sin genitales– como ofrenda a los dioses, pero en la Odisea son ellas las que acaban con la soga al cuello, simbolizando el fin de las sociedades matriarcales del Mediterráneo antiguo y el comienzo de un patriarcado que llega hasta el día de hoy. Ese es el verdadero triunfo de Odiseo. 

«Por supuesto, no queremos que nadie se ponga nervioso, queridas mentes educadas. No es necesario que piensen en nosotras como muchachas de carne y hueso, que sufrieron de verdad, que de verdad fueron víctima de una injusticia: eso resultaría demasiado turbador. Olviden los detalles sórdidos. Considérennos puro símbolo. No somos más reales que el dinero» (p.142).

Traducción del inglés de Gemma Rovira Ortega