Llevo casi tres
semanas con la lectura de El mundo de
ayer de Stefan Zweig. Me gusta
tanto que no quiero que termine. Por eso estiro el libro con escapadas a otras
obras de Zweig que tengo en casa, como es el caso de Carta de una desconocida.
La historia es de
sobra conocida. Viena, principios del siglo XX. Un famoso escritor recibe una
carta de una mujer que le declara su amor secreto, escondido durante muchos
años. Es una carta conmovedora que comienza anunciándole la muerte de su hijo y
a continuación recuerda cómo se enamoró de él, con tan sólo trece años, cuando éste se mudó al edificio donde ella vivía con su madre. En ese primer amor adolescente,
tan puro y duradero, los libros juegan un papel fundamental. Le cuenta en la
carta que el día de la mudanza estuvo mirando los objetos que llegaban a su
casa:
«Me quedé de pie en la puerta para poder
admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había
visto nada igual: había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y
deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que
nunca hubiera imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los
cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado […] En toda
la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una
docena de libros baratos, encuadernados con cartones, y los quería más que a
nada en el mundo, os leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de
cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros.
Tenía que ser un muy hombre rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me
despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros» (p.19)
Este amor
platónico se convierte en una obsesión mantenida durante años en la distancia tras
el traslado junto a su madre a Innsbruck.
Años después regresa a Viena para poder hacer realidad el sueño de estar con su
amado. Y lo consigue. Pasa con él una noche. Pero el escritor, que no la
reconoce como esa niña fisgona que vivía en su edificio, lleva una vida viajera
y disoluta, y pronto la olvida, sin saber su nombre, ni que está embarazada.
Poco después de
leer Carta de una desconocida descubro
que hay una adaptación cinematográfica que realizó Max Ophüls en 1948. La veo esa misma noche. Es espléndida, con una
Joan Fontaine maravillosa. Está a la altura de la novela, cosa nada fácil. Hay
ciertas diferencias que creo que dan más verosimilitud a la historia. Es un acierto
que en el film, el protagonista (Stefan) no sea escritor, sino pianista, pues
la música que traspasa los muros del edificio se convierte en alimento del amor
de la adolescente (Lisa). También que el pianista sea un don Juan, un vividor
nocturno, cuyos excesos explicarían mejor que en la novela su escasa memoria.
Carta de una desconocida fue la primera novela que leí de Zweig y ya
entonces me pareció un escritor portentoso. Vuelvo a leerla y me vuelve a
sorprender el ritmo impresionante de la narración. No hay espacios en blanco en
los que descanse el lector. No hay relleno. En El mundo de ayer, el propio escritor austriaco nos explica su método:
«Si a veces
alaban el ritmo arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad
no nace de mi fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es
fruto de este método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento
pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber
renunciar, pues no lamento que, de mil páginas, ochocientas vayan a parar a la
papelera y solo doscientas conserven la quintaesencia» (p.351).
Por eso la
literatura de Stefan Zweig sigue gustando tanto hoy en día, porque va a lo esencial,
porque en ella no hay «descripciones superfluas, ni diálogos plagados de
cháchara, ni personajes secundarios innecesarios». En los años 20, algunos críticos lo tacharon de
antiguo por no seguir a las vanguardias que revolucionaron el mundo del arte. Zweig supo esperar. Era un adelantado a su
tiempo.
Traducción de Berta Conill