sábado, 26 de mayo de 2018

Carta de una desconocida, de Stefan Zweig




Llevo casi tres semanas con la lectura de El mundo de ayer de Stefan Zweig. Me gusta tanto que no quiero que termine. Por eso estiro el libro con escapadas a otras obras de Zweig que tengo en casa, como es el caso de Carta de una desconocida.

La historia es de sobra conocida. Viena, principios del siglo XX. Un famoso escritor recibe una carta de una mujer que le declara su amor secreto, escondido durante muchos años. Es una carta conmovedora que comienza anunciándole la muerte de su hijo y a continuación recuerda cómo se enamoró de él, con tan sólo trece años, cuando  éste se mudó al edificio donde ella  vivía con su madre. En ese primer amor adolescente, tan puro y duradero, los libros juegan un papel fundamental. Le cuenta en la carta que el día de la mudanza estuvo mirando los objetos que llegaban a su casa:
 «Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado […] En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones, y los quería más que a nada en el mundo, os leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un muy hombre rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros» (p.19)
Este amor platónico se convierte en una obsesión mantenida durante años en la distancia tras el traslado  junto a su madre a Innsbruck. Años después regresa a Viena para poder hacer realidad el sueño de estar con su amado. Y lo consigue. Pasa con él una noche. Pero el escritor, que no la reconoce como esa niña fisgona que vivía en su edificio, lleva una vida viajera y disoluta, y pronto la olvida, sin saber su nombre, ni que está embarazada.

Poco después de leer Carta de una desconocida descubro que hay una adaptación cinematográfica que realizó Max Ophüls en 1948. La veo esa misma noche. Es espléndida, con una Joan Fontaine maravillosa. Está a la altura de la novela, cosa nada fácil. Hay ciertas diferencias que creo que dan más verosimilitud a la historia. Es un acierto que en el film, el protagonista (Stefan) no sea escritor, sino pianista, pues la música que traspasa los muros del edificio se convierte en alimento del amor de la adolescente (Lisa). También que el pianista sea un don Juan, un vividor nocturno, cuyos excesos explicarían mejor que en la novela su escasa memoria.





Carta de una desconocida fue la primera novela que leí de Zweig y ya entonces me pareció un escritor portentoso. Vuelvo a leerla y me vuelve a sorprender el ritmo impresionante de la narración. No hay espacios en blanco en los que descanse el lector. No hay relleno. En El mundo de ayer, el propio escritor austriaco nos explica su método:
«Si a veces alaban el ritmo arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad no nace de mi fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es fruto de este método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas, ochocientas vayan a parar a la papelera y solo doscientas conserven la quintaesencia» (p.351).

Por eso la literatura de Stefan Zweig sigue gustando tanto hoy en día, porque va a lo esencial, porque en ella no hay «descripciones superfluas, ni diálogos plagados de cháchara, ni personajes secundarios innecesarios». En los años 20, algunos críticos lo tacharon de antiguo por no seguir a las vanguardias que revolucionaron el mundo del arte. Zweig supo esperar. Era un adelantado a su tiempo.



Traducción de Berta Conill




jueves, 24 de mayo de 2018

La voz oscura, de Rubén Castillo




Salgo del extraño y disparatado bucle Zweig-Piglia gracias a La voz oscura de Rubén Castillo
No puedo resistirme a comprar el libro cuando entro en la librería y me encuentro entre las novedades con una portada de película ochentera de serie B, con airgamboys de legionarios romanos descabezados sobre una mesa, al lado de una taza de café y de un paquete de galletas, observados por un difuso hombretón barbudo con chaqueta verde. Y me lo llevo sobre todo porque tengo ganas de leer a Rubén Castillo, autor del que disfruté con los relatos de Muro de las lamentaciones.

En cuanto comienzo a leer la novela me quedo pegado a sus páginas. Tensión narrativa, que le llaman. Y es que La voz oscura es una novela de intriga (con cierto tono humorístico que me ha recordado a Eduardo Mendoza) que mantiene esa tensión hasta el final, y lo hace sin utilizar uno de los principales ingredientes del género: el detective. No hay detective, pero hay género. Y también aviso para navegantes.

El protagonista de la novela es Jaime, un profesor universitario soberbio y algo despótico que comienza a ser víctima de una extorsión a través del teléfono móvil y del correo electrónico. Esa “voz oscura” que le habla como nadie lo ha hecho conseguirá atemorizarlo hasta convertirlo en un corderillo sin voluntad. Jaime Díez, donjuán soltero a sus casi cuarenta años, con un BMW y la Visa Oro en el bolsillo, cree tener el mundo a sus pies. Hasta que un día recibe un mensaje anónimo en el correo electrónico.

«Cuando Jaime Díez entró silbando en su despacho de la universidad y dejó las llaves del coche y su móvil encima de la mesa creyó que empezaba un día como otro, una jornada en la que solamente tendría que cumplir su horario de trabajo, en la que sus alumnos los escucharían con aburrimiento y en la que le pasarían, más o menos, las mismas cosas de siempre. O sea, pura rutina.
Pero se equivocaba.
Se equivocaba profundamente. Sin que él lo supiera, el simple gesto de apretar la tecla de encendido del ordenador —cosa que acababa de hacer sin darle la mayor importancia— le iba a provocar la experiencia más aterradora de toda su vida.
Pronto iba a comprobarlo».

En este íncipit aparece ya el tema de la novela, el miedo, que entra en la aburrida y rutinaria vida del profesor (de química) a través de dos de los aparatos más deificados por el mundo actual: el móvil y el ordenador. Sendos objetos personales, imprescindibles hoy en día como el aire que respiramos, se convierten también en protagonistas como elementos de desasosiego para su propietario.
La novela está construida con pocos personajes muy logrados, sobre todo el de Jaime (don Jaime, como lo llaman sus obedientes y explotadas becarias, María y Cristina), o el de Natalia, una alumna inteligente y guapa a la que quiere llevarse a la cama para que forme parte de su brillante palmarés de conquistas universitarias. O el de su compañero Patricio, a quien desprecia pero utiliza cuando le interesa. O el del personaje invisible de la voz oscura, que siembra la semilla de la inseguridad y el terror en la racional y ordenada vida del engreído profesor.




Rubén Castillo mueve la trama con fluidez a lo largo de trece capítulos y ciento ochenta páginas, con diálogos inteligentes y descripciones precisas. El autor logra, con un narrador omnisciente y una prosa impecable, que sintamos cierta simpatía lastimera (tarea nada fácil) por ese personaje que se cree el rey del mambo llamado Jaime Díez.
La música y el cine están presentes a lo largo de la novela. A los gustos de Jaime (los de un tipo culto, como no podía ser menos en profesor universitario que se precie) que pasan por Bizet, Mozart, Bach, Débussy o Lars Von Trier (aunque en el fondo le gustan las películas de Schwarzenegger) se contraponen los de la joven Natalia, rara avis que prefiere a Marlango o a Norah Jones. También aparecen mencionados míticos como Serrat, Barón Rojo o Michael Jackson.
Con el telón de fondo del mundillo universitario vamos conociendo las pruebas por las que tiene que pasar Jaime, que no para de preguntarse, al igual que el lector, quién es el loco que lo tiene atemorizado, y sobre todo, por qué a él. La respuesta, como debe ser, al final de la novela.

Me ha gustado La voz oscura de Rubén Castillo. Aire fresco fuera del bucle.





                                                       MarlangoEnjoy the ride




jueves, 10 de mayo de 2018

Los diarios de Emilio Renzi. Años de Formación, de Ricardo Piglia




De entre los motivos por los que uno escribe un diario, no suele estar el de verlo publicado algún día. En él se consignan hechos privados, pensamientos y sentimientos íntimos, opiniones y descripciones de lugares o de lecturas que probablemente a pocos interesen. Sin embargo, a mí me pasa que cada día dedico más tiempo a leer memorias y diarios de escritores que me han marcado con sus novelas. Me interesa saber el origen de esas obras de arte, cómo se gestaron, cuál fue el mágico proceso que las hizo realidad, esa realidad que llegaría a mis manos en forma de libro para tenerme pegado a sus páginas durante horas, esa realidad que fue capaz de enseñarme a mirar detrás de la realidad.
El último libro de este tipo que ha caído en mis manos es el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi (Años de formación), de Ricardo Piglia.

La mayoría de los diarios personales no están escritos con un sentido artístico, pero no es el caso de estos diarios del escritor argentino, quien desde que comenzó a escribirlos allá por el año 1957, cuando contaba tan sólo con quince años, intuía que antes o después serian objeto de una publicación. Y por eso se esforzó en escribirlos, para convertirlos en literatura. Y fueron precisamente esos diarios los que lo convirtieron en escritor. «Primero ser escritor y luego ponerme a escribir», pensaba. Esa era su máxima. Los diarios de Ricardo Piglia, publicados en 2015, dos años antes de su muerte, son una ventana abierta a su interior. En él aparecen los primeros amores,  lecturas, estudios, amistades, películas favoritas, música, familia, geografía vital, pero sobre todo son la muestra de su entusiasmo por la literatura (aunque su formación fuera la de historiador) y la determinación de ese joven que quiere convertirse en un gran escritor, y lo consigue.

Durante meses, este libro ha estado pululando por mi casa, sobre el mueble de la sala, en el armario, en el suelo, encima de la mesita de noche, en el sofá, en la cama, en la cocina, siempre a mi alcance para dedicarle unos minutos, a veces unas horas.
Renzi-Piglia leyó sobre todo a los clásicos porque sabía que ahí estaba la clave para ser un gran escritor. Y los leyó no como lector, sino como el escritor que ya era antes de serlo. Fueron estos libros los que le enseñaron los mecanismos de la ficción. La lista de autores que cita en estos diarios de adolescencia y juventud es enorme: Faulkner, Pavese, Borges, Rulfo, Cortázar, Dostoievsky, Stendhal, Baroja, Chesterton, Hammet, Hemingway, García Márquez, Tostoi, Kafka, Pound, Becket, Miller…, y muchísimos más autores cuyas obras disecciona para tratar de comprender el funcionamiento de esos geniales artefactos literarios.

De modo que este libro es una de declaración de amor por la literatura por encima de todas las cosas, y sobre todo es un compendio de los entresijos de la propia literatura. Para muestra, dejo algunos de los párrafos que he copiado (han sido muchos) durante los meses que me ha acompañado el libro de Ricardo Piglia.

« ¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)» (p.16)





«Leo lo que escribí en estos cuadernos, desorden de los sentimientos. Busco una poética personal que aquí no se ve (todavía). Un diario registra los hechos mientras suceden. No los recuerda, sólo los registra en presente. Cuando leo lo que escribí en el pasado encuentro bloques de experiencia y sólo la lectura permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo. Lo que sucede se entiende después. No se debe narrar el presente como si ya hubiera pasado» (p.95)

«Lo mejor que he escrito hasta ahora surge de una mínima situación autobiográfica transformada luego en una historia distinta, donde lo vivido sólo persiste bajo las formas de los sentimientos y las emociones que se expresan en el relato» (p.136)

«La frase debe ser capaz de crear situaciones. Una frase condensa un acto. La imagen debe ser narrativa. La imagen narrativa. El ejemplo de Wittgenstein, al reparo en un cuarto, vemos por la ventana al hombre que camina con dificultad, moviendo o brazos como si remara. La imagen cambia si sabemos que afuera hay una tormenta y un viento que viene del mar» (p.148)

«Narrar quiere decir centralmente cuidar la distancia entre el narrador y la historia que cuenta. Esa distancia define el tono de la prosa y también su punto de vista. Un ejemplo simple es el paso brusco al presente (de la narración), que deja los acontecimientos transcurriendo en el pasado» (p.149)

«En la literatura, creo, lo fundamental es tener un mundo propio. En mi caso, este material es secretamente autobiográfico y depende de la multitud de historias familiares que he ido escuchando a lo largo de mi vida. De modo que la novela trabaja a partir de una. Realidad ya narrada y el narrador trata de recordar y de reconstruir las vidas, las catástrofes, las experiencias que ha vivido y le han contado (vivido y contado para mí es lo mismo)» (p.154)

«La sensación de plenitud al comenzar un ensayo, cuando uno enumera lo que va a escribir. El plan tiene el encanto que surge del descubrimiento del núcleo anecdótico de un cuento que parece ya escrito. Ésa es la única alegría plena de la literatura» (p.156)

«Juan Goytisolo, como Pío Baroja, cree que en la novela «la psiquis más compleja cabe un un papel de fumar». Estamos cerca de Hemingway y de una narración que construye los sentimientos a partir de las acciones» (P.158)

«He pensado mucho en mis fantasías sobre el pasado de Inés, tiene que ver con el hecho de que es uruguaya. No tiene sentido pensar así, pero no es un pensamiento, sino un modo personal de sentir lo que ella es para mí. Al fin, sólo llegué a la conclusión de que la sensación de pérdida está ligada a que la vivo como una extraña de la que sólo conozco el presente. Sin embargo la «solución» (si hay una solución) es una sola, tengo que comprender que sólo mi literatura interesa y aquello que se le opone (en mi cabeza o en mi imaginación) debe ser dejado de lado y abandonado, como he hecho siempre desde el principio. Ésa es mi única lección moral. Lo demás pertenece a un mundo que no es el mío. Soy alguien que se ha jugado la vida a una sola baraja» (p.170)

«Con respecto a la relación entre vida y literatura, hay que ver de qué lado pone uno el signo positivo: ver la literatura desde la vida es considerarla un mundo cerrado y sin aire; en cambio ver la vida desde la literatura permite percibir el caos de la experiencia y la carencia de una forma y de un sentido que permita soportar la vida» (p. 309)

«He abandonado tantas cosas por la literatura que seguir en ese plan es ya una especie de destino. La elección inicial definió a todas las demás y, como sucede siempre, esa elección fue impensada y sorpresiva. “¿Y entonces, qué pensás estudiar?” me preguntó la hermana de E., con la que en ese tiempo estudiaba francés. “Bueno, voy a ser escritor, le dije, tenía dieciséis años y tantas posibilidades de ser escritor como de ser aviador o mercenario […]
Jamás sabré por qué elegí dedicar mi vida a la literatura y tampoco sé qué fuerzas o qué aires hacen posible que cada tanto pueda producir algunas páginas válidas. Me dejo llevar por el instinto bien siglo XIX —he elegido a algunas mujeres o las he dejado, me he visto en la facultad estudiando otra cosa (Historia) para que nada perturbara mis lecturas espontáneas—, por eso, cuando llegan las decisiones que exigen lucidez, no me conmuevo y decido de una manera espontánea e instintiva, sin ninguna vacilación» (p.323).

Termino el primer tomo de los diarios de Ricardo Emilio Piglia Renzi después de ocho meses y me da pena colocarlo en la estantería. Ya nos hemos hecho inseparables. Aunque la pena está mitigada porque Renzi seguirá acompañándome otros tantos con su segundo tomo: Los años felices.

Imprescindible.






                                                     Astor Piazzolla. «Libertango»