La caverna fue la primera novela que leí de José Saramago. Todavía me recuerdo toda
la tarde sumergido entre sus páginas,
disfrutando como si de una maravillosa melodía se tratara. Pocas novelas que he
leído después me han marcado tanto como La
caverna.
El pasado cinco de marzo escribía Javier Marías en su columna de El
País Semanal un artículo con motivo de la edición conmemorativa de su novela Corazón tan blanco que ha publicado Alfaguara.
Señalaba Marías que nunca relee sus
libros, es más, alerta de los peligros de la relectura, sobre libros que uno
leyó con entusiasmo en una época de la vida y pasado el tiempo le defraudan. “Y lo cierto es que no hay manera de saber
de quién es la culpa: si del lector antiguo e ingenuo, si del lector actual y
resabiado, si del libro mismo que era excelente cuando apareció y una birria
cuando mal ha envejecido. Uno se encuentra, así, con que la realidad ignora no
ya el valor intrínseco de una obra, sino su propia opinión al respecto. Por eso
tiendo a huir las relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen
recuerdo difuso, y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de
unos ojos más experimentados, impacientes y cansados.
La más famosa novela
en español de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, no me he
atrevido a echármela a la vista desde que la leí muy joven: temo que ahora me
decepcione, temo encontrarla increíble, pinturera, exagerada; o irritarme
cuando me cuente que no sé qué personaje levita, algo que ya no le perdonaba en
vida Cabrera Infante. Es un ejemplo.
Sé que puedo volver a Conrad, Flauvert, Melville y Dickens sin miedo, porque he corrido el
riesgo con ellos y he salido reafirmado. Ya no estoy tan seguro con Faulkner, que leí con devoción, no
digamos con Joyce y Virginia Woolf, que nunca me sedujeron
mucho (con salvedades). No sé si aguantan todo Valle-Inclán ni todo Beckett,
ni las novelas largas de Henry James (sí
los cuentos), ni todos los puntillosos arabescos de Borges. No desconfío de los relatos de Horacio Quiroga. Si Rayuela me pareció una tontada en su día, no
quiero imaginarme ahora. No regresaría a las novelas de Fitzgerald ni Hemingway
(sí a algunos cuentos de éste). Pos
supuesto pueden revisitarse sin fin Shakespeare,
Cervantes, Proust y Lampedusa…”
Leí La caverna en
el año 2001, año de su publicación en España. Compré la novela del Círculo de Lectores con esa inquietante
portada, ocupada totalmente por el muro de un edificio iluminado por la luz de una farola que no vemos, con cuatro pares de ventanas en pequeños
arcos de medio punto, dos en cada planta, todas ellas cerradas excepto una que está abierta.
Quince años después decidí releer, en la misma edición, este
libro que tan grato recuerdo me había dejado. Y ahí me atacaron los temores
que menciona Javier Marías en su artículo. Me arriesgaba a la decepción, a que
desdibujara ese recuerdo de Cipriano Algor y su hija Marta luchando contra los
elementos. Temía que, en esos quince años transcurridos, fuese yo el que me
había dejado llevar por la corriente y que la novela me pusiera enfrente de un viejo
autorretrato borroso e irreconocible. Sabía a lo que me enfrentaba, así que la
leí con más calma. Y me pareció que seguía siendo una obra magnífica. Corrí el riesgo y salí
reafirmado, con la novela, y también con el autor, aunque del autor nunca había dudado.
Era una relectura que me volvía a llevar a esa forma de
escribir tan peculiar, sin apenas puntos aparte, sin signos de interrogación, y
en lugar de rayas, mayúsculas después de las comas para distinguir cuando habla
uno u otro en los diálogos. Me reencontré con esos personajes tan enormes, con tanta
dignidad, ternura y sabiduría, de los que tanto había aprendido quince años
atrás. Me volví a sumergir en aquella
música maravillosa. Y en esa música me reconocí perfectamente.
“Miren en qué
situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la tierra,
la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían
encargado, la coció en el horno y ahora le dicen que sólo se quedan con la
mitad de lo que ha hecho y le van a devolver lo que tienen en el almacén,
quiero saber si hay justicia en este procedimiento”.
Quien así habla es Cipriano Algor, alfarero viudo, que vive
en un pequeño pueblo junto a su hija Marta y su yerno Marcial Gacho, vigilante
de un enorme centro comercial, el Centro. Viven de vender la cerámica al Centro,
pero nuevos materiales como el plástico se imponen y comienzan a provocar que
la pequeña alfarería se quede sin pedidos. El Centro es el que decide sobre la
vida y la muerte de los que se acercan a él, el Centro es un imán que todo lo
engulle. El Centro impone su forma de
vida, una vida deshumanizada, una caverna. Todos dan por sentado que lo mejor que le puede pasar a uno
es irse a vivir allí. Todos excepto Cipriano Algor, que se resiste a que
una actividad tan antigua como la cerámica desaparezca.
Ante la angustia provocada por el anuncio del Centro de
dejar de comprar la cerámica, una serie de pequeños pero importantes
acontecimientos van teniendo lugar en torno a Cipriano Algor. El encuentro casual con una vecina, Isaura, también viuda, a las puertas del cementerio, o
la llegada a la casa de Encontrado, un
perro perdido y muy listo. Estos dos pequeños hechos van a marcar la vida de los
Algor. Por otro lado está la determinación de Marta, que decide innovar en la
alfarería para tratar de que no se hunda, y convence a su padre para embarcarse
en el proyecto de modelar figuras humanas para intentar venderlas al Centro. Sabe
que será en vano, pero también sabe que está en juego no sólo el negocio, sino
también la vida de su familia.
El narrador omnisciente suele aparecer por encima del relato,
cual si fuera, que lo es, el propio Saramago, para dirigirse al lector con
reflexiones como la que sigue: “Las
enciclopedias son como cicloramas inmutables, máquinas de proyectar prodigiosas
cuyos carretes se quedaron bloqueados y exhiben con una especie de maníaca fijeza un paisaje que, condenado de
esta forma a ser, para siempre jamás, aquella que fue, se irá volviendo al
mismo tiempo más viejo, más caduco, más innecesario. La enciclopedia comprada
por el padre de Cipriano Algor es tan magnífica e inútil como un verso que no
conseguimos recordar.
No seamos, sin embargo
soberbios y desagradecidos, traigamos a la memoria la sensata recomendación de
nuestros mayores cuando nos aconsejaban guardar lo que no era necesario porque,
más pronto o más tarde, encontraríamos ahí, lo que sin saberlo entonces, nos
acabaría haciendo falta”.
Eso es la alfarería, una palabra de la enciclopedia que
envejece. Eso es la enciclopedia, una palabra que envejece. Envejecen juntas.
Rodeados de vasijas y con las manos llenas de barro, las conversaciones entre padre e hija no
tienen desperdicio. Pura filosofía.
“Viví, miré, leí, sentí,
Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por
tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de
otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la
suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir
nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden
que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río,
si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo
que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan
dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla,
y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar, Bien
observado, dijo Cipriano Algor, una vez más queda demostrado que no les
conviene a los viejos discutir con las generaciones nuevas, siempre acaban
perdiendo…” .
El alfarero es un hombre sabio, pero conforme avanza la novela,
su hija demuestra estar a la altura, incluso superarle. Marta, casada con el
vigilante Marcial, sin duda, es uno de los grandes personajes creados por José Saramago.
Es ahí, en el aprendizaje y en la crítica, donde cobra sentido el título de
la novela. Saramago no duda en tomar la famosa Alegoría de la caverna de Platón
para darle sentido a esta obra. El epígrafe que abre la novela, extraído del
libro VII de la República de Platón dice así: “Qué extraña escena describes y qué extraños prisioneros, Son iguales a
nosotros”.
Saramago afirmó: “La
caverna ha sido escrita para que la gente salga de la caverna”.
Traducción del portugués: Pilar del Río
Por esa misma época leí yo también a Saramago (para la ministra de cultura de entonces "Sara Mago", jaja. Aunque al parecer es una leyenda urbana), pero no llegué a "La Caverna". Creo que fue "Ensayo sobre la ceguera" el que más me gustó, luego lo adaptaron al cine, con poco tino. Recuerdo, eso sí, o me ha venido a la mente al leerte, el argumento de la novela. Creo que por una entrevista de Saramago, donde decía que era una crítica a la sociedad de consumo. Estaría bien reengancharme a este gran autor quince años después con "La caverna", ya que parece que seguimos inmersos en ella.
ResponderEliminarSaludos.
Pues yo recuerdo a la señora ministra de cultura diciéndo lo de Sara Mago, aunque seguramente esto sea un recuerdo inventado y todo sea una leyenda urbana como dices. Lo cierto es que le dio bastante publicidad a José Saramago . Claro, que para eso está el ministerio de cultura ¿verdad?
EliminarYo leí esa especie de trilogía (todavía no sé por qué se las englobó de este modo) formada por "la Caverna", "Todos los nombres", y "Ensayo sobre la ceguera". La que más me gustó fue "La caverna", aunque las otras dos me parecieron espléndidas. Años después publicó "Ensayo sobre la lucidez" y recuperó a los personajes del "Ensayo sobre la ceguera". El argumento es muy interesante. El día de las elecciones todo el mundo decide votar en blanco y el gobierno no sabe cómo actuar ante semejante resultado. Si "La caverna" lleva implícita la crítica al sistema económico, "Ensayo sobre la lucidez" ponen en cuestión el sistema político. Muy grande Sara Mago.
Un saludo