martes, 26 de mayo de 2020

"El peso del hielo", de Basilio Pujante


Descubrí a Basilio Pujante gracias a mi amigo S.K., quien además de hablarme bien de él, me regaló su ópera prima: Recetas para astronautas. El libro, un in crescendo de microrrelatos que poco a poco van perdiendo el prefijo, me dejó clarísimo que Basilio Pujante era un gran escritor. Ya el microrrelato que abre el libro, me demostró que estaba ante un autor ingenioso de mucho talento. Historia Universal en un Telegrama tiene este sonido: «Big Bang. Stop. Big Boom. Stop». ¡Fabuloso!

Hace unos días, en mi desescaladada literaria, tropecé, literalmente, con el nuevo libro de Basilio Pujante titulado El peso del hielo, publicado por la editorial Boria. Ya está bien de desempolvar tanto clásico, por fin aire fresco, me dije, contentísimo. No tardé en beberme con avidez los once relatos que componen el libro, como unos días más tarde haría con la primera caña que me tomaba en una terraza, al sol, sesenta y cinco días después de tanto encierro y tanta lluvia.  

Los protagonistas de El peso del hielo nos ofrecen un rico mosaico de historias: un niño que participa en un concurso de reciclaje para ganar una bicicleta verde; un escritor que descubre durante su luna de miel en Japón que su matrimonio tiene los días contados, al tiempo que investiga el motivo de que su libro se venda en una librería del Jimbocho tokiota; un niño que sufre acoso en el colegio hasta que descubre que hay vida más allá de los matones; un aprendiz de escritor que encuentra a un viejo escritor olvidado que le pasa el testigo de su genio; un partido de fútbol del equipo del colegio en el que un niño sudamericano se convierte en el ídolo de sus compañeros; un profesor que sufre acoso en las redes sociales tras suspender a un famoso youtuber; unos personajes que están a punto de embarcar en un avión con destino a Madrid; una historia de amor imposible que traspasa las fronteras del tiempo; un padre que duda de lo que ha visto bajo el agua de una piscina; un grupo de publicitarios que se ven atraídos por el aura de su jefe.. Hay una excepción: el relato número once abandona el realismo (¿lo abandona?) para mostrarnos una historia ¿futurista y distópica? en la que los libros han desaparecido, hasta que llega al pueblo un hombre que lee en la calle, ante la curiosidad y el estupor de sus habitantes.

Conforme voy leyendo, cada relato me entusiasma más que el anterior. En ellos hay ternura, nostalgia, rabia, poesía, denuncia, intriga, amor, desamor, dolor, alegría, y literatura. Todos son buenísimos, pero me quedo con dos que me han parecido extraordinarios. El primero se titula Historia meridional y es una verdadera clase magistral de la Historia de España del siglo veinte narrada a través de dos personajes, Luis y Luisa, cuyo destino amoroso se ve truncado por el inicio de la guerra civil. El segundo, es El hombre que lee, una defensa de los libros y de la literatura en un mundo que cada vez se parece más al que describe, y un guiño a uno de los grandes libros del siglo veintiuno: 2666 del genial Roberto Bolaño.

Basilio Pujante, como todo gran cuentista, basa sus relatos en la singularidad de sus historias. Son relatos peinados y repeinados, cuidados hasta el detalle. Es evidente que sabe lo que hace, y lo hace con la maestría de quien lleva toda la vida escudriñando palabras. Sabe que tan importante es la forma como el contenido, acierta con el tono que el narrador utiliza en cada uno de los relatos, y logra que no levantemos la mirada de las páginas hasta la última palabra.

La literatura está en manos de autores como Basilio Pujante. Bolaño dixit.



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     
                                            Alezanderplatz. la verdad está sobrevalorada


jueves, 14 de mayo de 2020

"El invierno en Lisboa", de Antonio Muñoz Molina



Antonio Muñoz Molina es uno de los imprescindibles. Lo sé desde hace muchísimo tiempo. Compañeros y amigos con criterio lector me hablan de lo que disfrutan leyéndolo. «En estos momentos no hay nadie que escriba como él. Se llevará el Nobel», dicen. Puede que tengan razón. Ojalá. La mayoría de críticas que he leído van por ahí. Lo sé desde hace muchísimo tiempo. Muñoz Molina es un grande que hay que leer. Y por eso llevo muchos años comprando sus libros. Pero hay una pega. Todavía no los he leído. Con una excepción: Sefarad. Lo leí hace años. No es una novela. Es más bien un libro que en el que se mezcla historia y memoria. Me encantó. Seguía comprando libros de Muñoz Molina y los colocaba en su lugar correspondiente de mi libroteca. Ahí se quedaban. Trato de entender por qué no leía a Muñoz Molina a pesar de comprar sus libros. Lo pienso y creo que lo que me frenaba era ese tono nostálgico de su escritura. La nostalgia es un sentimiento que me molesta como un resfriado, que trato de quitarme de encima en cuanto lo intuyo cerca. Tal vez sea eso. Tal vez sea la excusa para no leer a un genio. Me suele pasar.
Pero son tiempos para la nostalgia, me digo, encerrado en casa, viendo llover un día sí y otro también. Ya no tengo excusa. De modo que comienzo a leer a Antonio Muñoz Molina. Elijo su segunda novela: El invierno en Lisboa, publicada en 1987. En las primeras líneas ya aparece ese tono, pero trato de centrarme en lo bien que escribe, en sus continuas comparaciones, en la música de la novela. Y lo logro. Leo del tirón más de 50 páginas. Ya no hay marcha atrás. Atrapado.

Muñoz Molina crea un personaje innominado que nos va narrando la historia de su amigo Santiago Biralbo, un pianista de jazz con el que se reencuentra en Madrid después de tres años. Este narrador es testigo de algunos hechos, pero no de todos.  El resto se lo cuenta el propio Santiago Biralbo, reconvertido en Giacommo Dolphin, en ese reencuentro en Madrid.
A pesar del título, la mayor parte de la novela se desarrolla en San Sebastián, sobre todo en el Lady Bird, un pub en el que el protagonista toca el piano por las noches junto al gran trompetista Billy Swann. El Lady Bird pertenece a un personaje llamado Floro Bloom, que hace las veces de padre protector del grupo, al que también pertenece por derecho propio el asiduo narrador, que cada noche se tomas las copas escuchando a la banda de jazz. En este ambiente neoyorkino tiene lugar la historia. Como tantas veces, el amor va a provocar el conflicto. Cual Helena de Troya, aparece en escena la bella Lucrecia. Desde la primera mirada en el Lady Bird, ella y Biralbo se enamoran. Él toca el piano para ella, que cada noche acude a escucharlo junto a Malcom, su marido. La primera parte de la novela, el narrador nos va mostrando esta historia de amor, que es también su historia, de una manera muy lírica y nostálgica.
«En mi memoria aquel verano se resume en unos pocos atardeceres de indolencia, de cielos púrpura y rosa sobre la lejanía del mar, de prolongadas noches en las que el alcohol tenía la misma a tibieza que la llovizna del amanecer» (p.54).


En la segunda parte comienza el conflicto, con Lisboa como tierra prometida, como en Casablanca. Ahora aparecen los turbios negocios de Malcom con su socio, el malvado Toussaints Morton y su inseparable secretaria de hielo. La huida y la persecución de Lucrecia. Y por fin Lisboa como realidad, como lugar en el que desarrolla la trama negra de la novela, en cuyo centro está una de las muchas versiones que hizo Paul Cezanne de La montaña de Sainte Victoire. Lisboa como ciudad en la que el amor tiene su principio y su fin.
«Tal vez fue en Lisboa donde conoció esa temeraria y hermética felicidad que yo descubrí en él la primera noche que lo vi tocar en el Metropolitano. Recuerdo algo que me dijo una vez: que Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros» (p. 123).

Antonio Muñoz Molina escribe una novela íntima y lírica protagonizada por una serie de personajes solitarios que se refugian en la amistad, el amor, la música y el whisky. 
Está narrada con un tono de nostalgia acentuado por el jazz que está presente en cada una de sus páginas.
«Pero era mentira esa afirmación suya de que la música está limpia de pasado, porque su canción, Lisboa, no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal» (p. 40).

Seguiré leyendo a Muñoz Molina, no hay duda.  


                                         
                                                     Chet Baker. My Funny Valentine