Una palabra tan horrorosa y malsonante como confinamiento se está haciendo habitual. Al principio me costaba pronunciarla puesto que apenas la había utilizado antes. Puede que nunca. Y ahora no hay frase o párrafo en la que no aparezca el dichoso palabro. Consulto el María Moliner y todavía me gusta menos. La segunda acepción de “confinar” dice así: «Desterrar a alguien en un sitio determinado, no permitiéndole salir de ciertos límites. Aprisionar a alguien en un campo de concentración. Prohibir a alguien salir de cierto sitio. Arrestar». Lo peor es que no hay sinónimos mucho mejores: aislar, encerrar, recluir, arrinconar…
En fin, a lo que vamos. Acabo de terminar la primera lectura del confinamiento. Se trata de Yo, Claudio de Robert Graves. He tardado 32 días. Es evidente que no tenía prisa por terminarlo porque es un libro en el que no necesitaba, o no quería, llegar al final. De hecho, cuando lo he terminado no he sentido alivio sino pesar por tener que bajarme de esta maravillosa máquina del tiempo que me ha llevado a disfrutar de una de las épocas que más me atraen últimamente: la antigua Roma. Ya sé que todo lo que nos cuenta Robert Graves, aunque esté basado en hechos y personajes históricos, es pura ficción. Augusto no era tan inocente ni Livia tan malvada, Tiberio no era tan mal gobernante, ni Calígula estaba tan loco, ni Claudio era tan bonachón. La literatura exagera los caracteres de los personajes para darle emoción al asunto, y Robert Graves lo hace de una manera magistral.
La novela está narrada por Claudio (nuestro héroe) en primera persona, y lo hace con rigor, como lo haría un historiador, pues ese es su oficio antes de ser coronado emperador. Adora a Polibio, a Tito Livio, a Herodoto. De hecho una de las mayores alegrías que le dará el título es la de «poder consultar los archivos secretos y descubrir qué había sucedido en tal ocasión y en tal otra. ¡Qué milagroso destino para un historiador!» (p.364). Además menciona a los destinatarios de estas memorias, que son los «eventuales lectores de la centésima generación futura» (p.12), es decir, los lectores del siglo veinte (la novela se publicó en 1934). Con este juego, Robert Graves impregna la novela de verosimilitud y nos hace partícipes del relato, pues el mismísimo Claudio se dirige a nosotros en primera persona desde dos mil años atrás.
Los límites cronológicos de su relato van del 41 a de C. al 41, desde la época de su padre antes de que él naciera, hasta el año en que la guardia pretoriana que asesina a Calígula (“zapatitos”) lo proclama emperador. El narrador (Claudio) nos va mostrando acontecimientos de manera lineal, y para que el lector no se pierda los va fechando al margen. No sabemos cómo llegaron estas memorias a la casa de Robert Graves en Deià, pero sí que vemos su mano (lo avisa al inicio) a la hora de hacer más fácil el cómputo cronológico para el lector contemporáneo al utilizar la era cristiana, pues en tiempos de Claudio la cronología era la romana (aunque él utilizó la griega) que comenzaba a contar a partir de la fundación de Roma (el año 1 era el 753 a de C.). No sería hasta el año 525 cuando se empezó a computar la era cristiana, es decir que al año 1277 siguió ¡el 525!.
Livia (tercera esposa de Augusto, madre de Tiberio, abuela de Claudio y bisabuela de Calígula y de Nerón) es la que se encarga de organizar que tras Augusto se corone su hijo Tiberio. Para eso tiene que quitar de en medio a los que iban delante en la línea sucesoria, es decir a los nietos de Augusto, y lo hace sin levantar las sospechas del inocente emperador. El veneno juega un papel fundamental en la novela. Livia es la que hace y deshace, la que mueve los hilos del poder, tanto con su marido como con su hijo. A la muerte de su madre, Tiberio no se queda corto eliminando a todo sospechoso de conspiración. La delación es suficiente para que uno acabe volando desde la Roca Tarpeya. Por su parte, Calígula representa en su corto mandato el máximo apogeo del terror tiránico y del desprecio por la vida. Entre tanta sangre sólo uno de los familiares sobrevive: Claudio. Su discapacidad física e intelectual lo salva de una muerte segura. Es cojo y tartamudea y toda la familia, excepto su hermano Germánico, lo desprecia y se burla continuamente de él. Sin embargo, Claudio es un tonto tan inteligente que se hace pasar por tonto para salvar la vida. Sabe que no lo consideran un peligro, aunque en más de una ocasión está a punto de perderla. Esa impostura le llevará a coronarse emperador. El personaje de Tyrion Lannister, sin duda está basado en Claudio. George R.R. Martin le debe mucho a Robert Graves.
En una de las conversaciones con su gran amiga Calpurnia, le dice:
«—Claudio tienes más suerte de lo que crees. Cuida tu puesto celosamente. No dejes que nadie lo usurpe.
—¿Qué quieres decir, muchacha?
—Quiero decir que la gente no mata a sus bufones. Son crueles con ellos, los asustan, les roban, pero no los matan.» (p.316).
Por la novela van desfilado multitud de personajes de la familia Julio-Claudia a los que situado en un árbol genealógico para facilitar la lectura.
De todos ellos me quedo con tres.
El primero es el personaje de Livia, maravillosamente cruel y manipuladora, quien pide a Claudio que a su muerte haga todo lo posible para que la divinicen como a Augusto para evitar el infierno. Chapeau Livia.
El segundo es Calígula cuya genial locura lo lleva a situarse por encima de Júpiter y a enfrentarse a Neptuno con las armas en una batalla memorable entre las legiones y el mar. ¿Alguien da más?
El tercero es el propio Claudio, cuya sabiduría, inteligencia e integridad (se declara republicano cuando lo van a proclamar emperador) lo convierte en contrapunto a la maldad de los personajes que desfilan por la novela.
Robert Graves escribió una obra literaria que es todo un homenaje a la historia y al oficio de historiador. Seguramente es la novela que más daño ha hecho a la historia. O no. Quién sabe. Lo único seguro es que es una obra maestra.
Traducción. Floreal Mazia
Joaquín Sabina. Una de romanos