La única responsable de que tuviera que acudir en busca de Homero es Irene Vallejo. Suya es la culpa, y a ella agradezco semejante atrevimiento. En El infinito en un junco dedica muchas páginas a Homero, pero son las palabras que escribe sobre Ulises y La Odisea en el capítulo 30 de la primera parte las me hicieron rendirme a la evidencia de que no podía postergar más al padre (¿ciego?) de la literatura.
El argumento es de sobra conocido, a saber, el regreso de Ulises a Ítaca después de la guerra de Troya y de otras muchas aventuras a las que sobrevive gracias al favor de Atenea, la Diosa de los ojos claros. Allí se encuentra con cincuenta tipos que dan la tabarra, día y noche, a su esposa Penélope, presionándola para que se decida de una vez por uno de ellos; y con su hijo, el joven Telémaco, ya harto de que coman y beban de gorra y sin mesura, un día sí y otro también.
Tengo la sensación de que el divino Ulises no tenía prisa por regresar a casa (como escribiría muchísimos años después el poeta Cavafis: «mas no apresures mucho el viaje, mejor que dure muchos años, y atracar, viejo ya, en la isla»). Después de diez años de guerra tardó otros diez en volver, cuando Ítaca no quedaba tan lejos de Troya (a dos o tres semanas de viaje, no más). Es verdad que muchas veces las pasa canutas. Casi termina en el fondo del mar en varias ocasiones (Poseidón le tiene ojeriza por lo de Polifemo); tiene que poner pies en polvorosa de la isla de los los gigantes lestrigones; utilizar su audacia para no convertirse en la merienda del cíclope; o atarse a un mástil para no escuchar el peligroso canto de las sirenas. Pero la mayoría del tiempo vive como un Dios, literalmente. Primero con Circe (a pesar de que casi lo convierte en un cerdo como a sus compañeros, y de que lo envía al inframundo en busca del adivino Tiresias). Y más tarde, con la bella ninfa Calipso, la de las trenzas de oro, con quien pasa siete años en el paraíso, aunque a veces llore de nostalgia. Hasta que interfiere la metomentodo Atenea, quien, rendida a sus pies, cansada y celosa de una Calipso que lo acapara por completo, logra, jerarquía mediante, que le deje marchar, a sabiendas de que la prudente Penélope, mortal ella, ya no es rival para la hija de Zeus.
Escribe Irene Vallejo que «Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial […] La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría que nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies». De todo se cansa uno, hasta del paraíso. Pero si Atenea no llega a meterse donde no la llaman, allí que se habría quedado tan ricamente nuestro héroe, por los siglos de los siglos.
Es evidente que Penélope no espera el regreso de su marido después de tanto tiempo. Cree firmemente que ha fallecido y no alberga esperanza alguna de su vuelta. Penélope no elige a ninguno de los insaciables pretendientes porque está mejor así como está, libre, sin marido que la mande callar, como en ocasiones hace su impertinente hijo, que ya apunta maneras. Y la famosa mortaja que teje y desteje para su suegro Laertes durante tres años (también estará deseando perderlo de vista), no es para esperar a Ulises, sino para que la dejen en paz los que han ocupado su casa. No le hará mucha ilusión reencontrarse con su viejo esposo, a quien ni reconoce cuando se le pone delante; tampoco es que se alegre demasiado cuando le quiten de en medio, literalmente, a sus acosadores. Tal vez le duela la terrible e injusta ejecución de sus criadas "desleales", pero tampoco Homero nos dice mucho al respecto. Vamos, que Penélope ya se había acostumbrado a la libertad de la viudez, y ahora resulta que regresa el marido perdido, disfrazado de viejo achacoso y harapiento, dispuesto a darse un baño de sangre. ¡Qué fatalidad!
El único que espera pacientemente a Ulises, ya muy viejo, es su fiel perro Argos. La escena es conmovedora. El perro, ya viejo, abandonado y maltrecho, sin poder ladrar ni moverse, reconoce a su dueño, tras veinte años de ausencia, alzando las orejas y moviendo el rabo. Ulises, transformado en mendigo, se emociona del gesto de su fiel amigo y una lágrima se desliza por su mejilla, sin poder acercarse a él para que no lo descubran. «Y entonces la Ker de la negra muerte se apoderó de Argos, cuando acababa de ver a Ulises después de veinte años». Penélope y Telémaco merecerían un buen tirón de orejas por descuidar de esa manera al pobre Argos.
Termino de leer La Odisea y todavía tengo rondando a Eos, la hija de la mañana, la de los dedos rosados, y a Poseidón, de los cabellos azules, y al ilustre Hades y a la implacable Perséfone (Edes y Persifonia en mi edición), y al ingenioso Ulises, y a Atenea, la de los ojos claros, y a la discreta Penélope, y al prudente Telémaco, y hasta la negra Ker. No hay nombre de mortal o inmortal que no vaya acompañado de un epíteto que se repite continuamente a los largo del relato. Imagino que eran las fórmulas que utilizaban los aedas (o bardos) para memorizar las historias que cantaban, en una época en que todavía no estaban escritas.
La magia de La Odisea es que reconocemos perfectamente su sonido, pese a que nos llega de una época tan remota como la Edad del Bronce. El genio de Homero, si es que lo hizo él, fue el de inmortalizar estas historias dejándolas por escrito.
La Odisea, definitivamente, me deja varado en la antigüedad, aunque no tanto como a ese rico alemán de mediados del siglo diecinueve llamado Heinrich Schliemann, tan loco por las obras homéricas, que dejó su vida para embarcarse en la quijotesca empresa de encontrar los lugares que allí se mencionaban. Lo más increíble de todo es que los encontró. Pero esa ya es otra historia.
¡Feliz Día del Libro!
L.F. Schutzanberger. Regreso de Ulises.