viernes, 23 de abril de 2021

"La Odisea", de Homero



Termino de leer La Odisea, un libro que no estaba para nada en mi lista de próximas lecturas. La edición que he leído pertenece a una vieja colección titulada Biblioteca de Obras Famosas que publicó Ediciones Alonso en el año 1966. No aparece el nombre del traductor o de la edición que se utilizó para la colección, tan solo hay un breve e interesante prólogo firmado con las iniciales L.H.A. El papel se conserva bien después de más de cincuenta años, y la edición es manejable, encuadernada en tapa dura entelada en rojo. El libro lo compré en 2012 en el mítico Bazar del TBO para acompañar a La Iliada de Gredos, de mayor linaje, que llevaba mucho tiempo desparejada en la estantería. 

La única responsable de que tuviera que acudir en busca de Homero es Irene Vallejo. Suya es la culpa, y a ella agradezco semejante atrevimiento. En El infinito en un junco dedica muchas páginas a Homero, pero son las palabras que escribe sobre Ulises y La Odisea en el capítulo 30 de la primera parte las me hicieron rendirme a la evidencia de que no podía postergar más al padre (¿ciego?) de la literatura. 

El argumento es de sobra conocido, a saber, el regreso de Ulises a Ítaca después de la guerra de Troya y de otras muchas aventuras a las que sobrevive gracias al favor de Atenea, la Diosa de los ojos claros. Allí se encuentra con cincuenta tipos que dan la tabarra, día y noche, a su esposa Penélope, presionándola para que se decida de una vez por uno de ellos; y con su hijo, el joven Telémaco, ya harto de que coman y beban de gorra y sin mesura, un día sí y otro también. 

Tengo la sensación de que el divino Ulises no tenía prisa por regresar a casa (como escribiría muchísimos años después el poeta Cavafis: «mas no apresures mucho el viaje, mejor que dure muchos años, y atracar, viejo ya, en la isla»). Después de diez años de guerra tardó otros diez en volver, cuando Ítaca no quedaba tan lejos de Troya (a dos o tres semanas de viaje, no más). Es verdad que muchas veces las pasa canutas. Casi termina en el fondo del mar en varias ocasiones (Poseidón le tiene ojeriza por lo de Polifemo); tiene que poner pies en polvorosa de la isla de los los gigantes lestrigones; utilizar su audacia para no convertirse en la merienda del cíclope; o atarse a un mástil para no escuchar el peligroso canto de las sirenas. Pero la mayoría del tiempo vive como un Dios, literalmente. Primero con Circe (a pesar de que casi lo convierte en un cerdo como a sus compañeros, y de que lo envía al inframundo en busca del adivino Tiresias). Y más tarde, con la bella ninfa Calipso, la de las trenzas de oro, con quien pasa siete años en el paraíso, aunque a veces llore de nostalgia. Hasta que interfiere la metomentodo Atenea, quien, rendida a sus pies, cansada y celosa de una Calipso que lo acapara por completo, logra, jerarquía mediante, que le deje marchar, a sabiendas de que la prudente Penélope, mortal ella, ya no es rival para la hija de Zeus. 
Escribe Irene Vallejo que «Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial […] La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría que nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies». De todo se cansa uno, hasta del paraíso. Pero si Atenea no llega a meterse donde no la llaman, allí que se habría quedado tan ricamente nuestro héroe, por los siglos de los siglos. 

Es evidente que Penélope no espera el regreso de su marido después de tanto tiempo. Cree firmemente que ha fallecido y no alberga esperanza alguna de su vuelta. Penélope no elige a ninguno de los insaciables pretendientes porque está mejor así como está, libre, sin marido que la mande callar, como en ocasiones hace su impertinente hijo, que ya apunta maneras. Y la famosa mortaja que teje y desteje para su suegro Laertes durante tres años (también estará deseando perderlo de vista), no es para esperar a Ulises, sino para que la dejen en paz los que han ocupado su casa. No le hará mucha ilusión reencontrarse con su viejo esposo, a quien ni reconoce cuando se le pone delante; tampoco es que se alegre demasiado cuando le quiten de en medio, literalmente, a sus acosadores. Tal vez le duela la terrible e injusta ejecución de sus criadas "desleales", pero tampoco Homero nos dice mucho al respecto. Vamos, que Penélope ya se había acostumbrado a la libertad de la viudez, y ahora resulta que regresa el marido perdido, disfrazado de viejo achacoso y harapiento, dispuesto a darse un baño de sangre. ¡Qué fatalidad!

El único que espera pacientemente a Ulises, ya muy viejo, es su fiel perro Argos. La escena es conmovedora. El perro, ya viejo, abandonado y maltrecho, sin poder ladrar ni moverse, reconoce a su dueño, tras veinte años de ausencia, alzando las orejas y moviendo el rabo. Ulises, transformado en mendigo, se emociona del gesto de su fiel amigo y una lágrima se desliza por su mejilla, sin poder acercarse a él para que no lo descubran. «Y entonces la Ker de la negra muerte se apoderó de Argos, cuando acababa de ver a Ulises después de veinte años». Penélope y Telémaco merecerían un buen tirón de orejas por descuidar de esa manera al pobre Argos. 

Termino de leer La Odisea y todavía tengo rondando a Eos, la hija de la mañana, la de los dedos rosados, y a Poseidón, de los cabellos azules, y al ilustre Hades y a la implacable Perséfone (Edes y Persifonia en mi edición), y al ingenioso Ulises, y a Atenea, la de los ojos claros, y a la discreta Penélope, y al prudente Telémaco, y hasta la negra Ker. No hay nombre de mortal o inmortal que no vaya acompañado de un epíteto que se repite continuamente a los largo del relato. Imagino que eran las fórmulas que utilizaban los aedas (o bardos) para memorizar las historias que cantaban, en una época en que todavía no estaban escritas. 

La magia de La Odisea es que reconocemos perfectamente su sonido, pese a que nos llega de una época tan remota como la Edad del Bronce. El genio de Homero, si es que lo hizo él, fue el de inmortalizar estas historias dejándolas por escrito. La Odisea, definitivamente, me deja varado en la antigüedad, aunque no tanto como a ese rico alemán de mediados del siglo diecinueve llamado Heinrich Schliemann, tan loco por las obras homéricas, que dejó su vida para embarcarse en la quijotesca empresa de encontrar los lugares que allí se mencionaban. Lo más increíble de todo es que los encontró. Pero esa ya es otra historia. 

¡Feliz Día del Libro!



                                                               Javier Krahe. Como Ulises
          




L.F. Schutzanberger. Regreso de Ulises. 

                                                                   Briton Riviere. Circe

                                                                     Waterhouse. Circe

                                                                Waterhouse. Penélope



domingo, 4 de abril de 2021

"El hijo de César", de John Williams



Hace un año que leí el magnífico Yo, Claudio, de Robert Graves. El azar ha querido que por estas mismas fechas vuelva a leer una novela histórica sobre la antigua Roma, aunque en esta ocasión, la culpa es más del autor más que del tema. Me refiero a John Williams, autor de Stoner, novela que me dejó tan fascinado que no me ha quedado más remedio que seguir leyendo al autor norteamericano. 

John Williams (1922-1994) fue un escritor poco prolífico. Publicó tan solo cuatro novelas y dos libros de poemas. Solo la noche (1948), Butcher’s Crossing (1960) (mi próximo objetivo), Stoner (1965) y August (El hijo de César, desafortunado título de la edición española) (1973), que fue premiado con el National Book Award. Tras leer Stoner, logré hacerme con El hijo de César, publicado en 2016 por la editorial Pàmies, al parecer, con motivo de su reedición en Estados Unidos para conmemorar, nada menos, que los dos mil años del fallecimiento del emperador Augusto. A pesar de que se publicó solo hace cinco años, quedan pocos ejemplares en circulación y es uno de esos libros que conseguirlo supone todo un reto. Tras mucho buscar, el libro lo tenía delante de mis narices, pues finalmente lo encontré en la librería La Candela que es una de mis librerías habituales. 

La novela de John Willliams es el eslabón cronológico que une Los idus de marzo (1948), de Thornton Wilder y Yo, Claudio (1934), de Robert Graves. Tres obras maestras de la literatura que reconstruyen el inicio de Imperio romano, tres anglosajones convertidos en referencias literarias de la novela histórica. Robert Graves nació en Londres en 1895, aunque quiso acercarse al Mare Nostrum y vivió en la mallorquina localidad de Deià. Sin embargo, tanto Thornton Wilder (1897) como John Williams (1922) eran estadounidenses del medio oeste, el primero de Texas, el segundo de Wisconsin. Curiosamente, los tres tuvieron necesidad de escribir sobre los inicios del Imperio, y los tres lo hicieron con acierto y maestría. No me cabe la menor duda de que John Williams había leído a Wilder y a Graves, y de ambos toma elementos narrativos para su August. La obra sigue un orden cronológico, desde el año 45 a. De C. hasta el 14, a pesar de los diferentes narradores y fuentes de la historia, fundamentalmente cartas, igual que en en Los idus de marzo, y memorias como en Yo, Claudio. Aunque aquí Augusto, evidentemente, no es un pelele ignorante en manos de su cruel esposa. 


Comienzo a leer El hijo de César y enseguida quedo atrapado por la maravillosa prosa de Williams. Tengo la sensación de que Octavio, el primer emperador de Roma, el hombre más poderoso del mundo, es William Stoner, el humilde profesor de Literatura del medio oeste norteamericano. El salto que dio Williams de una novela a otra es enorme, tanto en el tema, como en la estructura narrativa. Es evidente que Williams quería alejarse de sí mismo, en el espacio y en el tiempo, alejarse de su pequeño mundo; y por eso salta del intimismo autobiográfico de un personaje aparentemente irrelevante, a uno de los hombres más poderosos de la Historia. En ese salto, y esto es lo más sorprendente, resulta que apenas si se mueve; afortunadamente, porque Octavio Augusto es William Stoner, y como en Stoner, retrata su vida, desde su adolescencia (siendo Octavio), pasando por su edad adulta y su vejez (ya Augusto), hasta su muerte. John Willliams tardó ocho años en hacer ese viaje para quedarse donde exactamente donde estaba. 

La novela se divide en tres partes. La primera parte es más política, más épica, narrada desde el punto de vista de varios hombres, sobre todo los más cercanos a Octavio: Agripa, Mecenas y Salvidieno Rufo, que nos cuentan desde el asesinato de Julio César hasta la batalla de Filipos (42 a. C.) en la que caen Bruto y Casio, asesinos de César; y la de Actium (31 a. C.) en la que Marco Antonio y Cleopatra son derrotados y Octavio se hace con todo el poder de Roma. La segunda parte es más intimista, más social, más cultural y está narrada fundamentalmente desde el punto de vista de una mujer, su hija Julia, una mujer inteligente adelantada a su tiempo, quien desde su destierro en la isla Pandetaria rememora su vida, e indirectamente la de su padre. En ella aparecen personajes como Virgilio y Horacio protegidos de Augusto, o también Ovidio, que será amigo de Julia, y que acabará desterrado como ella (Irene Vallejo menciona este asunto en El infinito en un junco). Aquí aparece como personaje secundario la figura de Livia, que no es ni mucho menos la mujer malvada y manipuladora que pinta Graves, pero sí una mujer que ambiciona el poder de su hijo Tiberio, que será el tercer esposo de Julia, tras Marcelo y Agripa, y a la postre, contra pronóstico, sucesor de Augusto. La tercera parte de la novela la narra el propio Augusto al final de su vida. Como en Stoner, el protagonista se pregunta si su vida ha merecido la pena. El lector va conociendo la vida de Augusto desde fuera hacia adentro, se va acercando lentamente para llegar finalmente al interior del personaje, desde el dios todopoderoso hasta el hombre de carne y hueso. Esta tercera parte es una larga carta que escribe poco antes de morir, durante su viaje a la Isla de Capri, donde moriría el 19 de agosto del año 14. Octavio Augusto se desnuda y se muestra como un hombre sabio que ha vivido mucho, que ve el final cerca, que reflexiona sobre el sentido de la vida, épica en la juventud, trágica en la edad adulta, y cómica en la vejez: «Como un caparazón vacío, el pobre actor digno de lástima acaba por descubrir que ha representado tantos papeles que ha dejado de ser él mismo» (287). 

El hijo de César y Stoner, son las dos caras de la misma moneda. El hijo de César es una obra más ambiciosa, más dinámica, más arriesgada técnicamente, tal vez más lograda que Stoner, incluso más premiada; tal vez (solo tal vez) mejor escrita que Stoner. El hijo de César es una gran novela, una novela histórica a la altura de Yo, Claudio o Los idus de marzo. Sin embargo, si tuviera que elegir entre las dos novelas, me quedo con Stoner. Porque entre el gris profesor al que un soneto cambió la vida y el brillante emperador llamado por el destino para salvar a Roma de sí misma, sin duda, me quedo con el primero. 


Traducción de Christine Monteleone