lunes, 23 de abril de 2018

Día del Libro





El libro es uno de esos objetos imprescindibles. En casa hay libros por todas partes. Me costaría vivir sin ellos. A veces me pregunto cómo empezó todo.

Me acuerdo de un libro enorme que incluía Cenicienta, Blancanieves, Peter Pan, La dama y el vagabundo, 101 dálmatas, Dumbo, Bambi y alguno más. Tendría cuatro años. Aprendí a leer con aquellos cuentos en formato de comic. Me gustaba Peter Pan y los 101 dálmatas;  no me gustaba Blancanieves, ni Dumbo, ni Bambi. Los leí cientos de veces.

Me acuerdo del pobre Gregor Samsa, que una mañana se despertó convertido en un insecto. Y de su hermana lanzándole una manzana que se le quedó incrustada en el caparazón.

Me acuerdo de mis primeros escarceos con la bibliodelincuencia. Con cinco años. Un día, en un despiste de mi madre, salí de casa sin permiso y con dos monedas que le había cogido del monedero, para ir a la librería a comprarme El gato con botas. Todo fue bien. Como no desperté sospechas repetí otras veces la operación y me hice con Hansel y Gretel, y con Pulgarcito. Eran libros ilustrados en pequeño formato, mejores que los de Disney, que ya me tenían harto. De regreso a casa, los leía a escondidas y los guardaba como un tesoro. Hasta que se descubrió el pastel. Casi me da un infarto cuando encontré a mi madre en mi cuarto con los libros encima de la cama. No pude más que confesar en cuanto me preguntó por qué estaban aquellos libros escondidos en el armario. Ante mi sorpresa no recibí regañina y ella siguió a lo suyo. Por supuesto, nunca volví a comprar ningún libro de aquella colección y jamás volví a esconder libros en el armario.

Me acuerdo de Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, y de José Arcadio Buendía fabricando pececitos de oro.
  
Me acuerdo de que mis padres, poco después, me regalaron por mi cumpleaños los que considero mis primeros libros: la edición juvenil de la Isla del Tesoro y de Don Quijote de la Mancha publicadas por la editorial Bruguera.

Me acuerdo de Marco Stanley Fogg, que dormía sobre los libros que le había relagalado su tío Víctor y hasta que no los leyó todos, no salió de aquel pequeño apartamento de la calle 112 de Nueva York desde el que se podía ver el neón iluminado de un restaurante chino llamado El palacio de la luna.




Me acuerdo de Juan García Madero fisgando en una librería cuando de repente escuchó un grito en la trastienda y se encontró con Ulises Lima y Arturo Belano que andaban investigando el paradero de Cesárea Tinajero, fundadora del real visceralismo.

Me acuerdo del día que descubrí que había una librería de venta por catálogo que llevaba los libros a casa. Como a mis diez años todavía era menor de edad, me inscribí con el nombre de mi hermano mayor. Era mi segundo acto de bibliodelincuencia. Él nunca lo supo. Los primeros libros que compré venían con una oferta imposible de rechazar. Tres libros por trescientas pesetas (¡qué antigualla!) Aquello podía asumirlo. Tras muchas vueltas al catálogo pedí La historia interminable de Michael Ende, El señor de los anillos de J.R.R Tolkien y Fantasmas de Dean R. Koontz. Mi sorpresa llegó cuando me comunicaron que había firmado un contrato por dos años, durante los cuales, obligatoriamente tenía que comprar un libro cada dos meses. La cosa se complicaba, pues la ilegalidad se alargaba en el tiempo. Cuando leí La historia interminable, tuve claro que había hecho bien suplantado la identidad de mi hermano. Empecé a sospechar que se podía ser feliz leyendo aquellos libros. El Señor de los anillos confirmó esta sospecha. Con Fantasmas pasé mucho miedo. 

Me acuerdo de Andrés Hurtado y de Pilar Yago, que consiguió que me gustara Pío Baroja. Y Unamuno y Valle Inclán y Machado y Lorca (Federico, como lo llama mi amiga Amparo) y Buero Vallejo...

Me acuerdo de Cipriano Algor y de su alfarería. De su hija Marta, y del perro Encontrado.

Me acuerdo de la búsqueda de la traducción turca de Don Quijote por las callejuelas de la ciudad vieja de Estambul.

Me acuerdo de Pepe Carvalho encendiendo la chimenea con los libros de su biblioteca.

Me acuerdo que leí El Quijote el primer año de la facultad, mientras descansaba del estudio de Historia Antigua. Cada vez los descansos se fueron haciendo más largos y el estudio más corto. Casi suspendo Historia Antigua, pero lo pasé en grande durante aquellos descansos.


                                                                       

¡Feliz día del libro!




Imagen 1. Bouquiniste a la orilla del Sena, Paris, 2009
Imagen 2. Pila de libros de Paul Auster en mi blblioteca, 2018
Imagen 3. Viñeta del gran Antonio Fraguas "Forges".
Imagen 4. Librería Shakespeare and Co. París, 2009


domingo, 22 de abril de 2018

El candelabro enterrado, de Stefan Zweig




El candelabro enterrado es una novela en la que Stefan Zweig nos lleva con su impecable prosa a uno de los terrenos que mejor conocía: la Historia.

Comienza así:
«Un espléndido día de junio del año 455, justo cuando, en la hora tercia, en el circo Máximo de Roma había terminado el sangriento combate de dos gigantescos hérulos contra una piara de jabalíes hircanos, una creciente agitación se apoderó gradualmente de los miles de espectadores».

La trama se sitúa en dos momentos históricos. Es primero es el saqueo de Roma por parte de los vándalos comandados por el rey Genserico en el citado año 455. No hubo defensa y «durante trece días no se oyó voz humana en las mil casas de la ciudad. Nadie hablaba en voz alta, nadie reía. El son de la lira había enmudecido en los hogares, y en las iglesias no se elevaba ningún cántico» (p.14). Durante ese tiempo los vándalos se dedicaron al saqueo metódico de todos los tesoros de Roma, incluido un candelabro, que para ellos no tenía demasiado valor, pero sí para la comunidad judía de Roma, pues se trataba de la menorá, el candelabro sagrado que Tito arrancara de Jerusalén tras su conquista en el año 70. Tras el pillaje, los vándalos regresaron a Cartago con su botín.
El segundo momento es la conquista de Cartago en el año 534 por parte de Justiniano, emperador de Bizancio empeñado reconquistar las antiguas tierras del ya extinto Imperio Romano. El general Belisario regresó a Constantinopla con un cuantioso tesoro entre el que se encontraba el preciado objeto sagrado del pueblo judío.

                                              Relieve del Arco de Tito en Roma

En este intervalo de 79 años Stefan Zweig sitúa el argumento de la novela, que no es otro que el intento por parte de la comunidad judía de Roma de recuperar la menorá. El protagonista es Benjamín, quien siendo niño fue el último en tocar el candelabro antes de que los vándalos se lo llevara África; y ya anciano será el encargado de intentar que Justiniano les devuelva el objeto sagrado.

El candelabro enterrado es una de las pocas novelas en las que Stefan Zweig denunció la secular persecución del pueblo judío.
«En tiempos de prosperidad, los pueblos, olvidados de ellos no les prestaban atención […] Pero, cada vez que reinaba la penuria los culpaban a ellos. Qué duro cuando los enemigos vencían, qué duro cuando una ciudad era saqueada, qué duro cuando la peste o las enfermedades azotaban los territorios. Todo el mal del mundo – eso lo sabían- se convertía irremisiblemente en mal para ellos, y también sabían desde hacía mucho tiempo, que era imposible rebelarse contra ese destino suyo, pues siempre y en todas partes eran pocos, siempre y en todas partes eran débiles y faltos de poder. Su única arma era, pues, la oración» (p.16). «Los judíos no podemos luchar; nuestra fuerza está en el sacrificio» (p.22).

La novela fue publicada en 1937. No es casual la fecha. Por entonces, con Hitler en el poder, ya habían entrado en vigor la ignominiosas Leyes de Nuremberg que despojaban a los alemanes de origen judío de todos sus derechos; por entonces ya se habían abierto los campos de concentración donde muchos de ellos irían a morir.
Stefan Zweig lanza un grito de denuncia desde el siglo V en El candelabro enterrado. Pero también abre una puerta a la esperanza. Recuperar la menorá significa recuperar la tierra prometida. El futuro está en manos del protagonista, del anciano Benjamín.   



 Stefan Zweig fue uno de los escritores más leídos y admirados en los años veinte y  treinta del siglo pasado. Su popularidad traspasaba fronteras al ritmo de sus continuos viajes. Zweig nació en Viena en 1881 en el seno de una familia burguesa de origen judío. Fue un pacifista. Los años veinte vieron la publicación de obras tan celebradas como Carta a una desconocida o Momentos estelares de la humanidad. Zweig como gran ilustrado, escribió ensayos, novelas, teatro e historia. Y también vio como sus libros, que se leían en las escuelas, eran prohibidos y quemados juntos a los de Thomas Mann o Bertolt Brecht en la Alemania nazi a partir de 1933. Y en su querida Viena a partir de 1938.

En su imprescindible El mundo de ayer. Memorias de un europeo, redactadas en el exilio brasileño entre 1939 y 1941 señala:
«Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración, he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad. Después de siglos, nos estaban reservadas de nuevo guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no conozcan las futuras» (p. 13).

El final de Stefan Zweig no pudo ser más triste. En 1942, ante el inexorable avance de los ejércitos alemán y japonés, se quitó la vida junto a su esposa en Brasil. No quería vivir en un mundo gobernado por la barbarie. Tenía 60 años.
Hoy sus obras se siguen leyendo en todo el mundo, igual que hace noventa años, y Stefan Zweig es considerado uno de los grandes de la literatura. El candelabro enterrado es una buena muestra de su genio.


Traducción de Joan Fontcuberta

martes, 17 de abril de 2018

"La muerte en Venecia", de Thomas Mann




Viajo a Venecia (lo sueño) con La muerte en Venecia de Thomas Mann en la mochila. Cuando llego a la ciudad me acuerdo de Sergio Pitol (gran lector de Mann) que perdió sus gafas en una de sus primeras visitas a la ciudad. Cuenta Pitol en El arte de la fuga:
“Se me escapaban los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, pátinas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner. Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar situado en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía. A medida que la niebla me velaba aún más la visión e palacios plazas y puentes mi felicidad crecía”(p.30)




El vaporetto cruza la laguna lentamente desde Lido de Jesolo. A lo lejos comienza a dibujarse el perfil irreal de la ciudad. Abro el libro de Thomas Mann y leo:
“Y entonces volvió a ver el más prodigioso de los desembarcaderos, esa deslumbrante composición de arquitectura fantástica que la República Serenísima ofrecía a las respetuosas miradas de los navegantes; la liviana magnificencia del Palacio Ducal y el Puente de los Suspiros; las columnas de la orilla, rematadas por el león y el santo; el fastuoso resalto lateral del Templo encantado, con el portal y el gran Reloj en escorzo, y ante semejante visión pensó que llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades” (p.26)


                          

Thomas Mann publicó La muerte en Venecia en 1912, cuando el mundo decimonónico burgués todavía no se había derrumbado, cuando la barbarie no había hecho acto de aparición en la civilizada Europa.  Mann tenía 37 años y su fama no dejaba de crecer (por entonces ya había publicado Los Buddenbrook) . En un viaje que realizó a Venecia en 1911 se le ocurrió la historia de un escritor cincuentón, ya consagrado, que decide viajar a la mítica ciudad italiana para descansar y recuperar la inspiración. El viaje lo cambiará todo.

El escritor alemán afincado en Munich (como Mann) Gustav von Aschenbach es el principal protagonista. La historia está narrada en tercera persona, siempre desde el punto de vista del escritor. Es una historia de amor y de muerte. El título lo dice todo. Eros y Thanatos, las dos caras de la misma moneda. El escritor, de recta moral burguesa, se abandona a los sentidos, a la belleza, al amor. Aschenbach tiene a su antagonista en el bello Tadzio, un adolescente polaco del que se enamora platónicamente. Un amor imposible que lleva al reputado escritor a un grado de patetismo que conmueve. 
Puede que Mann quisiera inmortalizar (tal vez ridiculizar) la última aventura amorosa de Goethe que en 1823, a sus 74 años, se enamoró de una joven de 17, Ulrike von Levetzou, a quien pidió matrimonio. El rechazo de la joven llevó al anciano escritor a una postración que sería el (feliz) origen de la Elegía de Marienbad:

«Ya perdí el Universo y me he perdido
a mí mismo -yo, amado de los dioses-
su Caja de Pandora me han vertido,
rica en gajes u horóscopos atroces.
Me tientan con la pródiga cascada
de los goces... y me hunden en la nada»

La muerte en Venecia se enmarca en un ambiente contradictorio: la belleza milenaria de la ciudad por un lado; por el otro, la epidemia de cólera que se mueve clandestinamente a través de sus canales. Venecia como ideal de belleza, encarnada en Tadzio; la epidemia (imposible escapar de ella) como el amor, como la muerte.

La novela tiene un ritmo lento, con continuas reflexiones sobre el mundo del arte y el trabajo del artista.
«Pues también desde una perspectiva personal, el arte es vida potenciada. Procura un goce más intenso, pero consume más deprisa. Imprime en el rostro de sus servidores las huellas de aventuras espirituales e imaginarias y, a la larga, engendra en el artista, por más que éste viva exteriormente inmerso en una paz conventual, cierta hipersensibilidad refinada, un cansancio y una curiosidad nerviosa que una vida colmada de gozos y pasiones turbulentas apenas conseguiría despertar» (p. 20).

(El arte es vida potenciada. Estoy seguro de haber leído esta frase en algún libro de Enrique Vila-Matas cuyo título no recuerdo)

Mann se recrea en la descripción de los pocos personajes que aparecen en la novela, sobre todo en Aschenbach y Tadzio. También es un maestro en la descripción de lugares, de ambientes; de los sentimientos del protagonista.
«Su espíritu empezó a girar, su formación cultural entró en ebullición y su memoria fue rescatando ideas antiquísimas que había recibido en su juventud y hasta entonces nunca había reavivado con fuego propio. ¿No estaba escrito que el sol desvía nuestra atención de las cosas del intelecto para dirigirla hacia las de los sentidos?» (p.57).

La muerte en Venecia es una novela para leer despacio, para detenerse a pensar. Para disfrutar de cada frase, cada párrafo. Para disfrutar de sus escasas noventa y cuatro páginas. Para leerla en Venecia (o imaginarlo).





                                          Gustav Mahler. Symphony Nº 5. BSO. Death in Venice






Traducción: Juan José del Solar

Elegía de Marienbad de Goethe. Última estrofa en la traducción de Guillermo Valencia

 Imágenes: Venecia de William Turner.