Llevo más de un mes en la órbita de las memorias de Stefan
Zweig.
Nos cuenta el escritor austriaco en El
mundo de ayer que una de sus grandes pasiones era coleccionar
manuscritos y objetos de los grandes genios. Los tenía de Beethoven (¡su mesa de trabajo!), de Rolland, de Rilke, de Gorki o de Freud… Sin embargo, el lugar de honor en esa colección lo ocupaba el
Cervantes de la literatura alemana: J.W. Goethe.
«Siempre he
sentido una veneración por toda manifestación terrenal del genio y, amén de
aquellas páginas manuscritas, reuní cuantas reliquias pude reunir; más adelante
—en mi “segunda vida”— convertí una de las habitaciones de mi casa en una sala
de culto, si se me permite llamarla así» (p.186) .
Pero lo que más
emocionó a Zweig no fue un objeto, sino conocer a una mujer que había conocido
a Goethe; «¡en 1910 existía todavía una persona en la tierra en quien se había
posado la santa mirada de Goethe». El escritor alemán había muerto en 1832. Zweig
siempre tuvo presente a su maestro.
De modo que Zweig
me obliga a leer a Goethe, autor con tan enorme fama, que me asusta acercarme a
un libro suyo. No tengo que pensar mucho para elegir, pues hace unas semanas me hice con Las desventuras de joven Werther.
Leo las tres
primeras páginas y desaparece cualquier miedo. Pronto me veo inmerso el mundo
del joven Werther. El tema de la novela es amor imposible. Conforme avanza
recuerdo Carta de una desconocida de
Zweig y el amor de la protagonista. Aquí el enamorado es un joven de familia
burguesa que deja la ciudad y se retira a un pequeño pueblo donde encuentra el paraíso
que buscaba en medio de la naturaleza. Y en ese paraíso se enamora de Lotte,
una mujer que, para su desgracia, está prometida.
El libro de
Goethe está dividido en dos partes. La primera es un canto al amor, a la
naturaleza y a la felicidad. «Se ha adueñado de todo mi ser una admirable serenidad,
parecida a esas dulce mañanas de primavera que disfruto con toda mi alma. Estoy
solo y me felicito de vivir en este lugar creado expresamente para almas como
la mía» (p.57)
El segundo es la consecuencia
de ese amor imposible que provoca en Werther un gran sufrimiento. «¿No sigo
siendo el mismo que antes nadaba en la plenitud del sentimiento, que a cada
paso tenía ante sí un paraíso, que era dueño de un corazón capaz de abarcar
amorosamente un mundo entero? Y este corazón está ahora muerto, de él ya no
fluye entusiasmo alguno, mis ojos se han secado…» (p.142)
La historia está
narrada en primera persona por el propio Werther a través de las cartas (de
nuevo Zweig) que le escribe a su amigo Wilhelm en las que lo (nos) pone al día
de su felicidad y su posterior desdicha. Aunque casi al final del relato
aparece un narrador omnisciente, quien presuntamente recopila y publica estas
cartas para contarnos el final.
Pero el Werther de Goethe no es sólo una
historia de amor. Va más allá, pues se abordan temas como las insalvables diferencias
sociales entre la aristocracia, la burguesía y el campesinado, con el punto de
vista crítico de joven Werther. O del suicidio, tema tabú para la racional e
ilustrada sociedad alemana. El Romanticismo ya se vislumbra en 1774, año de la
publicación de la novela.
Llego al final de
las 150 páginas pensando en que la admiración de Zweig por Goethe estaba más
que justificada. El escritor alemán, que escribió esta obra con tan solo 25
años, utiliza una prosa limpia, libre de barroquismos, con continuas
reflexiones sobre la lucha entre la razón y el corazón, sobre los
convencionalismos sociales o sobre la moral establecida, siempre con la
naturaleza como trasfondo y metáfora de los sentimientos del protagonista.
Cuando termino la
novela regreso al principio del libro para leer la introducción de Manuel José González, traductor de la
obra, y me sorprende que el libro se convirtiera en un auténtico best seller para la juventud de la
época, hasta tal punto que se puso de moda vestir como lo hacen los protagonistas
«el frac azul y el chaleco amarillo a lo Werther, el lacito rosa en el atuendo
femenino como el que llevaba Lotte el día que conoció a Werther». Abanicos, perfumes,
porcelanas y objetos de regalo que aparecen en la obra también estaban a la
orden del día. El merchandising se
inventó con la novela de Goethe.
Señala el
traductor: «El espíritu juvenil revolucionario inconformista se manifiesta —si
bien a veces bastante solapado—en actitudes rebeldes de Werther contra las
normas institucionalizadas, en el pacto con la naturaleza, fiel compañera y
confidente (ecologismo roussoniano)
y, sobre todo, en el enfrentamiento de individuo contra una sociedad que busca
domarlo a su capricho» (p.27)
He disfrutado
mucho con la lectura de Las desventuras
del joven Werther.
Juventud en
estado puro.