Había oído hablar de ella, había leído que era una gran escritora, pero su nombre estuvo escondido en algún rincón de mi memoria hasta que la vi junto a José Saramago en la Puerta del Sol, leyendo con energía el Manifiesto contra la Guerra de Irak tras la gran manifestación convocada por la Plataforma Cultura Contra la Guerra. “(...)la tierra pertenece a los pueblos que las habitan, no a aquellos que, con el pretexto de una representación democrática descaradamente pervertida, al final les explotan, manipulan y engañan. Nos manifestamos para salvar la democracia en peligro(...)” Así hablaba Dulce Chacón aquel día de marzo de 2003. La guerra aún no había comenzado. No faltaba mucho.
Ese verano recuperé lecturas
relacionadas con los crímenes cometidos por los nazis durante la Segunda Guerra
Mundial. Leí el diario que Ana Frank
escribió estando escondida junto a su familia en la parte trasera de una casa
en Ámsterdam. Leí también, gracias a mi amigo Empo, Si esto es un hombre, estremecedor relato en el que Primo Levi nos lleva a intentar comprender el horror de Auschwitz.
Después fue el turno de Sefarad, una obra en la que Antonio Muñoz Molina homenajea a los
perseguidos y asesinados por Hitler, Stalin o Franco.
En esto estaba cuando llegó a mis
manos La voz dormida, de Dulce
Chacón. La primera línea del libro me atrapó. Su lenguaje era directo.
La historia se sitúa en una cárcel de mujeres en Madrid durante los años
cuarenta. Sus protagonistas están presas por ser hijas, esposas o hermanas de
hombres que han luchado en el bando que ha pedido la guerra. Dulce Chacón nos
mete en la piel de estas mujeres, nos hace sentir sus anhelos, sus risas, sus
esperanzas, sus miedos, sus terribles miedos. Dibuja con un realismo tierno y
aterrador, el trance por el que estas mujeres tuvieron que pasar. Unas vivieron
para contarlo. Otras no llegaron tan lejos. Hortensia, Elvira, Reme, Pepita,
Carmina, la Sole...
Con esta novela Dulce Chacón despertaba la voz de aquellas mujeres calladas por la maquinaria de terror en que se convirtió el Estado creado por Franco tras la Guerra Civil. Las rescataba de la desmemoria que dejaron los cuarenta años que duró la dictadura.
Cuando terminé de leer novela debían de ser las tres de la
madrugada. Poco después me quedé dormido. Nada más despertar pensé en
Hortensia, ejecutada justo después de dar a luz, y en Elvira que consiguió
salir y rehacer su vida en Praga, y en todas aquellas mujeres que durante meses
habían contado estas historias a Dulce Chacón a lo largo y ancho del país. «¡Cuenta la verdad!», le decían. En eso estaba pensando cuando, de manera
instintiva como cada mañana, encendí el transistor. Serían poco más de las
ocho. Me dio tiempo a escuchar la última noticia del boletín de Radio Nacional.
“...La escritora extremeña Dulce Chacón ha fallecido esta noche a
consecuencia de una corta y fulminante enfermedad...” No podía creer lo que
decía aquella voz. Dulce Chacón había muerto mientras yo la soñaba . Era tres de diciembre.
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