jueves, 8 de septiembre de 2016

La trilogía de Nueva York, de Paul Auster



Hay un pasaje en Ciudad de Cristal" la primera parte de la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, que le hizo ganar enteros en mi lista de escritores favoritos.
Paul Auster se introduce en su novela, al modo en que Hitchcock lo hacía en sus películas, para charlar con el protagonista. La conversación no tiene desperdicio. Aquí la dejo para que la disfrutéis.

“Auster se mostró reticente, pero al fin reconoció que estaba trabajando en un libro de artículos. El que estaba escribiendo en aquel momento versaba sobre Don Quijote.
—Uno de mis libros favoritos, dijo Quinn.
—Sí, mío también. No hay nada comparable.
Quinn le preguntó por el ensayo.
—Supongo que podría considerarse especulativo ya que no pretendo demostrar nada. De hecho está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.
—¿Cuál es su tesis?
—Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.
—¿Hay alguna duda?
—Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.
—Ah.
—Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió Cide Hamete Benengeli en árabe. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito en un mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera  al castellano y después se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción.
—Y sin embargo luego dice—añadió Quinn—que la de Cide Hamete Benengeli es la única versión auténtica de la historia de Don Quijote. Todas las demás versiones son fraudes, escritos por impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.
—Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque a los peligros de la simulación. No podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso, ¿verdad?. Tenía que afirmar que era real.
—Sin embargo siempre he sospechado que Cervantes devoraba aquellos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de tí la ame también. En cierto sentido Don Quijote, no era más que un doble de Cervantes.
—Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?
—Precisamente.
—En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es real, de ello se deduce que la historia tiene que ser escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero Cide Hamete, el autor citado no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar presente cuando los sucesos tienen lugar.
—Si, ya veo a dónde quiere ir a parar.
—La historia que planteó en el artículo es que en realidad es aún combinación de cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningún otro candidato ya que es el único que acompaña a Don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no sabe leer ni escribir por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios despropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Me parece perfectamente posible que le dictará el libro a otra persona, es decir, al barbero y al cura, los buenos amigos de Don Quijote. Ellos pusieron la historia en perfecta forma literaria, en castellano, y luego entregaron el manuscrito a Sansón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro “Don Quijote de la Mancha”
—Pero, ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas molestias?
—Curar a Don Quijote de su locura. Recuerdo que al principio queman sus libros de caballerías pero eso no da resultado. El Caballero de la Triste Figura no renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro todos salen a buscarle con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de Caballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a Don Quijote a casa. Al final lo consiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejo delante de la locura de Don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículos delirios de tal modo que cuando leyese el libro viera lo erróneo de su conducta.
—Me gusta
—Si. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerda que durante todo el libro Don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión recogerá su cronista sus aventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista existe ¿y quién podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien Don Quijote ha elegido para ese propósito? De la misma manera eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que les había designado. Fue Don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores, probablemente fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no debía de ser tan difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo. Cervantes contratando a Don Quijote para descifrar la historia del propio Don Quijote. Tiene una gran belleza.
—Pero aún no ha explicado cómo un hombre como Don Quijote desorganizaría su vida tranquila para un engaño tan complicado.
—Esa es la parte más interesante de todas. En mi opinión, Don Quijote estaba realizando un experimento. Quería poner. Prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías?¿Decirles que los molinos de viento eran gigantes, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad?¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La respuesta era es evidente ¿no?:Hasta cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.
Auster se recostó en el sofá, sonrió con irónico placer y encendió un cigarrillo...”

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