El Comité Noruego que le otorgó el Premio Nobel de La Paz en 1986 dijo de él:
«Elie Wiesel es uno de los intelectuales y pensadores más importantes de nuestro tiempo. Es un testigo del pasado y un guía para el futuro. Sus libros extienden el mensaje de la paz, de la reconciliación y de la dignidad humana.»
En un pasaje de su discurso de aceptación del Nobel, Wiesel afirmó: “Lo recuerdo: sucedió ayer, o hace una eternidad. Un joven chico judío descubrió el Reino de la Noche. Recuerdo su desconcierto, recuerdo su angustia. Todo sucedió tan deprisa. El gueto. La deportación. El vagón de ganado sellado. El altar ardiente donde la historia del nuestra gente y el futuro de la humanidad habrían de ser sacrificados. Recuerdo que preguntó a su padre: ‘¿Puede ser esto verdad? Esto es el siglo XX, no la Edad Media. ¿Quién puede permitir que se cometan crímenes así? ¿Cómo puede el mundo permanecer en silencio? Y ahora ese chico me mira a mí. ‘Dime’, pregunta, ‘¿qué has hecho con mi futuro, qué has hecho con tu vida? Y yo le digo que lo he intentado. Que he intentado mantener la memoria viva, que he intentado luchar contra aquellos que olvidan. Porque si olvidamos, somos culpables, somos cómplices”.
Wiesel hablaba con el niño que fue, con ese niño que los 15 años fue trasladado con toda su familia a Auschwitz, donde murieron su madre y su hermana pequeña. Sus dos hermanas mayores sobrevivieron. Después, él y su padre, Shlomo, fueron trasladados al campo de Buchenwald. Su padre murió poco antes de la liberación en abril de 1945. Elie Wiesel fue marcado en el brazo con el número de identificación como prisionero A-7713. Lo llevó durante toda su vida.
Ayer me enteré por casualidad de que el pasado 2 de julio había muerto. Rápidamente se activaron todos los mecanismos de mi memoria para llevarme al año 2005, el año en que leí su novela “El olvidado”. Recuerdo que me la recomendó un amigo y que me costó dar con ella porque estaba descatalogada. Tras una intensa búsqueda por varias librerías decidí plegarme a los nuevos tiempos y finalmente la encontré en la página web de una librería de ocasión. Fue el primer libro que compré a través de Internet.
Entro en mi biblioteca y saco el libro del lugar que ocupa en la estantería. Es una edición en pasta dura del Círculo de lectores publicada en 1991. Está forrado y lleva la fecha en que la recibí y mi firma. Identificó el olor de sus hojas algo amarillentas. No ha cambiado. Recuerdo haberla leído en un par de días, tal vez menos. Recuerdo haber viajado a un pueblo rumano con el protagonista, Mikael Rosembaun, un judío estadounidense en busca de una historia que desconoce, la historia de sus antepasados. El detonante del viaje: su padre Elhanan tiene Alzehimer (en ningún momento de la trama se menciona esta palabra) y trata de legar su memoria a su hijo antes de de que la enfermedad avance. En esas memorias relata a su hijo su infancia en Rumanía, la guerra y la persecución alemana, el descubrimiento de Palestina, el amor de Talía, los combates en Jerusalén en 1948...
La novela se desdobla y avanzan al mismo tiempo las memorias del padre y la investigación del hijo en Rumanía, para confluir en un relato que es testimonio de toda una época.
Justo después de leer “El Olvidado” comencé a escribir un cuaderno de notas. Esto fue lo primero que escribí en él:
“No quiero olvidar nada. Ni a lo muertos ni a los vivos. Ni las voces ni los silencios. No quiero olvidar los momentos de plenitud que han enriquecido mi existencia, ni las horas de desamparo que me han desesperado”. Elie Wiesel. El olvidado.
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