Leo el libro de Santiago Posteguillo titulado La noche en que Frankenstein leyó el Quijote.
Es un libro en el que el autor utiliza la ficción para reconstruir diferentes escenas
protagonizadas por escritores y libros a lo largo de la historia. En él relata desde
la aparición del orden alfabético o la relación de los vikingos del medievo con
la literatura, hasta el libro electrónico del siglo XXI, pasando por Cervantes,
Shakespeare, Dumas, Dickens, Galdós o Conan Doyle. Son narraciones breves, de
lectura sencilla y con cierto gancho, en las que Posteguillo muestra lugares
poco comunes de la literatura.
El tercero de los
relatos se titula El autor secreto.
En él recrea la hipótesis según la cual el autor del Lazarillo de Tormes fue Don
Diego Hurtado de Mendoza, un noble al servicio del emperador Carlos V, quien igual que sus amigos Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, representó el ideal del perfecto cortesano, uniendo en su
vida el manejo de las armas y las letras.
Santiago Posteguillo
sitúa la narración en el año 1553, cuando Hurtado de Mendoza lleva de manera
clandestina el manuscrito del Lazarillo de Tormes a una imprenta de Alcalá de
Henares. Una vez dentro, mantiene una conversación con el viejo impresor, al
que paga con dos bolsas de oro para que lo imprima de forma anónima y desaparezca
del mapa. A continuación, el relato se desplaza a Roma dos años después. El
gran inquisidor y el papa Julio III conversan sobre el proyecto de elaborar un
índice de libros prohibidos.
«En España mismo
se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos—y el
inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular
hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales
con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos
tolerar» (p.33).
En 1559 el Índice de libros prohibidos fue oficial.
La vida de Lazarillo de Tormes estaba
incluido. El libro fue prohibido en su forma original, pero se permitió su
lectura corregida, es decir censurada. La Inquisición buscó a su autor. Sin
embargo, el autor había hecho un gran trabajo, tan bueno, que incluso hoy en
día no se conoce con seguridad la autoría de la primera novela picaresca. Muchos
indicios apuntan a Diego Hurtado de
Mendoza, aunque no son definitivos, pues otros estudios han dado nombres
como López de Rueda, fray Juan de Ortega o Fernando de Rojas como probables
autores.
Hace un siglo y
tres minutos leí en el instituto el Lazarillo
de Tormes. Recuerdo algunas escenas, sobre todo las que protagoniza con el
ciego, pero no recuerdo bien el resto de la novela. De modo que, aprovechando que el Tormes pasa por Salamanca, decido
rescatarla de la estantería y del olvido para el reto Nos gustan los clásicos. Y no me arrepiento de tal atrevimiento,
pues en el inicio del prólogo encuentro motivos más que suficientes para seguir
con la lectura:
«Yo por bien
tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas vengan a
noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser
que que alguno que las lea halle algo que le agrade, y los que no ahondaren
tanto los deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo
que sea, que no tenga alguna cosa buena».
Tras las primeras
páginas decido darle ritmo a la lectura e intento no detenerme en las muchas notas
a pie de página que acompañan la edición. La decisión creo que es acertada
porque me centro exclusivamente en disfrutar de la novela, como si se tratara
de cualquier novela. El famoso e
irracional miedo a no comprender el mal llamado castellano antiguo (el del
siglo XII sí que lo es) desaparece enseguida.
Entro en el
cronovisor con los ojos muy abiertos. Sus escasas noventa páginas se me quedan
cortas.
La vida de Lazarillo
de Tormes y de sus fortunas y adversidades está narrada en primera persona
por el protagonista en forma de epístola a un personaje de cierta importancia,
pues se refiere a él en varias ocasiones como «Vuestra Merced». Lázaro le cuenta su periplo vital por tierras castellanas para explicarle la situación en la que se encuentra,
marcada por la relación entre su mujer y el Arcipreste.
La novela se
compone de siete tratados o capítulos en los que Lázaro le cuenta su triste
vida, marcada por el hambre que ha sido su principal maestra, desde que siendo
niño, se pusiera a servir. Primero a un ciego, después a un clérigo, más tarde
a un escudero hidalgo y pobre. Los tres primeros capítulos se corresponden con
cada una de estas servidumbres y se llevan el grueso de la novela. En ellos, se
narran las célebres escenas en las que el pobre Lázaro se las apaña con su
ingenio para que sus respectivos amos no lo maten literalmente de hambre, la
cual, muy a su pesar, se incrementa con cada uno de ellos.
«Pensé muchas
veces irme de aquel mezquino amo, mas por dos cosas lo dejaba: la primera, por
no me atrever a mis piernas, por temer a la flaqueza, que de pura hambre me
venía; y la otra, consideraba y decía: “Yo he tenido dos amos: el primero
traíame muerto de hambre, y dejándole, topé con estotro, que me tiene ya con
ella en la sepultura; pues si deste desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será
sino fenescer?”». (p.117).
A partir de
tratado cuarto la novela cambia, pues aunque Lázaro sigue sirviendo a
diferentes amos, el tema del hambre desaparece y su situación va mejorando
paulatinamente.
El cuarto es un
fraile del que apenas se cuenta nada, tan solo que siempre anda fuera del
convento y que Lázaro lo abandona por no aguantar su trote y «por otras
cosillas que no digo». En las notas a pie de páginas, Alberto de Blecua señala
que estas palabras «podían dejar suponer lo peor de las relaciones de tal amo con
su joven criado». Francisco Rico desmiente tal afirmación comentando que es una
frase típica de acortamiento. Visto lo visto, que cada cual que elija.
El quinto amo es
un buldero, es decir un vendedor de bulas o indulgencias, por las que los
inocentes fieles pagaban por acortar su estancia en el Purgatorio. Lutero,
entre otros, se encargaría de denunciar tales prácticas.
El sexto es un
maestro de pintar panderos, de quien extrañamente tampoco se dice mucho. El
séptimo un capellán, bajo cuya tutela pasa cuatro años ya convertido en
aguador. Por fin, el pobre Lázaro ve la luz después de tantas penalidades. Su último amo es
un alguacil, a través de quien logra el oficio de pregonero de vinos del que
está muy orgulloso. Es su mejor momento, pues incluso se casa con la criada de
un Arcipreste. Sin embargo, las malas lenguas dicen que amo y criada son
amantes, cosa que Lázaro acepta con cristiana resignación para mantener esa
situación tanto tiempo buscada, es decir, una situación de estabilidad, con un
trabajo (algo infame, cierto es) y una mujer (barragana del Arcipreste, sí,
pero esposa suya) en la que el hambre y los golpes no asoman en el horizonte.
Resulta irónico cómo Lázaro, en el último párrafo de la novela se refiere a esa
época: «en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena
fortuna» (p. 177). Su descenso a los infiernos terrenales fue tan
terrible que esa situación le parece poco menos que el paraíso y por nada en el
mundo quiere cambiarla. En definitiva, es lo que Lázaro le quiere explicar al
importante personaje a quien va dirigida la larga carta.
Hay obras
maestras que hay que releer de vez en cuando. La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades es una de
ellas. Una novelita incrustada cronológicamente entre La Celestina y Don Quijote
que abrió un camino en la narrativa, el del realismo, todavía transitado. Fue
rompedora, pues el protagonista no es un héroe idealizado, sino un marginado,
un antihéroe cuyos avatares suponen una crítica mordaz a la sociedad de la
época, sobre todo a la iglesia católica que era uno de sus pilares. No me
extraña que Diego Hurtado de Mendoza, o quien fuera su autor, quisiera
permanecer en el anonimato. «Con la iglesia hemos dado, Sancho», que diría Don
Quijote más de cincuenta años después.
Nota. El retrato es anónimo y está atribuido a Diego Hurtado de Mendoza (Mueso del Prado). La viñeta es del genial Forges.