La semana pasada me llevé
una gran alegría cuando le otorgaron el Premio
Cervantes a Eduardo Mendoza
porque es uno de los escritores que me han acompañado a lo largo de mi vida
lectora. Sus novelas han ido llegando a mi biblioteca religiosamente desde que,
siendo muy joven, me acercara a su escritura con “El misterio de la cripta embrujada”. Sin embargo, no fue ésta, sino
“La verdad sobre el caso Savolta” y,
sobre todo, “La ciudad de los prodigios”,
las que lo colocaron en el número dos de mis escritores favoritos. En el uno
estaba, inamovible, Manuel Vázquez
Montalbán. Recuerdo que una de las cosas que contribuían a que los lunes
fuesen más llevaderos, era columna que éste escribía en la contraportada de El País. Cuando murió, los lunes
continuaron siendo llevaderos porque fue Eduardo Mendoza quien se encargó de
intentar llenar ese espacio vacío. No era tarea fácil, y sin embargo, supo
hacerlo con elegancia y genio.
Este fue el primer artículo que publicó aquel lunes 27 de octubre de 2003:
“Apenas iniciada mi andadura literaria tuve aviso de cuál era el papel
que el destino me tenía reservado en el proceloso mundo de las letras. En el
transcurso de una recepción, en Nueva York, me presentaron a un prestigioso
hispanista norteamericano. A solas con él, me preguntó muy educadamente si yo
era un escritor barcelonés, como le habían dicho. Le contesté que escribía y
que era de Barcelona, porque siempre es mejor manejar datos que categorías. En
tal caso, dijo él, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Sabría decirme qué está
haciendo ahora el señor Vázquez Montalbán? Le respondí que, habida cuenta de la
diferencia horaria y conociendo al señor Vázquez Montalbán, lo más probable es
que estuviera comiendo. No, no, replicó él, yo me refería a lo que está
escribiendo.
Esta misma escena
se ha repetido en incontables ocasiones, en distintos países, con ligerísimas
variantes. ¿Qué dice el señor Montalbán, qué piensa el señor Montalbán, cuál es
el plato favorito del señor Montalbán? Así me convertí en telonero del señor
Montalbán. Nunca me pareció mal oficio ni mucho menos un hecho casual o
arbitrario. Porque durante varias décadas Manuel Vázquez Montalbán ha sido el
punto de referencia de nuestro tiempo: del que nos ha tocado vivir individual y
colectivamente, el que va de los años oscuros de la sopa de ajo y la copla, a
los del Nasdaq y la confusión; y del tiempo que nosotros, uno a uno, a trancas
y barrancas, nos hemos ido construyendo. Y en ningún sitio su presencia ha sido
más conspicua ni su función más clara que aquí, en esta misma columna, que ya
no volverá a firmar.
De modo que
empieza nueva etapa. Ya no aparecerán en la columna del lunes sus frases
certeras, sino estas otras, dubitativas y deslavazadas. Porque a diferencia de
quien me precedió, yo no tengo una opinión formada sobre ningún tema
importante, y aunque no puedo vanagloriarme de ignorarlo todo, en mi cultura
hay lagunas tan hondas que no me extrañaría que en una de ellas estuviera
Nessie. Por no ser, ni siquiera soy aficionado al fútbol. Pero de todo esto se
dará puntual noticia a su debido tiempo.
Por lo demás,
nada ha cambiado. Sólo que a partir de ahora, si alguien me pregunta qué está
haciendo el señor Montalbán, tendré que contestar que no lo sé, porque hace
unos días, sin dar explicación, Manolo se fue de viaje y todavía no ha vuelto”.
Eduardo Mendoza fue el
primer escritor con quien me descubrí riendo mientras pasaba las páginas de un
libro, cuando pensaba que la literatura era una cosa seria. Fue el primer
escritor con el que disfruté de una novela con una estructura compleja que daba
saltos una y otra vez en el espacio y en el tiempo, con personajes inolvidables
como Onofre Bouvila o Pajarito de Soto. Fue el escritor que
consolidó Barcelona como una de mis ciudades literarias preferidas, siendo
trasfondo y al tiempo protagonista de novelas como “Las aventuras del tocador de señoras”, “Mauricio o las elecciones primarias” o “Sin noticias de Gurb”.
En 2010 ganó el Premio Planeta con “Riña de gatos. Madrid. 1936”.
Varias cosas me llamaron
la atención por entonces, como que le llegara tan tarde el Planeta, o que se
atreviera con un tema tan sensible (todavía) como el de la Guerra Civil Española, o que eligiera Madrid como escenario de la
trama, de modo que no tardé en hacerme con un ejemplar.
El título hacía
referencia a un cuadro de Goya que
siempre me ha puesto los pelos de punta, en el que dos erizados mininos se enseñan
sus respectivas fauces sobre un muro en ruinas, en medio de un paisaje vacío y
tenebroso. La alegoría que Goya pintara premonitoriamente en 1786 era perfectamente
válida para 1936. Y con este homenaje al pintor aragonés, pronto me percaté de
que la pintura, en este caso la de Velázquez,
estaba en el fondo de la trama de la novela.
Una novela que se sitúa
en 1936, un año convulso en una España gobernada por la coalición de izquierdas
del Frente Popular, con el trasfondo de la conflictividad social generada por
la violencia callejera de fascistas y anarquistas. Un país en el que los
rumores sobre conspiraciones y golpes de Estado estaban a la orden del día.
En este ambiente, Eduardo
Mendoza inserta la trama y al personaje protagonista, Anthony Whitelands, un inglés experto en arte que es requerido por un aristócrata para
tasar unos cuadros de su propiedad que necesita vender para poder sacar del
país a su familia ante un inminente enfrentamiento civil.
Pronto, Whitelands, sin
quererlo, se ve rodeado por los acontecimientos políticos cuando descubre que
el aristócrata posee una obra de Velázquez desconocida y sin catalogar.
A través de la mirada flemática
y confiada de este extranjero, amante de la cultura española, Eduardo Mendoza muestra un paisaje en el que
las disputas partidistas se van calentando día a día y en las calles se impone
el ruido de las pistolas y la violencia, el ruido de la riña de gatos.
Pero no todo en la novela
es política, porque para el protagonista se impone el amor por el arte y por la
obra de Velázquez, de modo que la vida del pintor sevillano va tapando el olor
a pólvora colocando al arte por encima del odio.
Además la novela va
adquiriendo tintes que remiten a “El
tercer hombre” de Graham Greene, ya que el escritor pone en juego a las fuerzas del espionaje y contraespionaje
de las grandes potencias que tienen intereses en España, como son la Italia
fascista o la Alemania nazi que tratan de armar a la Falange ante el inminente
golpe de estado. El aristócrata español resulta ser un falangista que intenta
vender el Velázquez para contribuir con la causa falangista, y el gobierno
británico quiere aprovechar la intervención de Anthony Whitelands para que esa
operación salga bien, preocupado como está por un próximo triunfo de la
revolución bolchevique en España. Es el gobierno del Frente Popular quien hace
todo lo posible para frenar dicha operación a través de un espía soviético que
también anda enredado en este asunto.
Uno de los mejores momentos
de la novela es la preparación de la conspiración contra la República que Mola, Franco y Queipo del Llano llevan a cabo en la casa del aristócrata, el Marqués de Igualada. La descripción
física y psicológica de los personajes no tiene desperdicio. Esta reunión que
pudo ser más o menos real en su día, se convierte en comedia cuando entra en
juego nuestro protagonista que aparece como una especie de intruso al que los
militares buscan por toda la casa y de los que finalmente consigue zafarse al
estilo del innominado y quijotesco protagonista de “El misterio de la cripta embrujada”.
Casi al final de la
novela, admirando el cuadro de “Las Meninas”,
Whitelands reflexiona en voz alta:
“Después de un largo silencio, Velázquez pintó
este cuadro al final de su vida. La obra cumbre de Velázquez y también su
testamento. Es un retrato de corte al revés: representa a un grupo de personajes
triviales: niñas, sirvientas, enanos, un perro, un par de funcionarios y el
propio pintor. En el espejo de refleja borrosa la figura de los Reyes, los
representantes del poder. Están fuera del cuadro y, por consiguiente, de nuestras vidas, pero lo
ven todo, lo controlan todo, y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser”.
El final del relato
histórico es conocido por todos. Lo que ocurre con el desconocido cuadro de
Velázquez y con Anthony Whitelands queda para los lectores de la novela.
Arte, historia, intriga, humor,
y mucho talento, son los ingredientes de este libro que hizo más grande, si
cabe, al merecido Premio Cervantes.
Uno de mis autores favoritos, aunque con dos caras: libros que me han gustado mucho, como La isla inaudita y libros que no me han gustado nada como Sin noticias de Gurb. Quizás una excepción entre sus lectores. Éste no lo conozco, una buena oportunidad la excusa del Cervantes para retomar alguno de sus libros. Saludos.
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