viernes, 30 de diciembre de 2016

Reto Sabuesos 2017



Uno de mis géneros literarios favoritos es el de la novela negra. Todos los años descubro a algún escritor que me hace estar pegado a las páginas de un libro corriendo detrás de las palabras hasta que llega el desenlace. Mi incursión en el género fue de lo más natural, pues llegó a través de Agatha Christie. Recuerdo que me entusiasmó “Telón”, el último caso de Hércules Poirot. Tendría once o doce años y lo leí en una pequeña edición en tapa dura del Círculo de Lectores. Creo que fue el primero libro que presté, no sé a quién, y nunca más supe de él. Luego vinieron otros más, pero eso es otra historia.  Agatha Christie utilizaba una técnica que consistía en acortar las frases conforme se acercaba el final para llevar al lector en volandas hasta el lugar más deseado por éste: el desenlace. En aquel momento no me percaté pero lo cierto es que funcionó. Y sigue funcionando, porque desde entonces he leído a otros muchos autores de novela negra, empezando por Arthur Conan Doyle y continuando con Manuel Vázquez Montalbán, Hening Mankell, Fred Vargas o Andrea Camilleri.
Y como es un género que me gusta y al que recurro de vez en cuando, he decidido participar en el Reto Sabuesos 2017  que organiza el blog "No sólo leo", y que consiste en leer y reseñar novelas en las que haya un misterio y un detective, comisario o aficionado dispuesto a resolverlo. Tengo muchos autores pendientes —yo que creía que no eran demasiados, cuando descubrí el blog "Mis detectives favorit@s" , me entró algo parecido al vértigo— de modo que esta puede ser una buena excusa para acercarme a ellos.

 1.- "Que se levanten los muertos" Serie "Los tres evangelistas" Marc, Lucien y Mathias, de Fred Vargas. 
2.- Los detectives salvajes. Ulises Lima y Arturo Belano, de Roberto Bolaño.
3.- Cosmos. Witold y Fucs, de Witold Gombrowicz.
4.-Ritos de muerte. Petra Delicado, de Alicia Giménez Bartlett.
5.- Blanco nocturno. Comisario Croce y Emilio Renzi, de Ricardo Piglia.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Los hermanos Tanner, de Robert Walser



Ayer se cumplieron sesenta años de la muerte del escritor suizo Robert Walser. El día de Navidad de 1956, unos niños que salieron a pasear encontraron su cuerpo sin vida en medio de un bosque nevado. Tenía 78 años cuando esa mañana salió del sanatorio psiquiátrico de Herisau para dar su último paseo.
Cincuenta años antes había escrito Los hermanos Tanner, una novela en la que Simon, el joven protagonista, se encuentra mientras camina con el cadáver de un hombre en el bosque también en un nicho de nieve. En ese momento, el joven Simon piensa:
 “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes cubiertos de nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones [...] Tu muerte bajo este cielo constelado es muy hermosa y no podré olvidarla en mucho tiempo”. Y así fue, Robert Walser nunca olvidó esa imagen y dejó este mundo haciendo lo que más le gustaba, pasear por el bosque.

Hace un tiempo escuché a la escritora Clara Obligado decir que descubrir un hilo de oro en un libro era descubrir una mina, y no pude más que darle la razón cuando seguí ese hilo que había encontrado en Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas, y que me llevó irremediablemente a la librería en busca de ese autor invisible, cuyos libros leía en voz alta Franz Kafka a sus  amigos. Tuve la suerte de encontrarlo, porque la editorial Siruela hacía poco que había reeditato su obra. De manera que aquella tarde, salí con Los Hermanos Tanner de Robert Walser debajo del brazo.

“Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en un librería y pidió ser presentado al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero, un hombre mayor y de muy venerable porte, clavó una penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase.
—Quiero ser librero—dijo el juvenil principiante—, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi propósito. El oficio de librero me ha parecido siempre fascinante y no veo por qué habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación. Pues tal como me ve aquí ante usted, caballero, me considero extraordinariamente apto para vender libros en su tienda, y tantos como pudiera desear vender usted mismo.”

Este es el principio de Los hermanos Tanner y quien habla es uno de ellos, Simon, un joven que, aunque parece tener claro lo que quiere, pronto descubrimos que no es así, que no tiene ni idea a qué quiere dedicarse, así que no tarda en dejar el trabajo para comenzar a vagabundear de un lado a otro: “¿Qué tiene de malo dar caminatas, aunque llueva o esté nevando, si se posee un par de piernas sanas y se dejan en casa las preocupaciones?”.


Caminar fue la ocupación a la que más empeño puso Robert Walser a lo largo de su vida. Incluso hizo un homenaje de esta actividad en su novela El paseo. De modo que el joven Simón Tanner, pasea a lo largo de la novela.  Pero también necesita trabajar así que comienza a hacerlo como contable en un banco y encuentra una bonita habitación en la ciudad pero cerca del bosque. La casa pertenece a Klara Agappaia, hermosa esposa de un industrial que siempre está de viaje. Llega la primavera y Simón escribe a su hermano Kaspar para que lo visite. Kaspar es pintor. Ambos son vitalistas, optimistas y austeros. Les encanta la naturaleza y las cosas sencillas de la vida. Son inteligentes y elocuentes, y buscan su camino a través de la belleza y la alegría. Simón reflexiona en su oficina: “El edificio de un banco es sin duda algo absurdo en primavera”. Un día es despedido por llegar una hora tarde al trabajo y esta es la conversación que tiene con su jefe:
“—Me alegro mucho de que esto se acabe. ¿Cree usted acaso que me ha dado un duro golpe, que ha quebrantado mi ánimo o algo por el estilo: me siento encumbrado, lisonjeado, siento que, después de mucho tiempo, me han vuelto a inyectar una gotita de esperanza. No he nacido para ser una máquina de escribir ni una calculadora [...] No quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece más valioso. Sólo se tiene un futuro cuando no se tiene un presente, mientras que si se tiene un presente, uno se olvida hasta de pensar en el futuro”.
Kaspar llega a la casa y Klara pronto se enamora del pintor. Los tres viven momentos dichosos. Nada les distrae de su felicidad. Dice Simón:
“Tengo otras cosas en que pensar. En que esta mañana soy feliz, por ejemplo, y siento mis piernas como alambres finos, flexibles. Cuando siento mis piernas soy feliz y no pienso en ningún ser humano de este mundo, ni hombre ni mujer, simplemente en nada. ¡Ah, qué bien se está aquí en el bosque en esta mañana tan soleada!”

La historia de amor entre Klara y Kaspar es cada vez más intensa. El marido de Klara está en otro mundo, el de los negocios y el dinero, y en ningún momento es capaz de pensar que su esposa esté viviendo un romance con uno de los inquilinos. De modo que Klara, contagiada por los hermanos, se emociona contemplando el bosque desde el balcón de su casa:
“¡Qué bella me veo así! Casi podría olvidar a Kaspar, olvidarlo todo. En momentos así no entiendo cómo he podido llorar por algo. ¡Qué imperturbable es el bosque y, sin embargo, qué flexible, cálido, vivo y dulce! ¡Qué aliento sale de los pinos, qué rumor! El rumor de los árboles torna superflua cualquier música.
¡Qué extrañamente renovada me siento! ¡Qué misterio tan grande es echarse a dormir, no, estar cansado primero, luego irse a dormir y por último despertarse y sentirse como nuevo! Cada día es un cumpleaños para nosotros”.
Simon Tanner se siente a gusto entregándose a la indolencia, a la idea de ser un hombre olvidado, como un pájaro libre al que no le gusta estar atado ni encerrado. Las convenciones sociales no están entre sus prioridades, a pesar de que su hermano mayor, un respetado médico, se avergüenza de su forma de vida y trata de reconvertirlo en un hombre de provecho.
Piensa Simon: “De todas formas, no me interesa en absoluto progresar en la vida, sólo quiero vivir con un mínimo de decencia, nada más […] Tampoco es un tenga tantos compromisos en el mundo como para verme obligado a pensar más de la cuenta [...] Cierto es que sólo soy respetado por una persona: yo mismo, pero es alguien cuyo respeto es el que más me importa, soy libre y puedo, cada vez que la necesidad lo exige, vender mi libertad por un tiempo para luego ser nuevamente libre. Vale la pena ser pobre a cambio de la libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me indigno cuando alguien me viene con la palabra “trabajo fijo” y los compromisos que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!”
Simon Tanner deja la casa de Klara y continúa con su peregrinar, siempre de un lado a otro, siempre reflexionando sobre la vida:
“Aunque soy el último de los pobres diablos, nunca se me ocurriría dejar que lo notasen; al contrario, la penuria económica obliga en cierto modo a comportarse con orgullo. Si fuera rico, quizá podría darme el lujo de seguir con la misma rutina. Pero así no, porque el hombre ha de mantener un equilibrio. Podré estar exhausto, pero debo pensar que otros también tendrán motivos para estarlo. No vivimos solo para nosotros, sino para todos. Mientras seamos observados, tendremos la obligación de ofrecer una imagen ejemplar y enérgica a fin de que los menos audaces puedan tomarnos por modelos. Es preciso dar una impresión de firmeza y desahogo aunque nos tiemblen las rodillas y el estómago nos ladre de puro vacío”
Es con esta dignidad con la que un día entra en uno de los salones de la burguesía y conoce a una mujer a la que rápidamente hechiza con su manera de ver el mundo.

Así es esta novela, una novela que hechiza al lector, a pesar de que parece no ocurrir nada.  La descripción de los paisajes, los personajes, las reflexiones y las conversaciones que se dan en este viaje iniciático de Simon Tanner, son suficientes para convertirla en una píldora contra la tristeza, el pesimismo y la infelicidad. Una joya de la literatura que, a punto de cumplir 110 años, deja cualquier libro de autoayuda a la altura del betún. No me extraña que Robert Walser tuviera seguidores tan célebres como Elias Canetti, Franz Kafka, Adolfo Bioy Casares, Walter Benjamin, o en los últimos años, a grandes de las letras como el propio Vila-Matas o  J.M. Coetzee.

Robert Walser fue botones, sirviente en un castillo, criado de una mujer rica, trabajó también en una librería, en un banco, en un archivo, en una compañía de seguros. Sólo quería escribir y pasear, igual que Simon Tanner.

El 19 de noviembre de 2005, Francisco Solano escribía un artículo en El País en el que decía:
“Aunque escasos y dispersos, no hay ningún lector de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de embrollos éticos y nos limpia de mezquindad”.


jueves, 15 de diciembre de 2016

Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas



Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas es todo un homenaje a la literatura, un libro en el que el lector se da un baño de letras metiéndose en la piel de un escritor italiano de cierto éxito afincado en Barcelona que, cuando viaja a Sevilla para dar una conferencia sobre “realidad y ficción” junto a Bernardo Atxaga, elige desaparecer, quitarse de la circulación, como en su momento hiciera Agatha Christie, que desapareció once días durante los cuales todo el mundo la anduvo buscando.
El escritor italiano se transforma en el doctor Pasavento y se marcha a Nápoles sin dar explicaciones y sin decírselo a nadie. Una vez allí, se encierra en la habitación de un hotel para leer, reflexionar y escribir sobre “la soledad, la locura, la libertad. Y también la impostura, la idea de viajar y perder países, la muerte, la desaparición, el abismo. Y la bella infelicidad. Este encierro lo rompe con paseos por las bulliciosas calles de Nápoles, “ y empecé a parecerme a esos vagabundos que patean varias veces al día toda una ciudad entera y van describiendo, con sus errantes pasos círculos concéntricos alrededor de sí mismos `[…] Lo que en realidad hacemos cuando caminamos por una ciudad es pensar”.
En realidad, lo que está haciendo el doctor Pasavento es imitar a Robert Walser, un escritor suizo de principios del siglo XX que fue autor de grandes obras como Jacob von Gunten o Los hermanos Tanner, muy admiradas por Franz Kafka o Walter Benjamin.
Robert Walser dejó escrito:
“Si alguna vez una mano, una oportunidad, una ola me levantase, y me llevase hacia lo alto, allí donde impera el poder y el prestigio, haría pedazo las circunstancias que me hubieran llevado hasta allí, y me arrojaría yo mismo hacia abajo, hacia las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar”
Eso es lo que pretende hacer el protagonista de la novela de Vila-Matas, respirar en las regiones inferiores.
Pasa el tiempo y se va imponiendo la triste realidad del doctor Pasavento: ha desaparecido pero nadie le busca, nadie piensa en él. De modo que, en vez de rendirse y regresar a Barcelona, da una nueva vuelta de tuerca a su plan y decide convertirse en su héroe moral, desapareciendo por completo en el manicomio de Herisau en Suiza, lugar en el que Walser pasó, de manera voluntaria, los últimos años de su vida. Una vez allí el doctor Pasavento escribe:
“Día tras día, no dejo de corroborar estas intuiciones de la misma forma que también confirmo una vez más que cuando se está solo mucho tiempo, cuando se ha acostumbrado uno a estar solo, cuando se ha adiestrado a estar uno solo con su Soledad, se descubren cada vez más cosas por todas partes, donde para los demás no hay nada”.

Eso es la novela, eso es Doctor Pasavento, una obra que habla de la vida a través de la literatura, un original viaje hacia la nada en el que el protagonista siempre está acompañado en su Soledad por escritores como Sebald, Cervantes, Sterne, Svevo, Saint-Exupéry, la hermanas Brönte, Kafka, Pynchon, Salinger, Banville y otros muchos, pero sobre todo, siempre le acompaña Robert Walser, pues en realidad, la novela es una especie de biografía encubierta del escritor suizo.
Leer Doctor Pasavento es descubrir muchas de esas cosas que los demás no ven. Es pues, una novela de descubrimiento, un hilo de oro que, una vez encontrado, no puedes dejar de de seguir,  incluso cuando has terminado su lectura.
Y es lo que hice, y lo que intento hacer, seguir el hilo de oro.
Imprescindible, Doctor Pasavento.
Imprescindible, Enrique Vila-Matas.
Documental: Imprescindibles. Extraña forma de vida. Retrato literario (Enrique Vila-Matas)





jueves, 8 de diciembre de 2016

Riña de gatos. Madrid 1936, de Eduardo Mendoza






La semana pasada me llevé una gran alegría cuando le otorgaron el Premio Cervantes a Eduardo Mendoza porque es uno de los escritores que me han acompañado a lo largo de mi vida lectora. Sus novelas han ido llegando a mi biblioteca religiosamente desde que, siendo muy joven, me acercara a su escritura con “El misterio de la cripta embrujada”. Sin embargo, no fue ésta, sino “La verdad sobre el caso Savolta” y, sobre todo, “La ciudad de los prodigios”, las que lo colocaron en el número dos de mis escritores favoritos. En el uno estaba, inamovible, Manuel Vázquez Montalbán. Recuerdo que una de las cosas que contribuían a que los lunes fuesen más llevaderos, era columna que éste escribía en la contraportada de El País. Cuando murió, los lunes continuaron siendo llevaderos porque fue Eduardo Mendoza quien se encargó de intentar llenar ese espacio vacío. No era tarea fácil, y sin embargo, supo hacerlo con elegancia y genio.

Este fue el primer artículo que publicó aquel lunes 27 de octubre de 2003:
Apenas iniciada mi andadura literaria tuve aviso de cuál era el papel que el destino me tenía reservado en el proceloso mundo de las letras. En el transcurso de una recepción, en Nueva York, me presentaron a un prestigioso hispanista norteamericano. A solas con él, me preguntó muy educadamente si yo era un escritor barcelonés, como le habían dicho. Le contesté que escribía y que era de Barcelona, porque siempre es mejor manejar datos que categorías. En tal caso, dijo él, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Sabría decirme qué está haciendo ahora el señor Vázquez Montalbán? Le respondí que, habida cuenta de la diferencia horaria y conociendo al señor Vázquez Montalbán, lo más probable es que estuviera comiendo. No, no, replicó él, yo me refería a lo que está escribiendo.
Esta misma escena se ha repetido en incontables ocasiones, en distintos países, con ligerísimas variantes. ¿Qué dice el señor Montalbán, qué piensa el señor Montalbán, cuál es el plato favorito del señor Montalbán? Así me convertí en telonero del señor Montalbán. Nunca me pareció mal oficio ni mucho menos un hecho casual o arbitrario. Porque durante varias décadas Manuel Vázquez Montalbán ha sido el punto de referencia de nuestro tiempo: del que nos ha tocado vivir individual y colectivamente, el que va de los años oscuros de la sopa de ajo y la copla, a los del Nasdaq y la confusión; y del tiempo que nosotros, uno a uno, a trancas y barrancas, nos hemos ido construyendo. Y en ningún sitio su presencia ha sido más conspicua ni su función más clara que aquí, en esta misma columna, que ya no volverá a firmar.
De modo que empieza nueva etapa. Ya no aparecerán en la columna del lunes sus frases certeras, sino estas otras, dubitativas y deslavazadas. Porque a diferencia de quien me precedió, yo no tengo una opinión formada sobre ningún tema importante, y aunque no puedo vanagloriarme de ignorarlo todo, en mi cultura hay lagunas tan hondas que no me extrañaría que en una de ellas estuviera Nessie. Por no ser, ni siquiera soy aficionado al fútbol. Pero de todo esto se dará puntual noticia a su debido tiempo.
Por lo demás, nada ha cambiado. Sólo que a partir de ahora, si alguien me pregunta qué está haciendo el señor Montalbán, tendré que contestar que no lo sé, porque hace unos días, sin dar explicación, Manolo se fue de viaje y todavía no ha vuelto”.




Eduardo Mendoza fue el primer escritor con quien me descubrí riendo mientras pasaba las páginas de un libro, cuando pensaba que la literatura era una cosa seria. Fue el primer escritor con el que disfruté de una novela con una estructura compleja que daba saltos una y otra vez en el espacio y en el tiempo, con personajes inolvidables como Onofre Bouvila o Pajarito de Soto. Fue el escritor que consolidó Barcelona como una de mis ciudades literarias preferidas, siendo trasfondo y al tiempo protagonista de novelas como “Las aventuras del tocador de señoras”, “Mauricio o las elecciones primarias” o “Sin noticias de Gurb”.
En 2010 ganó el Premio Planeta con “Riña de gatos. Madrid.  1936”.
Varias cosas me llamaron la atención por entonces, como que le llegara tan tarde el Planeta, o que se atreviera con un tema tan sensible (todavía) como el de la Guerra Civil Española,  o que eligiera Madrid como escenario de la trama, de modo que no tardé en hacerme con un ejemplar.
El título hacía referencia a un cuadro de Goya que siempre me ha puesto los pelos de punta, en el que dos erizados mininos se enseñan sus respectivas fauces sobre un muro en ruinas, en medio de un paisaje vacío y tenebroso. La alegoría que Goya pintara premonitoriamente en 1786 era perfectamente válida para 1936. Y con este homenaje al pintor aragonés, pronto me percaté de que la pintura, en este caso la de Velázquez, estaba en el fondo de la trama de la novela.



Una novela que se sitúa en 1936, un año convulso en una España gobernada por la coalición de izquierdas del Frente Popular, con el trasfondo de la conflictividad social generada por la violencia callejera de fascistas y anarquistas. Un país en el que los rumores sobre conspiraciones y golpes de Estado estaban a la orden del día.
En este ambiente, Eduardo Mendoza inserta la trama y al personaje protagonista, Anthony Whitelands, un inglés experto en arte que es requerido por un aristócrata para tasar unos cuadros de su propiedad que necesita vender para poder sacar del país a su familia ante un inminente enfrentamiento civil.
Pronto, Whitelands, sin quererlo, se ve rodeado por los acontecimientos políticos cuando descubre que el aristócrata posee una obra de Velázquez desconocida y sin catalogar.
A través de la mirada flemática y confiada de este extranjero, amante de la cultura española,  Eduardo Mendoza muestra un paisaje en el que las disputas partidistas se van calentando día a día y en las calles se impone el ruido de las pistolas y la violencia, el ruido de la riña de gatos.
Pero no todo en la novela es política, porque para el protagonista se impone el amor por el arte y por la obra de Velázquez, de modo que la vida del pintor sevillano va tapando el olor a pólvora colocando al arte por encima del odio.
Además la novela va adquiriendo tintes que remiten a “El tercer hombre” de Graham Greene, ya que el escritor pone en juego a las fuerzas del espionaje y contraespionaje de las grandes potencias que tienen intereses en España, como son la Italia fascista o la Alemania nazi que tratan de armar a la Falange ante el inminente golpe de estado. El aristócrata español resulta ser un falangista que intenta vender el Velázquez para contribuir con la causa falangista, y el gobierno británico quiere aprovechar la intervención de Anthony Whitelands para que esa operación salga bien, preocupado como está por un próximo triunfo de la revolución bolchevique en España. Es el gobierno del Frente Popular quien hace todo lo posible para frenar dicha operación a través de un espía soviético que también anda enredado en este asunto.
Uno de los mejores momentos de la novela es la preparación de la conspiración contra la República que Mola, Franco y Queipo del Llano llevan a cabo en la casa del aristócrata, el Marqués de Igualada. La descripción física y psicológica de los personajes no tiene desperdicio. Esta reunión que pudo ser más o menos real en su día, se convierte en comedia cuando entra en juego nuestro protagonista que aparece como una especie de intruso al que los militares buscan por toda la casa y de los que finalmente consigue zafarse al estilo del innominado y quijotesco protagonista de “El misterio de la cripta embrujada”.
Casi al final de la novela, admirando el cuadro de “Las Meninas”, Whitelands reflexiona en voz alta:
“Después de un largo silencio, Velázquez pintó este cuadro al final de su vida. La obra cumbre de Velázquez y también su testamento. Es un retrato de corte al revés: representa a un grupo de personajes triviales: niñas, sirvientas, enanos, un perro, un par de funcionarios y el propio pintor. En el espejo de refleja borrosa la figura de los Reyes, los representantes del poder. Están fuera del cuadro y,  por consiguiente, de nuestras vidas, pero lo ven todo, lo controlan todo, y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser”.
El final del relato histórico es conocido por todos. Lo que ocurre con el desconocido cuadro de Velázquez y con Anthony Whitelands queda para los lectores de la novela.
Arte, historia, intriga, humor, y mucho talento, son los ingredientes de este libro que hizo más grande, si cabe, al merecido Premio Cervantes.







miércoles, 7 de diciembre de 2016

Poemas y canciones, de Bertolt Brecht






En 1956, poco antes de morir, el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió este poema titulado “Satisfacciones”:

La primera mirada por la ventana al despertarse
el viejo libro vuelto a encontrar
rostros entusiasmados
 nieve, el cambio de las estaciones
el periódico
el perro
la dialéctica
ducharse, nadar
música antigua
zapatos cómodos
comprender
música nueva
escribir, plantar
viajar
cantar
ser amable

En 1933 sus libros eran quemados por los nazis.