Ayer se cumplieron
sesenta años de la muerte del escritor suizo Robert Walser. El día de Navidad de 1956, unos niños que salieron a
pasear encontraron su cuerpo sin vida en medio de un bosque nevado. Tenía 78
años cuando esa mañana salió del sanatorio psiquiátrico de Herisau para dar
su último paseo.
Cincuenta años antes había escrito Los hermanos Tanner,
una novela en la que Simon, el joven protagonista, se encuentra mientras
camina con el cadáver de un hombre en el bosque también en un nicho de nieve. En
ese momento, el joven Simon piensa:
“¡Con
qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes
cubiertos de nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a
contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y
las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene
oído ni sensaciones [...] Tu muerte bajo este cielo constelado es muy hermosa y
no podré olvidarla en mucho tiempo”. Y así fue, Robert Walser nunca olvidó
esa imagen y dejó este mundo haciendo lo que más le gustaba, pasear por el bosque.
Hace un tiempo escuché a la escritora Clara Obligado decir que descubrir un hilo de oro en un libro era descubrir una mina, y no pude más que darle la razón cuando seguí ese hilo que había encontrado en Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas, y que me llevó irremediablemente a la librería en busca de ese autor invisible, cuyos libros leía en voz alta Franz Kafka a sus amigos. Tuve la suerte de encontrarlo, porque la editorial Siruela hacía poco que había reeditato su obra. De manera que aquella tarde, salí con Los Hermanos Tanner de Robert Walser debajo del brazo.
“Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en un librería y pidió ser presentado al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero, un hombre mayor y de muy venerable porte, clavó una penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase.
—Quiero ser librero—dijo el juvenil principiante—,
es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi
propósito. El oficio de librero me ha parecido siempre fascinante y no veo por
qué habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación.
Pues tal como me ve aquí ante usted, caballero, me considero
extraordinariamente apto para vender libros en su tienda, y tantos como pudiera
desear vender usted mismo.”
Este es el principio de Los hermanos Tanner y quien habla es
uno de ellos, Simon, un joven que, aunque parece tener claro lo que quiere,
pronto descubrimos que no es así, que no tiene ni idea a qué quiere dedicarse, así
que no tarda en dejar el trabajo para comenzar a vagabundear de un lado a otro:
“¿Qué tiene de malo dar caminatas, aunque
llueva o esté nevando, si se posee un par de piernas sanas y se dejan en casa
las preocupaciones?”.
Caminar fue la ocupación
a la que más empeño puso Robert Walser a lo largo de su vida. Incluso hizo un
homenaje de esta actividad en su novela El paseo. De modo que el joven Simón
Tanner, pasea a lo largo de la novela. Pero
también necesita trabajar así que comienza a hacerlo como contable en un banco
y encuentra una bonita habitación en la ciudad pero cerca del bosque. La casa
pertenece a Klara Agappaia, hermosa esposa de un industrial que siempre está de
viaje. Llega la primavera y Simón escribe a su hermano Kaspar para que lo
visite. Kaspar es pintor. Ambos son vitalistas, optimistas y austeros. Les
encanta la naturaleza y las cosas sencillas de la vida. Son inteligentes y
elocuentes, y buscan su camino a través de la belleza y la alegría. Simón
reflexiona en su oficina: “El edificio de
un banco es sin duda algo absurdo en primavera”. Un día es despedido por
llegar una hora tarde al trabajo y esta es la conversación que tiene con su
jefe:
“—Me alegro mucho de que esto se acabe. ¿Cree
usted acaso que me ha dado un duro golpe, que ha quebrantado mi ánimo o algo
por el estilo: me siento encumbrado, lisonjeado, siento que, después de mucho
tiempo, me han vuelto a inyectar una gotita de esperanza. No he nacido para ser
una máquina de escribir ni una calculadora [...] No quiero un futuro, lo que
quiero es un presente. Me parece más valioso. Sólo se tiene un futuro cuando no
se tiene un presente, mientras que si se tiene un presente, uno se olvida hasta
de pensar en el futuro”.
Kaspar llega a la casa y
Klara pronto se enamora del pintor. Los tres viven momentos dichosos. Nada les
distrae de su felicidad. Dice Simón:
“Tengo otras cosas en que pensar. En que esta mañana
soy feliz, por ejemplo, y siento mis piernas como alambres finos, flexibles.
Cuando siento mis piernas soy feliz y no pienso en ningún ser humano de este
mundo, ni hombre ni mujer, simplemente en nada. ¡Ah, qué bien se está aquí en
el bosque en esta mañana tan soleada!”
La historia de amor entre
Klara y Kaspar es cada vez más intensa. El marido de Klara está en otro mundo,
el de los negocios y el dinero, y en ningún momento es capaz de pensar que su
esposa esté viviendo un romance con uno de los inquilinos. De modo que Klara,
contagiada por los hermanos, se emociona contemplando el bosque desde el balcón
de su casa:
“¡Qué bella me veo así! Casi podría olvidar a
Kaspar, olvidarlo todo. En momentos así no entiendo cómo he podido llorar por
algo. ¡Qué imperturbable es el bosque y, sin embargo, qué flexible, cálido,
vivo y dulce! ¡Qué aliento sale de los pinos, qué rumor! El rumor de los
árboles torna superflua cualquier música.
¡Qué extrañamente renovada me siento! ¡Qué
misterio tan grande es echarse a dormir, no, estar cansado primero, luego irse
a dormir y por último despertarse y sentirse como nuevo! Cada día es un
cumpleaños para nosotros”.
Simon Tanner se siente a gusto entregándose a
la indolencia, a la idea de ser un hombre olvidado, como un pájaro libre al que no le gusta estar atado ni encerrado. Las convenciones sociales no están entre sus prioridades, a pesar de
que su hermano mayor, un respetado médico, se avergüenza de su forma de vida y
trata de reconvertirlo en un hombre de provecho.
Piensa Simon: “De todas formas, no me interesa en absoluto progresar en la vida, sólo quiero vivir con un mínimo de decencia, nada más […] Tampoco es un tenga tantos compromisos en el mundo como para verme obligado a pensar más de la cuenta [...] Cierto es que sólo soy respetado por una
persona: yo mismo, pero es alguien cuyo respeto es el que más me importa, soy
libre y puedo, cada vez que la necesidad lo exige, vender mi libertad por un
tiempo para luego ser nuevamente libre. Vale la pena ser pobre a cambio de la
libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me
indigno cuando alguien me viene con la palabra “trabajo fijo” y los compromisos
que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta
lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!”
Simon Tanner deja la casa de Klara y continúa con
su peregrinar, siempre de un lado a otro, siempre reflexionando sobre la vida:
“Aunque soy el último de los pobres diablos,
nunca se me ocurriría dejar que lo notasen; al contrario, la penuria económica
obliga en cierto modo a comportarse con orgullo. Si fuera rico, quizá podría
darme el lujo de seguir con la misma rutina. Pero así no, porque el hombre ha
de mantener un equilibrio. Podré estar exhausto, pero debo pensar que otros
también tendrán motivos para estarlo. No vivimos solo para nosotros, sino para todos.
Mientras seamos observados, tendremos la obligación de ofrecer una imagen
ejemplar y enérgica a fin de que los menos audaces puedan tomarnos por modelos.
Es preciso dar una impresión de firmeza y desahogo aunque nos tiemblen las
rodillas y el estómago nos ladre de puro vacío”
Es con esta dignidad con
la que un día entra en uno de los salones de la burguesía y conoce a una
mujer a la que rápidamente hechiza con su manera de ver el mundo.
Así es esta novela, una
novela que hechiza al lector, a pesar de que parece no ocurrir nada. La descripción de los paisajes, los personajes,
las reflexiones y las conversaciones que se dan en este viaje iniciático de
Simon Tanner, son suficientes para
convertirla en una píldora contra la tristeza, el pesimismo y la infelicidad. Una
joya de la literatura que, a punto de
cumplir 110 años, deja cualquier libro de autoayuda a la altura del betún. No me extraña que Robert
Walser tuviera seguidores tan célebres como Elias Canetti, Franz Kafka, Adolfo Bioy Casares, Walter Benjamin, o en los últimos años, a grandes de las letras
como el propio Vila-Matas o J.M.
Coetzee.
Robert Walser fue botones,
sirviente en un castillo, criado de una mujer rica, trabajó también en una
librería, en un banco, en un archivo, en una compañía de seguros. Sólo quería
escribir y pasear, igual que Simon Tanner.
El 19 de noviembre de 2005, Francisco Solano escribía un artículo en El País en el que decía:
“Aunque escasos y dispersos, no hay ningún lector
de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se
sienta reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de
embrollos éticos y nos limpia de mezquindad”.
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