El ser humano ha
sentido siempre la necesidad de adelantarse a los acontecimientos. Ya en la antigua
Grecia estaba arraigada la costumbre de acudir a los oráculos para intentar
conocer la voluntad de los dioses. En Roma, los augures eran los encargados de
adivinar el futuro analizando el vuelo de las águilas o el graznido de los
cuervos. Las señales del cielo eran cruciales para saber si era el momento
adecuado para jugársela. Si una tarde de tormenta los rayos aparecían por el
Este, lo mejor sería dejar la empresa para otro día porque Júpiter pondría una
zancadilla insalvable. Dos mil años después, seguimos necesitados de brujos,
astrólogos, magos, pitonisas, ilusionistas, videntes y tarólogos.
«Horacio suspiró.
Cualquier opositor suspiraría por saber qué tema le va a salir en el examen que
garantizará su futuro; cualquier conductor querría tener la certidumbre de si
le harán esta noche un control de alcoholemia o no; todo quinielista gozaría al
recibir la noticia de si este equipo o el otro van a vencer, empatar o ser
derrotados, para rellenar de forma adecuada su apuesta y hacerse ricos; el
jugador de bonoloto sería feliz si sobre él se deslizasen, como en un
pentecostés aritmético, los números mágicos que mutarán su suerte… Pero si
alguien les diera de verdad el poder, el increíble poder, el aterrador poder de
conocer todo eso con antelación notarían una angustia terrible a los pocos
días» (p.147).
Horacio es el
protagonista de la última novela de Rubén
Castillo titulada El calendario de
Dios. Horacio, nacido en un pueblo de Cuenca, está divorciado (de Rebeca) y
vive solo en un piso en el centro de Madrid que hace las veces de consultorio,
porque Horacio, y aquí viene lo extraordinario, es adivino, pero no un tunante
cualquiera, pues realmente posee el don de la adivinación a través de los
arcanos, y de ello vive. No obstante, aparenta ser un falso vidente pues le
gusta vivir como un tipo normal, para lo que tiene que ocultar el don. Horacio
quiere vivir como Clark Kent sin tener que usar nunca el traje de Superman. No
quiere ser un héroe, ni quiere jugar a ser Dios, porque sabe que cambiar el destino de las
personas puede tener consecuencias catastróficas, como bien le advirtió su
maestro Leo en su juventud. Sin embargo, un día, la compasión le empuja a decir
a un anciano el número que saldrá premiado en la lotería. Esto desencadena la
acción de la novela que, a partir de entonces, se transforma en una obra de
intriga en la que el protagonista intenta huir de aquellos que lo quieren
desenmascarar, desde un periodista hasta los servicios secretos, para utilizar
su enorme poder. El pobre Horacio tendrá que despistarlos, y en su periplo por Madrid, Cuenca y Santa Pola (en el que los
bares y la comida están muy presentes) vamos conociendo su historia a través continuos
flash-backs en los que nos muestra la
vida con su maestro y con su exmujer.
El calendario de Dios es una novela en la que la trama está envuelta de
abundantes e interesantes reflexiones filosóficas, literarias,
cinematográficas, futbolísticas y gastronómicas. Porque Horacio, que es un tipo
honrado, sensible e incorruptible, es un apasionado de la literatura (le gusta
Delibes, Machado o Chejov) a quien además le gusta el fútbol (las
noticias del Marca nos ofrecen una
pista de la fecha en la que se desarrolla la novela) y la cerveza muy fría. Horacio
es un personaje memorable.
Tenía ganas de volver
a leer a Rubén Castillo después de La voz
oscura. Además de disfrutar de su afinada prosa, he seguido la recomendación
de Horacio y me he hecho con el ejemplar de la Antología poética de Sylvia Plath de la Editorial Visor.
Buena
marca.
Un poco más:
«Horacio cerró el periódico con lentitud, agachó la cabeza y suspiró. Cada día le asombraba más el mundo que le rodeaba: políticos que se iban turnando rapazmente en el poder, y que apenas se molestaban en disimular, con sonrisas y corbatas, su condición de pirañas; deportistas endiosados que pregonaban desde las cámaras y los micrófonos su malestar por presuntas injusticias arbitrales o periodísticas, pero eludiendo siempre la mención de su sueldo, que centuplicaba el de cualquier cirujano, juez o bomberos, empresarios que, insatisfechos con ganar diez mil pretendían ganar cien mil, con la convivencia de bancos y legisladores, y luego, por debajo, la caterva de listillos, vividores, hipócritas, mendaces, trepas, demagogos y demás familia que se aferraban al Sistema como las garrapatas lo hacen al pelo de los perros: con la intención de chupar hasta la última gota posible de su sangre. Pero lo más enervante de la situación era que la culpa siempre era de los humillados y de los ofendidos» (p.109)
Klaus and Kinski. Ley y moral
El planteamiento de la novela recuerda poderosamente a la obra inclasificable de César Aira, El mago, cuyo argumento trata de un mago que es capaz de hacer cualquier cosa sin esfuerzo, y tiene que ocultarse como un ilusionista más para que no se note su poder real. Nunca hace uso de su poder salvo en una ocasión, pero no hay una trama detectivesca detrás ni es una obra de intriga, es más bien filosófico-literaria. Estaría bien que la conocieras para que veas su similitud en esta aspecto central. No obstante, la obra que nos presentas, pinta bien. Muchas gracias por la recomendación. Un saludo.
ResponderEliminarCesar Aira es uno de los autores a los que tengo ganas de acercarme. Parece que el punto de partida es el mismo en ambas novelas. Es muy probable que Rubén Castillo, que es un gran lector (su blog “Librario íntimo” da buena fe de ello), conozca la obra de Aira.
EliminarSigo tu recomendación y tomo nota para leerla próximamente.
Un abrazo.
Conocer el futuro, eterno anhelo... y ¡menos mal que no podemos conocerlo! Los ojos de hoy quizás no entendieran ese mañana. Ese mañana para el que estamos preparados cuando llega, aunque tantas veces pensamos que no. Un abrazo.
ResponderEliminarSi me dieran a elegir entre viajar al futuro o hacerlo al pasado elegiría sin dudarlo esta última opción. Algo así dice Auster en no sé qué novela. Y opino lo mismo, porque el futuro no lo entendería (ya me va costando entender este presente tan futurista) o seguramente no me gustaría. Tengo la sensación de que ya no hay utopías sino distopías. Así que el futuro no parece muy atractivo. Mejor echar la vista atrás para conocer a los que ya pasaron por aquí y dejaron su huella.
EliminarUn abrazo.
Son buenísimas esas últimas frases que citas. No conocía al autor, pero lo apunto porque sospecho que me ha de gustar. Me parece que con el pretexto de los poderes adivinatorios de Horacio se le hace una fina disección a la sociedad en que nos ha tocado vivir y que, no olvidemos, vamos construyendo entre todos, unos activamente y otros con la pasividad cómoda y complaciente y el "todos son iguales". Tomo nota.
ResponderEliminarUn beso.
Hola Rosa, seguro que te gustaría. Es un autor ya verterano (creo que tiene en su haber cerca de una decena de novelas) . No vas desencaminada en tu comentario. El autor utiliza al personaje para hacer un cuadro de los últimos años. No se ceba en la crítica pero tampoco la elude.
EliminarEs la segunda novela que leo de Rubén Castillo, y no creo que sea la última. De hecho, hace poco me crucé en una librería de viejo con una novela anterior suya titulada “El anillo de Moebius”. El título me pareció fantástico. Y ya está en casa esperando.
Un abrazo.
Muy interesante, aparte de la idea, buenísima (un adivino... ¡que de verdad adivina!) me gusta que la trama esté ambientada en sitios tan familiares y elementos de mi cultura que también reconozco, en lo local se esconde lo universal.
ResponderEliminarLa otra novela que citas del autor debe ser un guiño a un cuento de Cortázar. Le seguiré la pista.
Un abrazo.
En el personaje de Horacio confluye la cultura popular y la erudición. Messi y Machado, Luke Skaywalker y Delibes, Mourinho y Guardiola. Lavapies y la Ciudad Encantada, No hay separación ni conflicto.
EliminarMerece la pena leer a Rubén Castillo.
No conocía el cuento de Cortázar. Acabo de leerlo y me ha dejado impactado, sobre todo el surrealista y extraño final.
Por cierto, he empezado a leer “El tiempo es un canalla”. Y es muy buena.
Un abrazo Gerardo.