viernes, 29 de junio de 2018

El vino del estío, de Ray Bradbury



Me acuerdo de las canciones situadas en la cara b de los vinilos; tristes, silenciosas, resignadas, dando vueltas boca abajo en el tocadiscos, lejos del cosquilleo de la caricia del añorado diamante. Las imagino deseando que se raye de una maldita vez el otro lado, el lado bueno, siempre risueño, feliz de mostrase al mundo; o esperando que el dueño se harte de escuchar esas canciones vanidosas, para que le dé la vuelta y descubra que hay vida en la cara oculta de la luna.

La lectura de La insolación de Carmen Laforet me trajo esa idea a la cabeza porque pensé que era una novela situada en la cara b de su obra. Se me ocurrió que no estaría nada mal darle la vuelta al disco de algunos autores y leer esas obras poco conocidas para el común de los mortales. A eso me dedicaría a partir de ahora, a explorar obras situadas en la cara b  de escritores consagrados.
Precisamente, esa misma noche volví a ver La librería de Isabel Coixet y me fijé en la escena en la que, tras tomar el té, el señor Brundish le pide a Florence Green que le envíe El vino del estío en cuanto lo reciba. La primera vez que vi la película no me percaté de que le hablaba de la siguiente novela que publicó  Ray Bradbury tras Fahrenheit 451. Pero esta vez sí, porque después, él le dice algo así como que no sabe cómo agradecerle que le descubriera a Ray Bradbury.  Busqué el título y efectivamente, ahí estaba El vino del estío, publicada en 1957. Acababa de encontrar una novela de cara b. Las señales eran evidentes. No podía dejarla pasar.

Cuando terminó la película me puse manos a la obra para hacerme con la novela.  El libro lo había publicado la editorial Minotauro en 2006 y Booket en bolsillo en 2007. Para mi sorpresa estaba descatalogado y fue imposible encontrarlo en las muchas librerías que consulté. La sorpresa se convirtió en asombro cuando lo encontré de segunda mano a precios totalmente desorbitados. Así que pensé que lo mejor sería recurrir a la Biblioteca Regional que siempre suele sacarme de estos apuros. Y efectivamente, tenían un ejemplar en el catálogo. Al día siguiente fui a retirarlo (estaba en depósito como si de un tesoro se tratara) y me lo llevé a casa, contento de leer al escritor norteamericano en ese ejemplar de la biblioteca. Y es que Ray Bradbury fue un defensor a ultranza de las bibliotecas públicas, pues en ellas pasó la mayor parte de su vida, y en ellas aprendió, de manera autodidacta, el oficio de escritor. Dice en una entrevista:

«Tenía siete años cuando fui a una biblioteca por primera vez y esa fue una gran revelación. Cuando tenía siete años viajé desde Illinois hasta Tucson, Arizona, con mi familia. Lo primero que hice cuando salté del automóvil fue ir corriendo a la biblioteca. Me acompañaban torbellinos de viento que soplaban a mi alrededor a lo largo del camino y yo esperaba encontrar libros sobre la tierra de Oz como la de Frank Baum, o Tarzán, esos libros con magia. Y cuando abrí la puerta de la biblioteca y miré, vi a todas esas personas esperando por mí allí adentro. Verás, la biblioteca está llena de personas. No son libros. Las personas esperan ahí adentro, miles de personas que escribieron esos libros. Es mucho más personal que solo los libros. Así, cuando abres un libro, la persona salta y se convierte en ti. Si miras a Charles Dickens, tú eres Charles Dickens, y él eres tú. Así, cuando vas a la biblioteca y sacas un libro del estante, lo abres, ¿y qué es lo que buscas y encuentras? Un espejo. De repente un espejo está ahí, ¿y qué es lo que ves? Te ves a ti mismo, pero tu nombre es Charles Dickens. Eso es una biblioteca. O el libro de Shakespeare, y tú te conviertes en William Shakespeare, o te transformas en Emily Dickinson. O en todos los grandes poetas. Así encuentras al autor que pueda guiarte a través de la oscuridad. Y Shakespeare, me estaba mirando allí,  y Hamlet, y Ricardo III. Y Emily Dickinson me iluminó mi camino. Y Edgar Allan Poe, me dijo: por aquí, por aquí está la luz. Y así vas a la biblioteca y te descubres a ti mismo».

Sus maestros, además de la memoria de lo cotidiano, fueron Shakespeare, Verne, Edgar Allan Poe, E.R. Burroughs, H.G. Welles, Dickens, sobre todo Cuento de Navidad, Los hermanos Grimm, Frank Baum o John Steinbeck, de quien leyó Las uvas de la Ira con 19 años y se vio reflejado, pues su familia fue una de las muchas que iban de un lado a otro de los Estados Unidos de la Gran Depresión en busca de trabajo.



Comienzo a leer El vino del estío y me encuentro con un íncipit muy prometedor que va a marcar el tono de la novela:
«Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en la cama. El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era realmente la madrugada primera del estío.
Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna, Acostado, sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada. Como la luz de un faro, sobre enjambre de olmos y robles y arces»

Ray Bradbury sitúa la narración en el verano de 1928, en un pueblo ficticio de Illinois llamado Green Town. El protagonista es un niño de 12 años llamado Douglas Spaulding, que vive con sus padres, sus abuelos y su hermano menor Tom.
La novela es la historia de lo que ocurre en el pueblo durante ese verano, pero visto a través de la mirada de Douglas, una mirada que transforma los hechos cotidianos en acontecimientos extraordinarios. De modo que podríamos decir que  en El vino del estío el autor trenza un conjunto de relatos que tienen como hilo conductor la presencia de Douglas.

El estilo es popular, directo, poético. Hay cierto romanticismo enmarcado en un ambiente onírico y surrealista. Nos encontramos con esa melancolía, esa nostalgia por la edad de oro perdida de aquellos lugares de la memoria de su infancia, adolescencia y juventud, una memoria en que los temas cotidianos se van transformando de una manera sutil para entrar en un universo mágico.
Entre los tranquilos habitantes del pueblo hay brujas que elaboran pócimas mágicas, hombres solitarios que acechan de noche a las chicas, inventores de máquinas de la felicidad que provocan desdicha, vendedores ambulantes de botellas de aire del polo norte, el amor imposible entre una anciana y un joven, un anciano convertido en una máquina del tiempo, una autómata del tarot cuyas predicciones se cumplen…

Ray Bradbury refleja ese momento mágico de la infancia de Doug, su hermano Tom y sus amigos. La llegada del verano, con el fin de las obligaciones escolares, como promesa de libertad y de aventuras, verano en el que cada día es único e irrepetible. Y aquí cobra sentido del título de la novela. Durante el estío, el abuelo de Doug cosecha vino de diente de león, y cada día de rellena una botella que a la postre tendrá unas características únicas e irrepetibles, como cada uno de los días de Doug y de su hermano Tom. El título original es Dandelion Wine, vino de diente de león. En 1971, los astronautas del Apolo XV llamaron Dandelion a un cráter de la luna en homenaje a esta novela. 

«Sí, el verano eran ritos, celebrados en el momento y el sitio indicados. El rito de la limonada y el té frío, el rito del vino, los pies calzados, o descalzos, y al fin, con una silenciosa dignidad, el rito de la hamaca en el porche» (p.31)

Sin embargo, no es una novela idílica, pues como contrapunto de esa felicidad aparece la vejez, el miedo y la muerte, muy presente en la novela. Los niños y los ancianos son los grandes protagonistas. La anciana señora Bentley o el Coronel Freeleigh, son sendas máquinas del tiempo para los niños que van a visitarlos para que les cuenten historias.

«—Tom—murmuró Douglas—. Tengo que viajar de todos estos modos. Ver lo que puedo ver. Pero sobre todo debo visitar al coronel Freeleigh una vez, dos veces, tres veces por semana. Es mejor que todas las otras máquinas. Él habla, tú escuchas. Y cuanto más habla, más miras alrededor, y ves cosas. Te dice que viajas en un tren muy especial, y, Dios, es cierto. Ha andado, por ese camino, y lo sabe. Y luego aquí vamos nosotros, por el mismo camino, pero más adelante, mirando, olfateando y manejando cosas, y necesitamos al coronel Freeleigh para poder recordar cada segundo. Así cuando los chicos vayan a verte, cuando seas realmente viejo, podrás hacer por ellos lo que el coronel hizo una vez por ti. Así es, Tom. Tengo que dedicar mucho tiempo a visitarlo y escucharlo y viajar lejos con él» (p.87)
En este sentido, me ha parecido maravillosa la historia de amor entre el joven Bill Forrester y la anciana señorita Loomis, un amor basado en las historias que ella le cuenta mientras toman el té cada tarde de aquel verano de 1928.
El principio y el fin de la vida unidos, la memoria transmitida entre generaciones, entre niños y jóvenes que escuchan a los ancianos, que disfrutan de sus historias.

La obra de Ray Bradbury tiene una carga poética profunda. Circos, ferias de pueblo, magos y prestidigitadores, se enmarcan junto con la muerte con total naturalidad, porque eran parte de su memoria, como él mismo declaraba en una entrevista:
«Solía rondar por los desvanes de mis abuelos, bajaba a sus sótanos, escuchaba las locomotoras de medianoche que aullaban por el paisaje del norte de Illinios, y era la muerte, un cortejo funeral que se llevaba a mis seres queridos a un cementerio lejano. Me acordé de las cinco de la mañana, de la llegada del circo, me acordé del mago que jugaba con pañuelos, y hacía desaparecer elefantes en el escenario de mi pueblo. Me acordé de mi abuelo, de mi hermana, y varias tías y primas, para siempre en sus ataúdes, en camposantos donde las mariposas se posaban en las tumbas como flores y las flores volaban sobre las lápidas como mariposas. Me acordé de mi perro, perdido durante días, viviendo a casa una noche en invierno, muy tarde, con la pelambre llena de nieve, de barro y de hojas».

Termino la lectura y me acuerdo de las lágrimas derramadas por Florence Green sobre El vino del estío. A buen seguro que el señor Brundish hubiera disfrutado de su lectura.
Todo un tesoro escondido. Y encontrado.


Traducción de Francisco Abelenda



                                            
REM. Man on the moon






lunes, 25 de junio de 2018

El mundo según Garp, de John Irving



«Jenny Fields, la madre de Garp, fue arrestada en Boston en 1942, por herir a un hombre en el cine. El hecho ocurrió poco después del bombardeo de Pearl Harbour. Entonces la gente se mostraba tolerante con los soldados, porque, de pronto, todos eran soldados, pero Jenny Fields seguía firme en su intolerancia respecto al comportamiento de los hombres en general y de los soldados en particular. En el cine tuvo que cambiar tres veces de asiento, pero en todas ocasiones el soldado volvió a cercarse a ella, hasta que quedó sentada contra la mohosa pared, detrás de una columna que apenas permitía ver el noticiario y decidió que no volverá a levantarse y cambiar de sitio. El soldado apareció a su lado una vez más».

Así comienza El mundo según Garp de John Irving, una novela que no se detiene ni un segundo en elucubraciones existenciales. Es rápida, divertida e inteligente. Repleta de giros inesperados, se hace corta a pesar de sus quinientas páginas.
Desde la primera línea, los personajes van creciendo hasta formar parte de un todo con vida propia. Jenny, Garp, Helen, Duncan, Walt, Roberta, y multitud de personajes y de situaciones, muchas veces disparatadas, recorren la novela cuyo trasfondo es la creación literaria. Jenny Fields se hace célebre gracias a la publicación de su autobiografía; su hijo Garp logra escribir un relato y tres novelas, una de las cuales, precisamente la peor, lo hace rico y famoso. Helen es profesora de literatura y lectora insaciable…

La lucha de una madre soltera por sobrevivir en los Estados Unidos de la segunda posguerra mundial, el amor, la lealtad o el paso de la adolescencia al mundo adulto son algunos de los temas de la novela. Sin embargo, en mi opinión, el tema fundamental es el trabajo del escritor que recorre de manera transversal toda la narración. Irving se atreve a incluir el primer relato de Garp, que a la postre será su mejor obra. Lo mismo hace con el primer capítulo de la novela que lo hará célebre. De manera que el lector puede observar los elementos biográficos que Garp transforma en ficción. Podríamos pensar que John Irving hace lo propio con sus novelas. El narrador, en tercera persona, hace las veces de crítico literario con los relatos que que escriben sus propios personajes, convirtiendo El mundo según Garp en una especie de manual de escritura creativa.

«La historia de una ciudad es como la historia de una familia: hay intimidad e incluso afecto, pero finalmente la muerte separa a todos de cada uno de los demás. Sólo la intensidad de la memoria mantiene al muerto vivo para siempre; la tarea del escritor consiste en imaginarlo todo de un modo tan personal que la ficción es vivida como nuestros recuerdos reales» (p.146)


 John Irving es un escritor de personajes: Jenny y su hijo Garp son memorables. Jenny es enfermera en una escuela privada (sus padres la desheredan precisamente por hacerse enfermera) y madre soltera. En la escuela cría a su hijo Garp hasta que éste se gradúa y toma la decisión de ser escritor. Jenny, lectora voraz, decide apoyarlo al máximo en dicha tarea. De modo que prepara las maletas para acompañarlo cuando Garp, haciendo caso del consejo de su profesor de literatura, se marcha a vivir a Europa. Corren los primeros años sesenta y la ciudad elegida es Viena, ciudad en la que Jenny también se inicia en el mundo de la escritura.

«Aunque Jenny Field se sentaba todos los días ante la máquina de escribir, no sabía cómo hacerlo. Aunque escribía—físicamente—, no disfrutaba leyendo lo que había escrito. Trataba de recordar las cosas buenas que había leído y de saber en qué se diferenciaban de su primer intento de borrador. Ella había empezado sencillamente, por el principio, «Nací», etcétera. «Mis padres quería que siguiera en Wellesley, pero…». Y por supuesto; «Decidí que quería tener un hijo mío y finalmente lo logré de la siguiente forma…». Pero Jenny había leído novelas lo bastante buenas para saber que la suya “no sonaba” como las buenas novelas de su memoria. Se preguntó qué andaba mal y a menudo enviaba a Garp de compras a las pocas librerías que vendían libros en inglés. Quería estudiar más atentamente los comienzos de los libros; en poco tiempo escribió más de trescientas páginas mecanografiadas, pero sintió que su libro todavía no había empezado» (p. 108).

El mundo según Garp de John Irving es un libro que, si estás al borde del divorcio por culpa de Joyce, te reconcilia con la lectura.

Traducción de Iris Menéndez

                                                     Van Morrison. Brown eyed girl



jueves, 21 de junio de 2018

"Puñal de claveles", de Carmen de Burgos



En julio de 1928 un crimen ocupó las portadas de la prensa española. Tuvo lugar en las tierras almerienses de El cortijo del Fraile. Pocos asesinatos han tenido la repercusión literaria que tuvo el “Crimen de Níjar”. La historia es bien conocida, sobre todo porque Federico García Lorca la convirtió en una tragedia en Bodas de Sangre, la obra teatral que llevaría a las tablas en 1933.
Lo que no es tan conocido, es que dos años antes una mujer llamada Carmen de Burgos, había tomado ese mismo suceso para darle forma literaria en una novela que tituló Puñal de claveles. Este pequeño tesoro llegó a mis manos, hace justamente un año, en forma de regalo de mi compañera Amparo Álvaro, a quien no se le suele escapar nada relacionado con el poeta granadino. (¡Gracias Amparo!).

«La tarde, de primavera, estaba llena de promesas de fecundidad. El campo ofrecía ya la plenitud de la cosecha con las mieses que comenzaban a enrubiar y mecían las espigas de los granos hinchados y lucientes.
Un intenso olor a día de primavera lo envolvía todo de un modo penetrante
Después de los días grises del invierno reseco, árido y triste, se dejaba sentir con más fuerza el despertar de la Naturaleza en pleno campo, como si se escuchasen las pulsaciones de un corazón que cobraba nueva vida con la circulación de la savia que lo reanimaba todo»

Así comienza Puñal de claveles, una novela corta (de unas 50 páginas) en la que Carmen de Burgos construye el relato a partir del suceso de Níjar con el objetivo de reivindicar la libertad de las mujeres en una sociedad (sobre todo en el mundo rural) marcada por convenciones sociales atávicas, como el matrimonio concertado, que no tenía en cuenta ni la opinión ni los deseos de estas mujeres que iban a pasar por el altar.
La autora altera los nombres de protagonistas y lugares, y también introduce cambios sustanciales respecto a la historia real y a la posterior adaptación lorquiana. Sin embargo, es fiel a la descripción del paisaje, del ambiente y del lenguaje popular almeriense. No en vano, Carmen de Burgos había nacido en Almería y vivido durante su infancia y adolescencia en la pequeña localidad Rodalquilar.
Es más que probable que Federico García Lorca conociera la novela.  Y también a la autora, porque Carmen de Burgos era por aquel entonces una escritora y periodista célebre que a la sazón compartía vida con Ramón Gómez de la Serna.
Hoy en día no es tan conocida porque el franquismo llevó a cabo un trabajo concienzudo para borrar por completo su memoria.  Carmen de Burgos representaba un prototipo de mujer culta, progresista, e independiente, situado en las antípodas del que defendía el régimen, de modo que sus escritos fueron considerados "altamente peligrosos".

Puñal de claveles es un documento literario interesante que hay que leer teniendo en cuenta el contexto en que se publicó. La Segunda República se había proclamado, Clara Campoamor había derrotado dialécticamente en el Congreso a Victoria Kent y se había aprobado el derecho de voto de las mujeres, un derecho que veinticinco años antes ya defendía Carmen de Burgos en una artículo de prensa. De hecho, al día siguiente de ser aprobado en las Cortes, la portada de un importante periódico recogió la fotografías de Kent y Campoamor, y en medio estaba Carmen de Burgos.



La novela me ha parecido interesante, pero mucho más interesante ha sido descubrir la figura de Carmen de Burgos. Dejo tan solo algunas pinceladas.

Nació en 1867 en una familia acomodada, y creció libre de convencionalismos en el Valle de Rodalquilar.
 «Me crié en un lindo valle andaluz, oculto por las últimas estribaciones dela cordillera de Sierra Nevada, a la orilla del mar, frente a la costa africana. En esa tierra mora, en mi inolvidable Rodalquilar se forjó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes, y me pasé de Dios. Pasé a la adolescencia como hija de la natura, con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando a galope las montañas. Después fui a la ciudad, y yo que creía buena a la humanidad toda, vi sus pequeñeces y sus miserias, y sentí el dolor de los pesares ajenos, y lloré con los oprimidos, y envidié los mundos donde no habitan los hombres».


Valle de Rodalquilar
                                                            El Playazo de Rodalquilar

Se casó (o la casaron) a los 16 años con un “buen partido”, que a la postre resultó ser un vividor mujeriego. Sufrió la tragedia de la muerte de tres hijos poco después de nacer. Estudió magisterio y abandonó al marido instalándose en Madrid junto a su única hija tras ganar una oposición para maestra. Pronto comenzó a colaborar en periódicos, hasta que fue contratada por el Diario Universal, donde comenzó a firmar con el pseudónimo de Colombine. Escribió más de mil artículos periodísticos, más de un centenar de novelas cortas, decenas de cuentos, libros de viajes, libros eruditos, como las biografías de Leopardi o de Larra (a quien consideraba su maestro), traducciones, libros de cocina, de moda, etc. Fue militante del PSOE y del del Partido Republicano Radical (la buscaban a ella por su influencia social). Fue defensora del divorcio, convirtiéndose así en enemiga de la iglesia católica que tanto poder tenía en España. Rescató del olvido y dio voz en una revista a los judíos sefardíes descendientes de aquellos españoles expulsados por los Reyes Católicos en 1492.
Se convirtió en una activa pacifista tras cubrir in situ la de Guerra de Marruecos en 1909. Considerada la primera corresponsal de guerra, escribió artículos como éste:
«Yo he visto la guerra, he presenciado la tristeza de la lucha, he contemplado el dolor de las heridas en las frías salas de los hospitales, he visto los muertos en los campos de batalla, pero más que todo esto, me ha horrorizado la crueldad que la guerra despierta, cómo remueve el fango en nuestras almas, cómo nos habitúa con el sufrir ajeno hasta casi la indiferencia, y sobre todo, cómo penetra el odio en los corazones. Sí, con la barbarie de la guerra, surgen los atavismos bestiales borrados en nuestra selección […] No existe ninguna barbarie comparable a la que suscita la guerra, y sin embargo se le concede tanto poder a los que la sostienen, que la prensa enmudece, los ciudadanos callan, y todos la secundan escudados en la frase absurda de que es un mal necesario. ¿Necesaria la guerra?¿Necesaria la destrucción?»

Carmen de Burgos fue, sobre todo, una pionera del feminismo que luchó por la igualdad de las mujeres en un país manejado por hombres.
«Yo sería en el parlamento liberal independiente. Mi individualismo no se aviene a la disciplina de partido. Aunque amiga del orden social, soy partidaria de reformas radicales, principalmente en lo que se refiere a la constitución de la familia. Defendería en el parlamento las justas reivindicaciones de nuestro sexo; pediría la implantación de la ley del divorcio, la supresión del delito de adulterio, que el código achaca a la mujer, mientras que en el hombre lo considera como una ligera falta. Abogaría por la investigación de la paternidad, por la supresión de la trata de blancas, y por la igualdad de los hijos legítimos e ilegítimos, en general, todo aquello que venga a mejorar la posición legal de la mujer española»

Carmen de Burgos llevó una vida tan poco convencional para la época, que un joven veinte años menor llamado Ramón Gómez de la Serna, quedó totalmente deslumbrado por su figura. Fueron pareja (de hecho) durante años, y mantuvieron una estrecha amistad hasta el final. La escritora murió el 9 de octubre de 1932, dejando frases memorables:

«El progreso, no es sólo adelantos materiales y ciencia utilitaria, es también bondad y justicia».



Tanto el resumen de los datos biográficos como las citas entrecomilladas los he extraído del estupendo documental sonoro de Documentos RNE: «Carmen de Burgos, "Colombine", arte y libertad», emitido el pasado 28 de abril.






                                            Paco de Lucía. Concierto de Aranjuez (Adagio)

viernes, 15 de junio de 2018

"La insolación", de Carmen Laforet




La sombra de algunas novelas es tan alargada que en ocasiones oculta el resto de la producción literaria de un autor. En algunos casos, como el de Juan Rulfo, la sombra de Pedro Páramo impidió que escribiera una segunda novela. En otros, como el de Carmen Laforet, la publicación de una obra tan excepcional como Nada ocultó el resto de su obra, incluso puede que lastrara su carrera literaria; sin embargo, y a pesar de las dificultades, escribió otras tres novelas. La última se tituló La insolación y la publicó en 1963. Era la primera de Tres pasos fuera del tiempo, una trilogía que pensaba escribir y que no llegó a ver la luz en vida de la escritora. Tras su muerte en 2004, con el permiso de sus hijos, se publicó la segunda parte titulada Al volver la esquina, una novela que Carmen Laforet había corregido una y otra vez y que nunca se atrevió a publicar. La tercera, que llevaba por título Jaque mate, al parecer fue pasto de las llamas por voluntad de la autora.

Recuerdo que la lectura de Nada me impresionó tanto que cuando la terminé fui corriendo al Bazar del TBO en busca de otra novela de Carmen Laforet que había hojeado varias veces anteriormente. Era una primera edición del año 1963 publicada por Círculo de Lectores con una de las portadas más fascinantes que había visto nunca. Se titulaba La insolación. No había oído hablar de ella. Para mí, Carmen Laforet era Nada y nada más, como si la novela que aquel día (7 de junio de 2012) me llevaba a casa fuera una obra menor. Mi entusiasmo fue menguando debido al paso del tiempo (que todo lo desdibuja) y a la llegada de otras lecturas, y La insolación quedó olvidada perdida en los estantes de mi biblioteca. Durante años, la sombra de Nada había hecho mella en mi subconsciente, tapando La insolación. Esto cambió la mañana del pasado domingo. Mientras pensaba en el verano que está a la vuelta de la esquina, un recuerdo lejano llegó a mi cabeza avisándome de que aquella olvidada novela de Carmen Laforet se desarrollaba en unas playas del sureste peninsular, precisamente en las playas que estaban en mi mente. Creo que esto fue lo que me impulsó a leer La insolación.  Y tras leerla, no puedo más que alegrarme de haber encontrado una novela extraordinaria. 

«Era como viajar hacia el centro mismo del sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.
A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitio, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego, la carretera»

Así comienza esta novela cuyo protagonista es Martín, un adolescente que viaja con su padre, un estricto oficial del ejército, para pasar el verano en Benitecas, un pueblo ficticio situado en la costa murciana, tal vez almeriense (la autora no ofrece demasiados datos sobre su ubicación). Martín tiene quince años, le gusta pintar, va al instituto y vive con sus abuelos en Alicante. Su madre falleció y su padre Eugenio volvió a casarse. Su madrastra se llama Adela y está embarazada. Martín sufrirá durante el verano su desprecio y sus insultos. Es una mujer celosa y mezquina que intentará por todos los medios contagiar el odio al padre para que se quite a Martín de encima. Sin embargo, Martín encontrará en los hermanos Corsi (Anita y Carlos), vecinos de su edad, la vía de escape a la hostilidad de la madrastra y de la época terrible que le ha tocado vivir.
La historia transcurre durante los tres veranos posteriores a la guerra civil, los tres primeros de la dictadura, años durísimos, de escasez y miseria, de violencia contra los perdedores, años de miedo y autoritarismo, de intolerancia y estrechez moral. En este clima asfixiante, Martín encuentra en la cosmopolita y transgresora familia Corsi un oasis de libertad, un refugio libre de prejuicios en el que encontrarse a sí mismo frente a las imposiciones del padre y de la sociedad surgida de la dictadura.
El tema central de la novela se parece bastante al de Nada: la lucha por la libertad en un ambiente familiar y social opresivo, aunque el paisaje cambia, pues la trama no se desarrolla en la ciudad, sino en plena naturaleza, por lo que en La insolación, la sensación de libertad parece primar sobre el de la opresión (siempre al acecho).





En la novela encontramos pasajes duros, como cuando entierran a Lobo, el perro de Martín, un momento tan sentido por Anita que se pone de luto, para ofensa de Cirilo.
«Ana y Carlos se acercaron a ver y vieron cómo Cirilo sacaba el cuerpo rígido de Lobo del saco que lo envolvía y cómo lo tiró al fondo de aquella zanja
—¿Por qué no le deja usted el saco?
—Mire, señorita, el saco sirve para otras cosas. No lo vamos a desperdiciar enterrándolo.
—Es terrible esta miseria.
[…]
—Usted sería capaz de rezar una oración por el perro, ¿eh, señorita? Caramba, muchos cristianos no tienen una muerte tan sentida. Usted no ha visto lo que son muertes, señorita. Usted no ha pasado la guerra aquí. Un perro no nos impresiona, señorita, a los de esta tierra. Y no es que a mí los animales no me gusten, pero esto que ustedes hacen parece como una burla. Cuando tanta gente se muere de hambre parece chungueo sentir un perro… Si usted hubiera visto cómo a mi hermanillo al que las ratas se le comieron las orejas, no sé que hubiera hecho… A mí, la verdad, la muerte de este animal no me impresiona» (p.183)

Este clima de miseria y de dolor es del que intentan evadirse los tres amigos, viviendo en un mundo situado fuera del tiempo. 
«En general, lo que hacían los tres era vivir juntos los días de sol—todos los días como un largo día con las interrupciones de la noche, de las horas de las comidas y de los domingos por la mañana (se separan pues a Martín lo obligan a ir a misa)—, y la felicidad de estar juntos los tres era algo casi tangible, a pesar de las pequeñas y grandes amarguras de Martín» (p.75).

El deseo de vivir de los jóvenes se impone a la fatalidad del momento histórico.
«Los días eran cortos efectivamente. Al menos más cortos que al principio del verano. Pero hubo cuatro o cinco días tan hermosos que valían por todos los vividos. El baño del mar en el solarium, con más oleaje que en otros meses y el agua más caliente que en julio, era una hermosura.
Una de aquellas mañanas, Martín estaba tendido en la arena del solarium, cara al mar según la costumbre de Anita, y junto a sus amigos. El sol enjugaba las gotas de agua que se deslizaban por su cara y sus hombros. Anita estaba arrodillada a su lado, y Carlos, tendido junto a él, le miró sonriente. Martín dijo con voz ahogada:
—¿Vosotros os dais cuenta de que sois felices? Yo me doy cuenta de la felicidad estos días. Cada minuto, cada segundo de estos días.» (p.244)


Carmen Laforet utiliza en esta novela, como ya hiciera en Nada, elementos autobiográficos, como la muerte de la madre en su adolescencia, una madre inteligente y culta que sembró en sus hijos la semilla de la la lectura (Martín, Anita y Carlos son huérfanos de madre, y también les gusta leer); el odio de la madrastra malvada (decía Carmen Laforet que la suya era peor que las de los cuentos, y Adela es un claro exponente de esa maldad), la amistad como consuelo de esa orfandad, la búsqueda de libertad y el mar como símbolo, lo extranjero como espacio de tolerancia (al familia Corsi es de origen italiano y ha vivido en lugares como Venezuela, Tierra de Fuego o Tánger), la luz del sol como contrapunto a la España gris surgida tras guerra.

Laforet, deudora de Pío Baroja, Galdós, Proust o Knut Hansum, reflexiona en la novela sobre el trabajo del artista a través de Martín, pintor en ciernes, seguidor de Picasso y lector de García Lorca (todo un dardo contra el régimen)  que en el tercer verano en Beniteca descubre su vocación, para disgusto del padre, que considera que no es un trabajo de hombres. Creo que Carmen Laforet, casada y madre de cinco hijos, lanza un grito por boca de Martín:
«Necesito una libertad absoluta: ningún lazo familiar. ¿Oyes bien? Ninguno. Ni ataduras de patria, tampoco. Esa idea de Patria es forzada, utópica. Ni ataduras de religión, ni mucho menos sociales, incluso en las relaciones del sexo, incluso en eso he visto dos caminos de liberación; el de Freud, de no retener ningún impulso para que las inhibiciones no te aten, o el de los místicos, superándolo por el espíritu. Y desde luego, lazos familiares ninguno. Ya te lo he dicho. Ni ataduras de amistad. Nada absolutamente. ¿Sigues mi pensamiento? Te aseguro que es completamente sincero. Creo que un artista tiene que ser eso, un hombre liberado en absoluto. Sólo así puede crear su mundo» (p. 303).

Carmen Laforet escribió La insolación con cuarenta y dos años. Casi veinte años después que Nada. Sin embargo, tengo la sensación de que entre una y otra apenas hay un suspiro. Son como dos caras de la misma moneda. Ambas con magia. Imprescindibles.

«Has cogido una insolación, eso le había dicho. En verdad , le pareció a Martín, que el verano entero en Beniteca —los tres veranos unidos en un largo y llameante verano—constituía una enorme insolación, pero no en el sentido en el que había hablado Carlos, sino al contrario. No porque a Martín se le excitase la imaginación hablando de su arte, sino porque lo olvidaba. Olvidaba todo en Beniteca» (p.308)

No tardaré en seguir los pasos de Martín en Al volver la esquina. Lástima que no aparezca Jaque mate. Lástima que Carmen Laforet no le hiciera caso a Paco Rabal, que le decía que no rompiera más cuartillas porque escribía muy bien. Pero así de autoexigente era Carmen Laforet, seguramente la mejor escritora española del siglo XX.