Termino de leer
el libro de Natalia Ginzburg
titulado Las pequeñas virtudes. Es un
libro que reúne once ensayos que fueron publicados en revistas y periódicos
entre los años 1944 y 1961, los cuales fueron recopilados por primera vez en
1962 y reeditados posteriormente en 1983. Esta última edición es la que publicó
la editorial Acantilado en 2002.
Natalia Levi,
nació en Palermo en 1916. A su familia, laica y de orígenes judíos, le tocó
sufrir el fascismo, implantado en Italia desde que Mussolini se hiciera con el
poder en 1922. En el año 1938 se casó con el intelectual antifascista, Leone Ginzburg, cofundador de la editorial Einaudi. Tuvieron tres hijos,
Carlo, Andrea y Alessandra. Para ellos está escrito Las pequeñas virtudes, último de los ensayos publicados en el
libro. En 1940 la familia fue desterrada a Pizzoli, un pequeño pueblo de la región
montañosa de los Abruzos, donde permanecieron hasta 1943, año en que los
aliados liberaron Roma. Meses después, la Alemania Nazi la volvió a ocupar y
su marido fue detenido por la Gestapo y torturado hasta la muerte. El mundo de
Natalia Ginzburg se vino abajo.
Tras la guerra, se dedicó en cuerpo y alma a la escritura. Fue traductora y escribió teatro, ensayo y novela. Pero sus escritos, cercanos, íntimos y autobiográficos, no tuvieron el éxito y el reconocimiento que sí tuvieron los de coetáneos varones como Italo Calvino o Cesare Pavese. Natalia Ginzburg siempre estuvo detrás de ellos, y su obra fue considerada una obra menor porque sus temas de reflexión no eran tan sociales, tan lejanos o tan teóricos. Sin embargo, la profundidad y la calidad de sus escritos fueron abriéndose paso en un mundo en el que la cotidianidad y la cercanía fueron ganando peso, en el que la literatura y el pensamiento dejó de ser terreno exclusivo de hombres. El tiempo ha colocado a Natalia Ginzburg en el lugar que le corresponde, a la altura de los Calvino, Pavese o Eco. Pasa el tiempo y su figura no deja de crecer.
Tras la guerra, se dedicó en cuerpo y alma a la escritura. Fue traductora y escribió teatro, ensayo y novela. Pero sus escritos, cercanos, íntimos y autobiográficos, no tuvieron el éxito y el reconocimiento que sí tuvieron los de coetáneos varones como Italo Calvino o Cesare Pavese. Natalia Ginzburg siempre estuvo detrás de ellos, y su obra fue considerada una obra menor porque sus temas de reflexión no eran tan sociales, tan lejanos o tan teóricos. Sin embargo, la profundidad y la calidad de sus escritos fueron abriéndose paso en un mundo en el que la cotidianidad y la cercanía fueron ganando peso, en el que la literatura y el pensamiento dejó de ser terreno exclusivo de hombres. El tiempo ha colocado a Natalia Ginzburg en el lugar que le corresponde, a la altura de los Calvino, Pavese o Eco. Pasa el tiempo y su figura no deja de crecer.
El primero de los
artículos se titula Invierno en los Abruzzos.
En él, la escritora italiana rememora el confinamiento al que fueron castigados
por el régimen fascista.
«Cuando comenzaba
a caer la nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Lo nuestro era un
exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros. Los amigos, las
vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra
estufa verde, con el largo tubo que atravesaba el techo; nos reuníamos en la
habitación donde estaba la estufa, y cocinábamos y comíamos; mi marido escribía
sentado a la gran mesa ovalada, los niños sembraban el suelo de
juguetes» (p.14).
A la postre ese
exilio se convertiría en uno de las épocas más añoradas por Natalia Ginzburg porque
sus sueños se rompieron tras la muerte de su marido.
«Entonces yo
tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de
experiencias y empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y
sólo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé» (p 20).
El segundo de los
ensayos titulado Amistad lo dedica al recuerdo de su gran amigo, el escritor
Cesare Pavese. Sabemos que se trata de él aunque su nombre no lo mencione. Lo
escribió en 1957, siete años después del suicidio del escritor en Turín.
«Decía que
conocía tan a fondo su arte que ya no le ofrecía ningún secreto y, como no le
ofrecía ningún secreto, ya no le interesaba. Nos decía que ni siquiera
nosotros, sus amigos, teníamos ya secretos para él y que lo aburríamos
infinitamente; y nosotros, mortificados porque loa aburríamos, no lográbamos
decirle que veíamos claramente que se equivocaba: en su resistencia a
doblegarse y amar el curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y
aparentemente sin secretos. Así pues, le quedaba por conquistar la realidad
cotidiana, pero esta le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella
sentía sed y repugnancia a la vez; por tanto no podía sino mirarla como desde
inconmensurables lejanías» (p.33).
El tercero y
cuarto de los ensayos están dedicados Inglaterra, a Londres y a la comida
inglesa. «Inglaterra es hermosa y melancólica. A decir verdad, no conozco
muchos países, pero ha anidado en mí la sospecha de que Inglaterra es el país
más melancólico del mundo».
El quinto,
titulado Él y yo, está dedicado a su
segundo marido, Gabriele Baldini,
con quien se casó en 1950.
«Yo no sé bailar,
y él sí sabe.
No sé escribir a
máquina, y él sí sabe.
No sé conducir un
coche. Si le propongo sacarme yo también el permiso, no quiere. Dice que de
todas las maneras no lo iba a conseguir. Creo que le gusta que en muchos aspectos
dependa de él.
Yo no sé cantar,
y él sí sabe…»(p.65).
Durante todo el
escrito Natalia Guinzburg reduce su figura frente a la de su marido y expone
sus diferencias, como si ella no diera pie con bola y él fuera un sabelotodo de
mucho cuidado. Nada más lejos de la realidad.
En El oficio del hombre, el tema sobre el
que reflexiona Ginzburg es la guerra como vivencia imposible de superar.
«Ha pasado la
guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora ya no se siente
segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que
no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca […] Aquellos de nosotros
que han sido perseguidos nunca volverán a tener paz» (p. 77).
El sexto de los artículos
se titula Mi oficio y en él expresa su
necesidad vital de la escritura. La escritura como vocación. También reflexiona
sobre el papel de la mujer como escritora en un mundo gobernado por hombres,
sobre cómo influye la felicidad o infelicidad del escritor en sus escritos, o
sobre el alimento de la escritura.
«Mi oficio es
escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo” (p.83) “Cuando escribo
historias soy como alguien que está en su tierra, en calles que conoce desde la
infancia, y entre muros y árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias,
cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso,
historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino sólo la
memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte. Estoy muy
contenta con este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo» (p.84).
Los dos
siguientes textos, Silencio y Las relaciones humanas, están dedicados
al sentimiento de culpa, a la timidez y al paso del tiempo.
«A veces nos
pasamos la tarde entera en nuestro cuarto, pensando; con una vaga sensación de
vértigo nos preguntamos si los otros existen en realidad o si somos nosotros
quienes los inventamos. Nos decimos que tal vez, en nuestra ausencia, todos los
demás dejan de existir, desaparecen en un soplo, y milagrosamente reaparecen,
brotando de repente en la tierra, en cuanto miramos. ¿No podría ocurrir, acaso,
que un día, al volvernos de repente, no encontráramos nada, ni nadie, que
asomáramos la cabeza en el vacío?» (p.118).
El último de los
artículos es el que lleva por título Las
pequeñas virtudes. En él reflexiona sobre la educación de los hijos.
«Por lo que
respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las
pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la
indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el respeto por
el peligro, no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia,
sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de
ser y de saber» (p. 145)
Las pequeñas virtudes es un libro que nos habla de lo fugaz que es la
felicidad, de la melancolía de la vida, de la belleza de lo cotidiano, del amor
por la escritura. Es un libro que se sumerge en las zonas de conflicto del ser
humano y que trata de salir de la nebulosa de la que no pudo salir su amigo Pavese, para proporcionar calma y alegría. Las pequeñas
virtudes está escrito con un lenguaje próximo, como si Natalia Ginzburg conociera
al lector desde siempre, como si de una amiga se tratara. Por eso me gusta. Por eso lo tengo cerca y lo releo tranquilamente.
Por eso no es un libro que vaya a regresar a la estantería en los próximos días.
Traducción de Celia Filipetto
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