Este es el fragmento que leí la semana pasada:
“Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de otra persona. Puede conceder que esa persona esté viva, que sienta y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, una desventaja materializada. Hay figuras de tiempos idos, imágenes espíritus en libros, que son para nosotros realidades mayores que esas indiferencias encarnadas que hablan con nosotros por encima de los mostradores, o nos miran por casualidad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el ocaso de las calles. Los demás no son para nosotros más que paisaje y , casi siempre paisaje invisible de calle conocida.
Tengo por más mías, con mayor parentesco e intimidad, cierta figuras que están escritas en los libros, ciertas imágenes que he conocido en estampas, que muchas personas, a las que llaman reales, que son de esa inutilidad metafísica llamada carne y hueso”.
Hoy he vuelto a pasar junto al “Libro del desasosiego” y le he dedicado apenas unos segundos (me costó mucho despegarme de la inutilidad metafísica de la realidad de modo que me ando con mucho cuidado) ; ni siquiera me he sentado y me he encontrado con esto:
“No comprendo sino como una especie de falta de aseo, esta inerte permanencia en que yazgo de mi misma e igual vida, quedada como polvo o suciedad en la superficie de nunca cambiar.
Así como lavamos el cuerpo deberíamos lavar el destino, cambiar de vida como nos cambiamos de ropa—no para salvar la vida, como comemos y dormimos—sino por ese respeto ajeno a nosotros mismos, al que con propiedad llamamos asco”.
Y después, he seguido haciendo vida normal, como si nada.
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