Intento no dejarme arrastrar por la sacrosanta publicidad, aunque esta vez no he podido hacer oídos sordos a ese murmullo que me llegaba por todas partes y en el que pude distinguir el nombre de Irene Vallejo. Llevo más de tres meses leyendo, releyendo, subrayando y anotando El infinito en un junco. Me confieso de la tribu del junco y fan entusiasta (y ya vitalicio) de Irene Vallejo, como ese gaditano que hace dos mil años idolatraba a Tito Livio y emprendió un largo viaje hasta Roma para verlo en persona.
Del libro me ha gustado absolutamente todo, de principio a fin. No flaquea en ningún momento. No sobra ni una coma. Entretiene y engancha como la mejor novela. Se disfruta y se aprende como en el mejor ensayo de Historia, de Filosofía o de Literatura. Lanza un mensaje a navegantes agoreros: que los libros, al contrario de lo que predican, no están en peligro de extinción, y que el formato de libro en papel sobrevivirá a los novedosos formatos electrónicos de rápido envejecimiento. Otro mensaje que me gusta: baja del pedestal a los envanecidos transeúntes del siglo veintiuno que nos creemos el ombligo de la Historia, Elegidos anclados en el futuro, embobados de cabeza gacha, cuyo universo empieza y termina en nuestra luminosa mano. Al parecer (¡sorpresa!) el mundo no lo hemos inventado nosotros, y lo que tenemos, no lo tendríamos de no ser por los que pasaron antes, por los arcaicos y denostados libros, escritos por personas que tenían la capacidad de mirar al horizonte con la cabeza alta y más allá.
Irene Vallejo es una de esas personas que ha sabido mirar más allá para mostrarnos que el pasado es una dimensión del presente, que antigüedad clásica sigue presente en nuestras vidas; para mostrarnos una obviedad que tiende a olvidarse: que estamos hechos de la sustancia de nuestra historia, que sin los griegos y los romanos que vivieron hace más de dos mil años no seríamos lo que somos; y que el vehículo que ha hecho posible ese viaje, lo que nos conecta con ese mundo, lo que hace que el pasado sea una dimensión del presente, son los libros, verdaderos protagonistas de la Historia, contenedores de palabras transformados en futuristas máquinas del tiempo.
Es imposible leer El infinito en un junco sin querer saber más sobre Alejandría y su Gran Biblioteca; sobre la elaboración de los rollos de papiro; sobre los primeros soportes de los libros: las piedras, las tablillas de barro y de madera, y el gran avance que supuso el papiro; sobre la fascinante lucha entre Alejandría y Pérgamo por la hegemonía libraria y el surgimiento del pergamino; sobre el afortunado encuentro místico de la autora con un Petrarca del siglo XIV, donde nació el impulso e escribir este libro; sobre la Odisea y las maravillosa historia de Ulises y la diosa Calipso; sobre la transmisión oral en la antigüedad y el trabajo de los bardos que narraban las historias; sobre ese territorio fronterizo entre la oralidad y la escritura del que formaron parte las obras de Homero, Sócrates y Platón; sobre el fin de la oralidad, de las “palabras aladas” a través de los “años estalactita”; sobre los primitivos sistemas de escritura y la invención del alfabeto; sobre el genio de Hesíodo y Heródoto; sobre lo bien que imitaban los romanos a los griegos; sobre las desaparecidas bibliotecas dobles (en griego y en latín) del Imperio Romano; sobre celebridades como Virgilio, Horacio, Marcial o Juvenal; sobre los resucitados papiros de Herculano; sobre la rebeldía moral de Ovidio en su obra El arte de amar, que finalmente le costó el exilio; sobre Tácito y de denuncia de la represión; sobre Eurípides y su capacidad para ponerse en el lugar del otro, de las otras, en sus Troyanas; sobre qué son los clásicos y el concepto variable de canon literario; sobre la lectura como salvación en momentos de desolación; sobre las voces feministas de la historia que fueron silenciadas; sobre los libros como extensión de la memoria; sobre las mujeres tejedoras de palabras; sobre las bibliotecarias estadounidenses que llevaron la cultura y la esperanza a los sitos más recónditos durante los años de la Gran Depresión. De esto y mucho más nos habla Irene Vallejo.
Uno de los grandes logros de la obra son las frecuentes y afinadas analogías entre la antigüedad y el mundo actual; pero sin duda, el gran mérito, el que en mi opinión ha convertido El infinito en un junco en un clásico (al menos de mi pequeña biblioteca) es el contagioso entusiasmo que desprende por los libros, por la cultura, por el conocimiento, por las humanidades. El infinito en un junco es un libro escrito con un lenguaje preciso y riguroso, literario y musical. Es un libro de largo recorrido, con mucho poso, que suma, que aporta todo lo que se pide a un buen libro, que abre nuevos caminos lectores, y no solo de la antigüedad. Irene Vallejo ha escrito un libro madre, que si el lector lo cuida con esmero puede ir creciendo hasta convertirse en un frondoso y maravilloso árbol.
Imprescindible.
The Birds. Turn, turn, turn