lunes, 29 de marzo de 2021

"El infinito en un junco", de Irene Vallejo



Intento no dejarme arrastrar por la sacrosanta publicidad, aunque esta vez no he podido hacer oídos sordos a ese murmullo que me llegaba por todas partes y en el que pude distinguir el nombre de Irene Vallejo. Llevo más de tres meses leyendo, releyendo, subrayando y anotando El infinito en un junco. Me confieso de la tribu del junco y fan entusiasta (y ya vitalicio) de Irene Vallejo, como ese gaditano que hace dos mil años idolatraba a Tito Livio y emprendió un largo viaje hasta Roma para verlo en persona. 

Del libro me ha gustado absolutamente todo, de principio a fin. No flaquea en ningún momento. No sobra ni una coma. Entretiene y engancha como la mejor novela. Se disfruta y se aprende como en el mejor ensayo de Historia, de Filosofía o de Literatura. Lanza un mensaje a navegantes agoreros: que los libros, al contrario de lo que predican, no están en peligro de extinción, y que el formato de libro en papel sobrevivirá a los novedosos formatos electrónicos de rápido envejecimiento. Otro mensaje que me gusta: baja del pedestal a los envanecidos transeúntes del siglo veintiuno que nos creemos el ombligo de la Historia, Elegidos anclados en el futuro, embobados de cabeza gacha, cuyo universo empieza y termina en nuestra luminosa mano. Al parecer (¡sorpresa!) el mundo no lo hemos inventado nosotros, y lo que tenemos, no lo tendríamos de no ser por los que pasaron antes, por los arcaicos y denostados libros, escritos por personas que tenían la capacidad de mirar al horizonte con la cabeza alta y más allá. 

Irene Vallejo es una de esas personas que ha sabido mirar más allá para mostrarnos que el pasado es una dimensión del presente, que antigüedad clásica sigue presente en nuestras vidas; para mostrarnos una obviedad que tiende a olvidarse: que estamos hechos de la sustancia de nuestra historia, que sin los griegos y los romanos que vivieron hace más de dos mil años no seríamos lo que somos; y que el vehículo que ha hecho posible ese viaje, lo que nos conecta con ese mundo, lo que hace que el pasado sea una dimensión del presente, son los libros, verdaderos protagonistas de la Historia, contenedores de palabras transformados en futuristas máquinas del tiempo. 

Es imposible leer El infinito en un junco sin querer saber más sobre Alejandría y su Gran Biblioteca; sobre la elaboración de los rollos de papiro; sobre los primeros soportes de los libros: las piedras, las tablillas de barro y de madera, y el gran avance que supuso el papiro; sobre la fascinante lucha entre Alejandría y Pérgamo por la hegemonía libraria y el surgimiento del pergamino; sobre el afortunado encuentro místico de la autora con un Petrarca del siglo XIV, donde nació el impulso e escribir este libro; sobre la Odisea y las maravillosa historia de Ulises y la diosa Calipso; sobre la transmisión oral en la antigüedad y el trabajo de los bardos que narraban las historias; sobre ese territorio fronterizo entre la oralidad y la escritura del que formaron parte las obras de Homero, Sócrates y Platón; sobre el fin de la oralidad, de las “palabras aladas” a través de los “años estalactita”; sobre los primitivos sistemas de escritura y la invención del alfabeto; sobre el genio de Hesíodo y Heródoto; sobre lo bien que imitaban los romanos a los griegos; sobre las desaparecidas bibliotecas dobles (en griego y en latín) del Imperio Romano; sobre celebridades como Virgilio, Horacio, Marcial o Juvenal; sobre los resucitados papiros de Herculano; sobre la rebeldía moral de Ovidio en su obra El arte de amar, que finalmente le costó el exilio; sobre Tácito y de denuncia de la represión; sobre Eurípides y su capacidad para ponerse en el lugar del otro, de las otras, en sus Troyanas; sobre qué son los clásicos y el concepto variable de canon literario; sobre la lectura como salvación en momentos de desolación; sobre las voces feministas de la historia que fueron silenciadas; sobre los libros como extensión de la memoria; sobre las mujeres tejedoras de palabras; sobre las bibliotecarias estadounidenses que llevaron la cultura y la esperanza a los sitos más recónditos durante los años de la Gran Depresión. De esto y mucho más nos habla Irene Vallejo. 

Uno de los grandes logros de la obra son las frecuentes y afinadas analogías entre la antigüedad y el mundo actual; pero sin duda, el gran mérito, el que en mi opinión ha convertido El infinito en un junco en un clásico (al menos de mi pequeña biblioteca) es el contagioso entusiasmo que desprende por los libros, por la cultura, por el conocimiento, por las humanidades. El infinito en un junco es un libro escrito con un lenguaje preciso y riguroso, literario y musical. Es un libro de largo recorrido, con mucho poso, que suma, que aporta todo lo que se pide a un buen libro, que abre nuevos caminos lectores, y no solo de la antigüedad. Irene Vallejo ha escrito un libro madre, que si el lector lo cuida con esmero puede ir creciendo hasta convertirse en un frondoso y maravilloso árbol. 

Imprescindible.




The Birds. Turn, turn, turn



sábado, 6 de marzo de 2021

"La invención de la soledad", de Paul Auster


El pasado 21 de enero falleció mi padre. Desde entonces me dedico a bucear en las profundos mares de la memoria, buscando su rostro, sus gestos, sus palabras, para sacarlo a la superficie, para rescatarlo, antes de que el olvido se encargue de difuminar sus contornos lentamente. En esta tarea necesaria me ha sido de gran ayuda el libro de Paul Auster, La invención de la soledad. Lo compré en Madrid el 9 de mayo de 2005, en un viaje que apenas recuerdo. Sé que estuve allí porque lo dejé por escrito en la primera página del libro. Sí que me acuerdo de leerlo poco después, durante la convalecencia en el hospital de mi madre, que fallecería en septiembre de ese mismo año. Ya entonces me pareció un libro a tener en cuenta. Y lo vuelvo a rescatar. En La invención de la soledad, Paul Auster hace un ejercicio de memoria para recordar a su padre, fallecido repentinamente, lo que le lleva a rememorar otros momentos importantes de su existencia y reflexionar sobre la memoria, la escritura, la soledad y la vida. 

Saco el libro del estante, instintivamente, como si me estuviera esperando. Sé que lo necesito para mi propósito. Comienzo a leerlo. «Supe que tendría que escribir sobre mi padre […] Pensé: mi padre ya no está, y si no lo hago deprisa, su vida entera se desvanecerá con él». Las imágenes del padre de Auster se superponen a las de mi padre. «Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y solo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen». En cada escena, en cada capítulo repito el ejercicio de memoria escribiendo en mi cuaderno. Miro sus fotografías y siento que todavía está aquí. ¡Hola Capitán!, me dice con una sonrisa. Las contemplo con absoluta atención, como si estuviera vivo. «El hecho de que muchas de estas fotografías eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, de daban la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre: pero al mismo tiempo lo había encontrado». Esa es la parte que más quiero recordar, precisamente la que no forma parte de mis recuerdos directos. La de su juventud, cuando yo todavía no existía, ni siquiera formaba parte de un mínimo plan de futuro. Sobre esa época escribo en mi cuaderno, a partir de difusos fragmentos de recuerdos de conversaciones con él y con mi madre. La figura de mi madre reaparece en estos momentos con más claridad, como si mi padre hubiese encendido la luz en una habitación que llevaba tiempo en penumbra, la habitación en la que por fin se reencuentran. 

En la primera parte de La invención de la soledad, Auster narra en primera persona diferentes fragmentos de la vida de su padre. Se remonta a sus orígenes, al trágico episodio de principios del siglo veinte en el que su abuela mató a su abuelo de un disparo. Nos muestra el carácter solitario de su padre y la conflictiva relación con su madre que terminó en divorcio; nos habla de su trabajo, de su casa, de sus aficiones, de sus tics, de la relación que tuvo con sus hijos (con él y con su hermana). También pone al descubierto las dificultades que tiene el propio autor para escribir esta historia. «Mi necesidad de escribir era tan grande que creí que la historia se escribiría sola. Pero hasta ahora las palabras ha llegado con mucha lentitud […] He comenzado a sentir que la historia que intento contar es de algún modo incompatible con el lenguaje, y que su resistencia a las palabras es proporcional al grado de aproximación a lo importante, de modo que cuando llegue el momento de expresar lo fundamental (suponiendo que eso exista) no seré capaz de hacerlo». 

En la segunda parte del libro, titulada El libro de la memoria, cambia a un narrador en tercera persona. La lectura se hace más ágil, más ligera, y a la vez más intensa y reflexiva, como si el autor se hubiera liberado del peso del recuerdo del padre, como si hubiese rendido cuentas con él. Auster se aleja precisamente para hablarnos, de manera fragmentaria, de él mismo, de su vida, de su matrimonio, de sus viajes iniciáticos, de sus lecturas, de su hijo Daniel, de sus primeros encuentros con el arte y la literatura, con Carlo Collodi, con Van Gogh, con Vermeer, Emily Dickinson, con Mallarmé. Defiende la idea de que el único camino que conduce a la memoria pasa inexorablemente por la soledad y la escritura. Paradójicamente, ese estado de soledad desaparece en el momento en que uno comienza a transitarla, para reencontrarse con los recuerdos, modelados por la escritura, actividad esencial convertida en medio y fin. Paul Auster se propone encontrar rimas, en forma de coincidencias, en los acontecimientos de la vida y de los recuerdos, en un maravilloso ejercicio que pretende dar un sentido literario a la realidad, para hacerla más llevadera, más soportable.

Termino la relectura del libro de Paul Auster, un libro ya anclado definitivamente en mi vida, en el final de la vida de mis padres; pero mi viaje por los insospechados vericuetos de la memoria todavía no ha terminado. Auster marca una senda que sigo recorriendo, la de los caminos de la memoria que únicamente pueden ser transitados en soledad, con una pluma y una página en blanco. Escribe Irene Vallejo en El infinito en un junco que el acto de escribir alarga la vida de la memoria e impide que el pasado se disuelva para siempre. Encuentro una frase de Sartre que anoté en el primer cuaderno que empecé a escribir, allá por 2005: «El recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados». 

La invención de la soledad termina con esta palabras: 
«Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo».



                                                           Billie Holiday. Solitude


Traducción de Maria Eugenia Ciocchini