martes, 17 de julio de 2018

La historia de mi máquina de escribir, de Paul Auster y Sam Messer



La entrada número cien de El fuego de Montag  está dedicada a mi máquina de escribir que, tras muchos años de trabajo, disfruta de una merecida (y anticipada) jubilación.
Conocí los libros de Paul Auster a principios del año 2005, cuando leí La noche del oráculo. El flechazo del azaroso mundo austeriano fue directo y sin concesiones. A casa iban llegando, uno detrás de otro, El libro de las ilusiones, La trilogía de Nueva york, Tombuctú, La música del azar, El palacio de la luna, Leviatán, El país de la últimas cosas, Mr. Vértigo… En fin, ese año me hice con todo lo que había publicado Auster hasta el momento. Incluidos libros de relatos, como Creía que mi padre era Dios; autobiográficos, como La invención de la soledad o A salto de mata; de entrevistas, como Experimentos con la verdad;  de poemas y ensayos, como Pista de despegue. Incluso me hice con el guion de Smoke, cuya película, dirigida por Wayne Wang, me había parecido absolutamente genial, con un Harvey Keitel y un William Hurt enormes.
Cuando creía tenerlo todo, descubrí una extraña edición que había publicado Anagrama titulada La historia de mi máquina de escribir. No tardé en pedirla en la librería. Días después fui a recogerla y mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme con un libro en el que apenas había texto. Cuatro o cinco páginas, no más, en letra bien grande. Eso sí, en una edición muy cuidada de papel satinado. El resto eran imágenes de la máquina de escribir de Paul Auster pintadas por un tal Sam Messer. A la decepción inicial siguió una paulatina sensación de alegría por tener esa rareza entre mis manos. Cuanto más miraba las imágenes, más maravillado me quedaba. Eran extraordinarias. Además, resultó que la máquina de escribir de Paul Auster era una Olympia, exactamente igualita que la mía. Paul Auster y yo teníamos algo en común: una máquina de escribir Olympia. Fabulé con que eso era una señal y que pronto sería capar de escribir algo parecido a El Palacio de la Luna. Corría el año 2006, y mi máquina de escribir llevaba seis años decorando uno de los estantes de mi biblioteca.

En La historia de mi máquina de escribir, Paul Auster hace un homenaje a ese valioso instrumento de trabajo que lo acompañó durante tantos años y tantas alegrías le dio. Cuenta que en 1974 compró a un amigo esa Olympia portátil fabricada en la antigua República Federal Alemana. «Este país ya no existe, pero, desde aquel día de 1974, del teclado de esa máquina ha salido hasta la última palabra que he escrito».



En el decenio de 1990 todos sus amigos comenzaron a pasarse a los Mac y a IBM pero él no lo hizo. Siguió escribiendo en su aguerrida Olympia: «Yo empecé a parecer un enemigo del progreso, el último pagano aferrado a las antiguas costumbres en un mundo de conversos digitales. Mis amigos se burlaban de mí por resistirme a la nueva manera de hacer las cosas. Cuando no me llamaban pedazo de carcamal, decían que era un reaccionario y un cascarrabias. Me daba igual. Lo que a ellos les venía bien, no necesariamente tenía que convenirme a mí, decía yo. ¿Por qué había de cambiar, si me sentía enormemente satisfecho tal como estaba?».
Siempre la vio como un objeto que le permitía realizar su trabajo, hasta que un día, Sam Messer decidió sacarla del anonimato para convertirla en obra de arte. Señala Auster que tras ver los cuadros de Sam Messer, pasó de ser una máquina de escribir, a ser la máquina de escribir. «Anticuada y llena de abolladuras, reliquia de una época que rápidamente está desapareciendo de la memoria, la puñetera máquina nunca me ha dejado en la estacada. Incluso en este preciso momento, cuando rememoro los mil cuatrocientos días que hemos pasado juntos, la tengo justo delante de mí, desgranado con aire entrecortado su música antigua y familiar». Me pregunto si seguirá Paul Auster escribiendo en su vieja Olympia.

Ha llegado el momento de hablar de mi vieja Olympia. Ni qué decir tiene que jamás la cambiaría por la de Paul Auster.



Cuando aterricé en este mundo, la máquina de escribir ya era un miembro importante de mi familia. Al parecer, la había comprado mi padre a principios de los años setenta en una ciudad de Alemania Occidental. En Dusseldorf, me dijo.

Con cuatro o cinco años, me quedaba hipnotizado escuchando el sonido de las letras aplastando la cinta de tinta contra el papel. Sonaba como una vieja locomotora que se iba acelerando lentamente. Cuando podía, casi siempre a escondidas, la sacaba de su maletín negro y me ponía a jugar con ella, a colocar una y otra vez el folio en blanco para escribir alguna palabra, alguna frase, el nombre de mis padres o el de mis hermanos, el de un planeta, un río o una montaña. Dedicaba horas a trastearla, a desmontar la cinta y volverla a colocar en su sitio, a observar su esqueleto desnudo quitándole el armazón, hasta que me cansaba y aplastaba todas las letras dejando enganchados los tipos en el centro del rodillo.

Más tarde, la Olympia (heredada de hecho) se convertiría en mi inseparable pareja, sobre todo en la universidad. Por aquellas fechas, la segunda mitad de los noventa, algunos compañeros (muy pocos) llevaban sus trabajos escritos “a ordenador”, pero la mayoría seguíamos escribiendo “a máquina”. Recuerdo, en mi piso de estudiante, la disparatada música de tres máquinas de escribir (la de mi Olympia y la de las Olivetti de Sebas y Antonio) sonando desacompasadamente durante horas. En aquellas infinitas tardes de traqueteo no se me ocurrió, ni por un segundo, que en muy poco tiempo, el futuro pasaría por encima de mi Olympia transformándola en un extraño y fascinante objeto arqueológico.

Después de saber que Paul Auster y yo compartíamos máquina de escribir, intenté darle una segunda vida tras seis años de ociosa inactividad. Quería comprobar si era capaz de escribir como él. La coloqué sobre la mesa. Introduje el folio en blanco en la máquina, y situé mis manos sobre el teclado. Mis dedos comenzaron a teclear automáticamente, cada vez más rápido. Como una vieja locomotora viajando a través del tiempo:

«Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un medio de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quien era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida».

Leí lo que había escrito. No estaba mal. Era bueno, con estilo. Continué escribiendo emocionado. Era cierto. La Olympia me hacía escribir como Paul Auster. De repente, me percaté de que tras cada palabra que escribía sólo aparecía un espacio en blanco. Seguí dándole a las teclas, pero nada. El mismo espacio en blanco. La tinta se había terminado y mi sueño de escribir El palacio de la luna también. 
La Olympia regresó a su lugar en la estantería. Siempre que pasa alguien por su lado acaricia sus teclas.  











Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Fotografías tomadas del libro La historia de mi máquina de escribir y de mi Olympia.



                                           
El Niño Gusano. El hombre bombilla