Hace
unos días nos llegó la triste la noticia de la muerte de uno de los grandes escritores
de este país: Juan Goytisolo. Tenía
86 años. Recuerdo que decía que él no quería lectores sino re-lectores, de modo
que, como homenaje póstumo, me pongo a ello con un libro de viajes titulado Campos de Níjar.
Es
un libro realista que impacta por la estampa que describe, la de una zona de
Almería olvidada de la mano de dios y de
los hombres, en la que sus habitantes viven en un lamentable estado de miseria
y abandono.
La pluma de Goytisolo se afina para narrar el viaje que realizó a la zona de Campos de Níjar en los los años cincuenta. Hay palabras y expresiones en el relato que nos remiten a otra época, a otro mundo. Los cestos de cañaduz e higos chumbos, las mujeres que escobazaban, el suelo lleno de cantizales, el mar cabrilleando, las voces de los jayanes, el despertar en la alborada, el guadapero, el mercar pan y aceite, el ocre de los jorfes, los borceguíes de piel de becerro o el hombre que ensopa un mendrugo en un plato de vino.
Por aquellas fechas, Juan Goytisolo vivía en París, donde se instaló en 1956 para trabajar como asesor literario de la editorial Gallimard. Pero el Sur llamaba a su puerta.
El
viaje por los Campos de Níjar duró tres días, durante los cuales tomó las notas
que darían lugar a este libro que comienza así:
«Recuerdo muy bien la profunda impresión de
violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo por la Nacional 340, la
primera vez que la visité, hace ya algunos años.
Durante
esas tres jornadas, Goytisolo recorre la comarca de los Campos de Níjar en autobús,
en camión, en coche o caminando. Su ruta le lleva a El Alquián, a Rodalquilar,
con su mina de oro, hoy cerrada, a Níjar
y su famosas y humildes alfarerías, a Cabo
de Gata, a San José, a Los Escullos (el autor lo escribe con y
griega), a La Isleta y sus casitas
de pescadores, a Los Nietos, a Fernán Pérez, a Las Hortichuelas, a Las
Negras y a Carboneras, el pueblo más pobre de España, donde sólo
hay lagartos y piedras». (p.41)
El viajero describe los paisajes que atraviesa:
«Los cortijos comienzan a esparcirse. A las
huertas embarradas suceden los alijares y las ramblas arenosas y desérticas. La
vegetación se reduce a su expresión más mínima: chumberas, pitas, algún que
otro olivo retorcido y enano. A la derecha, la llanura se extiende hasta los
médanos del golfo, difuminada por la calina. Los atajos rastrean el pedregal y
se pierde entre las zarzas y matorrales, chamuscados y espinosos. Las nubes
coronan las sierras del Cabo de Gata. En el horizonte, el mar es sólo una
franja de plomo derretido […] Junto al henequén y a nopal, el viajero encuentra
otra planta adaptada, como ellos, a la falta de agua: el guayule. Pequeño, de
un verde descolorido, se alinea hasta desaparecer, entre las lomas y amelgas
del arado, prisionero de un ondulado mar de arcilla (p.19). El camión atraviesa un arroyo de piedras,
subimos la cuesta y arriba, el paisaje es casi lunar. Alberos, páramos y canchales
se suceden hasta perderse de vista casi en el horizonte». (P.35)
También
conversa con los lugareños, que le hablan de la dureza de una vida marcada por la
pobreza, la escasez de agua, las malas de comunicaciones y la falta de trabajo,
y de sus deseos de salir de allí en busca de una vida mejor. Todos se muestran
amables con el viajero, algunos extrañados de que alguien se interese por
aquella tierra pobre y olvidada. «Tienen el rostro noble aquellos hombres. Una
dignidad que se transparenta bajo la barba de dos días y los vestidos
miserables y desgarrados». (p. 34)
Hay personajes que nos conmueven, como el viejo que malvive de vender higos chumbos en Níjar. El viajero, que se había fijado en él cuando paseaba por las callejas del pueblo, se lo encuentra en el camino que va hacia Cabo de Gata. Conversan mientras caminan bajo un sol de justicia. El anciano le cuenta que vive con su esposa, que tienen dos hijos que se marcharon a realizar el servicio militar y ya no volvieron, y que tuvo otro que murió en la guerra civil tras alistarse como voluntario para defender la República. Esto último se sobreentiende:
«—Desde pequeño pensaba en los demás. No en
su madre, su padre o sus hermanos, sino en todos los pobres como nosotros. Aquí
la gente nace, vive y muere sin reflexionar. Él no. Él tenía una idea de la
vida. Su madre y yo lo sabíamos y lo queríamos más que a los otros, ¿comprende?».(p.63).
El contrapunto a este anciano es don Ambrosio, rico propietario del bando vencedor. La guerra sigue presente a través de los carteles propagandísticos de la dictadura. «En los muros de las casuchas en ruinas, se repiten las inscripciones en pintura y alquitrán que me acompañan desde Almería: FRANCO FRANCO FRANCO». (p.22). Don Ambrosio viaja en coche con conductor cuando se ofrece para llevar al viajero a visitar los Escullos y la Isleta. Durante el trayecto no hace más que hablar de las posibilidades turísticas de la zona.
«—Si hubiese una buena carretera, los
turistas vendrían como moscas. Este litoral es mejor que el de Málaga y la vida
mucho más fácil que allí. Por tres mil pesetas se puede usted comprar una
casita de pescadores. La gente emigra y vende por nada» (p.92).
Don
Ambrosio es propietario de casi todo el pueblo que visitan tras los Escullos.
Aunque no lo mencione, por su descripción se trata de La Isleta del Moro (La
Isleta en la actualidad). Saluda a todos sus habitantes. Parece preocuparse
paternalmente por ellos pero cuando un hombre le pide ayuda no tiene compasión
alguna.
«—Yo, cada vez que veo a un descontento, le
llamo aparte y le digo: Fulano, tu sitio no es este. En el pueblo se está bien,
a condición de no aspirar a mucho, y, si a ti te tienta el ruido y el modo de
bregar de las capitales, lo mejor que puedes hacer es ir a Valencia o Cataluña,
porque aquí serás un inadaptado toda tu vida ».(p.104)
Goytisolo enfrenta en estos dos personajes a las dos Españas que lucharon en la guerra. Sin embargo, es evidente que toma partido por el primero. Lo hace sutilmente, para escapar de la censura, describiendo a cada uno de los personajes desde fuera, sin opinar. Son las propias palabras y acciones de los protagonistas las que los retratan. Y el lector se conmueve con el primero y se indigna con el segundo.
El viajero finalmente se vendrá abajo tras contemplar impotente tanta miseria e injusticia. Una injusticia histórica sobre la que reflexiona:
«Almería conoció un breve periodo de
esplendor durante los albores de la dominación musulmana. Cuando Almería era
Almería —dice un proverbio que los viejos repiten melancólicamente—, Granada
era su alquería. Desde su conquista por los Reyes Católicos la región ha
sufrido una ininterrumpida y patética decadencia […] Almería fue descuidada por
reyes, ministros, reformadores, escritores. Una leyenda de incomprensión y
olvido debía tenerla alejada de todos los movimientos reformadores que en
España se produjeron. En el siglo XVIII era ya la cenicienta de nuestras
provincias y, cuando lo escritores del noventa y ocho se echaron a andar por
los caminos y tierras de la península no juzgarán empresa digna de su talento el
empeño de defender su causa ».(p.110).
Juan Goytisolo se encarga de saldar esta cuenta pendiente. Escribe:
«—Por eso me gusta Almería. Porque no tiene
Giralda ni Alhambra. Porque no intenta cubrirse con ropajes no adornos. Porque
es una tierra desnuda, verdadera… »(p.125)
Es
temprano. Salgo a pasear por las calles de Las Negras. El Levante agita las
palmeras del paseo marítimo. Los turistas salen de sus casas y se acercan a la
playa para perder su mirada en este mar alborotado. Tomo asiento en una de las
muchas terrazas todavía vacías. Abro el libro de Goytisolo y leo: «Las Negras se asienta en el centro de la
bahía y su aspecto asolado y ruinoso me recuerda el de los Escuyos o San José.
En la única calle trazada hay un hay un bar y un estanco, los cerdos gruñen en
el interior de las cochiqueras y el mar alborota y da tumbos sobra la playa». (p.115)
En una conversación que tiene el autor con dos lugareños en el pueblo, éstos comentan:
«—En agosto, esto se anima—dice el brigada,
deslizando una mano sobre los lamparones de la guerrera—. Este año va a
celebrarse por aquí el concurso nacional de pesca submarina y vendrá personal
hasta del extranjero.
—La costa es magnífica—explica el
hombrecillo—. Lo que falta es un poco de empuje, un poco de propaganda. Aquí la
gente vive muy bien. Si hicieran la carretera de una vez vería usté cómo se
ponía esto de franceses». (p116).
No se equivocaba el hombrecillo. La carretera fue construida y los turistas, franceses, ingleses y españoles, descubrieron uno de los parajes más bellos de la geografía peninsular.
Alejado
de la costa, un inmenso mar de plástico cubre las áridas tierras
almerienses. La riqueza, en forma de agua e infraestructuras, ha llegado a ese
rincón de España. Leer este libro de Goytisolo es viajar a un pasado apenas
reconocible por el paisaje, el del Parque Natural del Cabo de Gata, que por
suerte, sigue resistiéndose a la salvaje especulación inmobiliaria que tantos lugares
del litoral ha liquidado. Está por ver
hasta cuándo.
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