Quince días en las
soledades americanas apareció publicado por primera vez en 1860, meses
después de la muerte de su autor. Su amigo y compañero de viaje, Gustave de Beaumont se encargó de dicha
tarea, pues era un texto que el propio Tocqueville había dejado ya listo para
la imprenta.
Es una obra de 125 páginas en la que se narra una parte de
la experiencia vital del autor en el viaje que realizó a los Estados Unidos de
América junto a Beaumont en abril de 1830 con motivo del estudio del sistema
penitenciario de la joven democracia norteamericana. En realidad hubo otros
condicionantes que le llevaron a emprender dicho viaje.
Alexis de Tocqueville,
de familia aristocrática, que había cursado la carrera de Derecho en París,
contaba veintidós años cuando tomó posesión como juez auditor del Tribunal de
Versalles. Corría el mes de junio de 1827, y en Francia reinaba Carlos X durante
el periodo de la Restauración absolutista implantada tras la derrota de
Napoleón en 1815, es decir, en una Francia gobernada por la aristocracia. La
revolución de 1830 cambiaría este estado de cosas. La burguesía se haría con el
poder en detrimento de la aristocracia y Carlos X era sustituido por Luis
Felipe de Orleans, el “Rey burgués”.
Como señala David Carrión
Morillo en su artículo Alexis de
Tocqueville (1805-1859): Vida y obras, “su cargo de juez auditor se
convirtió en juez suplente exigiéndosele un juramento de fidelidad a Luis
Felipe. Tocqueville prestó el juramento, produciéndole una de las sensaciones
más dolorosas de su vida y un indescriptible horror, porque repudiaba
completamente la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleans” (p.5).
Esto le llevó a poner tierra de por medio, de modo que
emprendió un viaje junto a su amigo Gustave de Beaumont a los Estados Unidos de
América. Para poder llevar a cabo tal viaje obtuvieron del ministro de interior
el encargo de una misión oficial para investigar in situ el sistema
penitenciario norteamericano.
Señala Carrión Morillo, que para Tocqueville, tal encargo
era en realidad un mero pretexto que le permitía cumplir con un deseo que
guardaba en lo más profundo de su corazón: conocer una auténtica democracia, la
única que existía en aquella fecha, los Estados Unidos de América. “Alexis se
daba ya perfecta cuenta de que los Estados Unidos era el prototipo del porvenir
para Francia. Pensaba que estudiando las instituciones, las leyes y las
costumbres de aquel país comprendería mejor las transformaciones sociales y
políticas que por mor de la democracia se estaban produciendo en Francia e
incluso podría llegar a prever su futuro”.(p.6)
De modo que en abril de 1831, Alexis y Gustave se embarcaban
rumbo a Nueva York. Tocqueville tenía 26 años y este viaje sería fundamental en
su vida. Allí tomó abundantes notas sobre lo que veía y las gentes le contaban.
De estas notas salieron dos de sus obras. La primera fue la que lo hizo
célebre. Se trata de La democracia en
América, publicada en 1835, un libro que fue todo un éxito en su momento y
sigue siendo uno de los libros más leídos del politólogo francés. El otro es el
que reseñamos en este trabajo publicado póstumamente como ya se ha mencionado.
El viaje tan solo duró nueve meses y en marzo de 1832 regresaron a Francia
requeridos por el gobierno para que realizaran el informe sobre las prisiones norteamericanas
lo antes posible.

Quince días en las
soledades americanas, tiene como título original “Quinze jours dans le désert”, es decir “Quince días en el
desierto”. Señala el traductor de la obra Mariano
López Carrillo en el prólogo del traductor de esta edición: “me he
inclinado por una traducción un tanto libre del título original para que el
lector sepa desde el principio lo que puede esperar del libro; pues en nuestros
tiempos la palabra desierto está tan asociada a imágenes de inhóspitos lugares
de lluvia y vegetación escasas, que prácticamente ha perdido su acepción
original de lugar despoblado” (p. 11). Lo cierto es que, a lo largo del relato,
Tocqueville utiliza frecuentemente la palabra “desierto” para referirse a zonas
poco (o nada) pobladas por el ser humano y no en el sentido paisajístico pues
durante el viaje describe los frondosos bosques que atraviesa, a veces refiriéndose
a ellos como “selvas”.
El texto relata la expedición que realizaron Tocqueville y
Beaumont entre el 19 y el 29 de julio de 1831 entre las ciudades
norteamericanas de Detroit y Saginaw, es decir, una distancia de 103 millas
(165 kilómetros aproximadamente). Es por tanto un libro de viajes, al estilo de
los de Malaspina, Humboldt o Darwin
(sin el carácter científico de éstos), en el que la mirada de Tocqueville, influenciada
por el romanticismo imperante en la época, describe gentes, anécdotas y
paisajes que se van cruzando en su camino a través de la mirada inteligente que
le habían proporcionado sus muchas y variadas lecturas de juventud.
Comienza el relato señalando que el objetivo de este viaje
por la frontera norte de Estados Unidos es alejarse de la civilización europea:
“Una de las cosas que más atraía nuestra curiosidad al venir
a América era recorrer los límites extremos de la civilización europea y, si el
tiempo nos lo permitía, visitar alguna de las tribus indias que han preferido
retirarse a las soledades más salvajes antes que plegarse a lo que los blancos
han dado en llamar las delicias de la vida civilizada. Pero hoy en día resulta
mucho más difícil encontrar el desierto de lo que uno podría esperar. Desde
nuestra partida de Nueva York y mientras avanzábamos hacia el noroeste, el
objetivo de nuestro viaje parecía irse alejando ante nosotros. Recorrimos
lugares célebres en la historia de los indios, remontamos valles a los que han
dado nombres, atravesamos ríos que todavía conservan el de sus tribus, pero en
todas partes la cabaña del salvaje había sido sustituida por la casa del hombre
civilizado, los bosques, talados y la soledad se había trocado en vida” (p. 13)
El primer destino de la pareja tras su salida de Nueva York es
la ciudad de Buffalo, sin embargo allí no encuentran lo que buscan, ya que lo
que allí ven sus ojos es el avance de la civilización y el retroceso de bosques
y pantanos con la mirada acostumbrada del americano blanco.”De año en año las
soledades se transforman en pueblos y los pueblos en ciudades” (P.15).
Tampoco encuentran a los indígenas tal y como los pintó Fenimore Cooper, autor de obras como El último mohicano, novela publicada en
1826, que sin duda había leído Tocqueville, en la los indios aparecen pintados con
las virtudes del espíritu de la libertad, como guerreros y cazadores que viven
medio desnudos entre la naturaleza salvaje. Los indígenas que encuentran en la
ciudad de Buffalo son personas que han
adquirido los perores vicios de la civilización europea como el beber alcohol,
una contaminación que le hace escribir: “Estos seres débiles y depravados
pertenecían, sin embargo, a una de las más célebres tribus del mundo antiguo
americano”.(p. 17) Se refiere a la confederación Iroquesa formada por cinco
tribus que se enfrentó a la llegada de ingleses y franceses a América del Norte
a principios del siglo XVIII. Según Josep
Fontana en su obra Europa ante el
espejo, “la sociedad norteamericana del siglo XIX practicó el
esquizofrénico juego de celebrar al indio idealizado como al “noble salvaje” y
de considerar a los indios reales como bárbaros que impedían el avance de la
civilización hacia el oeste. Aquel indio en abstracto ni siquiera existía, ya
que se trataba de pueblos muy diversos, incluso de agricultores sedentarios;
pero para combatirlos como “bárbaros” había que empezar negándoles sus
identidades culturales. El indio era inferior y no tenía derecho a obstaculizar
“los obvios designios de la providencia”. Sobreviviría mientras quedasen
rincones de territorio prescindibles donde pudiera refugiarse del “avance de la
civilización”, pero su destino, a la larga, era la extinción” (p.111). Eso es
lo que le ocurre a Tocqueville, que busca el indio idealizado que no existe. Y
la última frase de Fontana ya aparece en el propio libro de Tocqueville que, cuando
llega a Buffalo y pregunta por los indios, le responden, “los indios se han ido
más allá de los Grandes Lagos, no sé exactamente adónde. Es una raza que se
extingue, no están preparados para el mundo moderno, la civilización los mata”
(p. 14)
Alexis de Tocqueville también reflexiona sobre cómo
tratan los blancos americanos a los indios después de que se encontrara a uno
borracho, tirado en medio de la calle, medio moribundo. Habla de la
insensibilidad y del egoísmo de esta sociedad respecto a los indígenas americanos.
Señala que “los habitantes de Estados Unidos no persiguen a los indios a sangre
y fuego como los españoles en México, pero aquí, como en cualquier otra parte, el
mismo sentimiento despiadado anima a la raza europea” (p.19). Es evidente que
Tocqueville se deja llevar por la famosa Leyenda Negra española respecto al
trato recibido por los indios en la
conquista de la América hispana. María José Villaverde matiza esta
afirmación en su libro La sombra de la
leyenda negra. En un artículo publicado en diario El País
el pasado 20 de mayo, escribe: “Los datos aportados por testigos y cronistas
dan fe de los hechos inhumanos de los primeros 50 años de la conquista. Eso no
se puede negar. Pero nunca hubo voluntad de exterminar a los indios porque eran
la mano de obra de los encomenderos y porque la Corona les protegió con su
legislación, aunque esta no siempre se cumplió. Y, si bien los conquistadores
fueron violentos y crueles, no lo fueron más que los alemanes en Venezuela
(bajo el gobierno de la casa Welser), los británicos en Estados Unidos
(extinción de la mayoría de los pieles rojas), los holandeses o los franceses
cuando tuvieron oportunidad de serlo. No podemos juzgarlos desde nuestros
valores actuales, sino desde la perspectiva de unos cristianos imbuidos de
fuertes convicciones religiosas y de un sentimiento de superioridad, que
contemplaban horrorizados cómo unos “bárbaros” hacían sacrificios humanos y practicaban
la antropofagia”. Según Fontana, “en
las colonias inglesas del norte fue la enfermedad la que comenzó la tarea de
despoblar la tierra de indígenas. Pero los colonos prosiguieron después con
entusiasmo la caza del “salvaje”(p.110)
Continúa el periplo de nuestra pareja desde Buffalo hasta
Detroit, cuando se embarcan en el el vapor Ohio para atravesar las aguas del
lago Erie. Mientras, reflexiona sobre los enormes contrastes que hay en Estados
Unidos y que en Europa no existen. Uno de los que más le llama la atención es
encontrar la naturaleza virgen al lado de la civilización más desarrollada .
Otra de las diferencias que observa respecto al viejo mundo es que en cualquier
parte de Estados Unidos, ya sea en el campo, en las grandes ciudades o en la
frontera, la civilización ha igualado a los hombres, “el mismo hombre que dejasteis
en las calles de Nueva York lo reencontraréis en medio de las soledades más
impenetrables; la misma indumentaria, la misma mentalidad, la misma lengua ,
las mismas costumbres, los mismos gustos […] Aquí los habitantes de los lugares
más aislados llegaron ayer. Han traído las costumbres, las ideas, los hábitos y
las necesidades de la civilización […] Uno pasa sin transición del desierto a
la calle de una ciudad, de las escenas más salvajes a las imágenes más amables
de la vida civilizada” (p21-22). Señala Tocqueville que el avance de los
americanos hacia el oeste es una cadena que pasas de padres a hijos, siempre en
constante movimiento con el objetivo de domesticar la naturaleza salvaje: “la
cabaña de madera no es para el americano más que un refugio momentáneo, una
concesión temporal por mor de las circunstancias. Ciando los campos circundantes
estén a pleno rendimiento y el nuevo propietario tenga el tiempo para dedicarse
a cosas más agradables, una casa más espaciosa y más adecuada a sus hábitos
remplazará a la log house y servirá
de hogar a los numerosos hijos que a su vez un día partirán para crear su
morada en el desierto”. Fernand Braudel,
en su famosa obra Las civilizaciones
actuales, nos ofrece una explicación económica a este hecho, afirmando que
ha sido el capitalismo el que ha organizado este avance hacia el oeste. “Imagínese
al colono que acaba de recibir su lote, su homestead
de 160 acres (64 Ha.), que construye su casa de madera prefabricada, ajustando
las diferentes piezas que, en un primer momento, labra el suelo ligero de las
colinas y, después, va trabajando progresivamente sobe los suelos más bajos,
pero también más pesados hasta llegar a los valles, donde se ve obligado a
desbrozar y, ocasionalmente también a talar los árboles. Bien es verdad que
este campesino tiene poco de tal. En muchos casos, hasta este momento había
practicado un oficio muy diferente. Lo único que verdaderamente tiene que saber
es conducir un carro tirado por caballos; el cultivo, generalmente el de trigo,
se puede llevar a cabo si una preparación compleja, puesto que no se abonan las
tierras… En el caso de que este granjero haya sido el primero en llegar, es
indudable que n tiene más que una idea fija: volver a vender su lote de tierras.
Ha residido en ellas durante varios años, apenas si ha tenido que hacer algunos
desembolsos, puesto que todo le ha sido anticipado en su rincón perdido. Se ha
alimentado gracias a las latas de conservas […] Cuando dos o tres buenas
cosechas le han permitido reunir un pequeño capital , no vacila ya en lo que
tiene que hacer: pone en venta el lote que había comprado, aprovechando la
plusvalía que supone la llegada, en el intervalo, de nuevos inmigrantes, y se
traslada más hacia el Oeste para volver a empezar. En efecto, si volviera hacia
el Este, sería como si se reconociera vencido”. Por lo tanto no se trata de un
campesino arraigado a la tierra, sino de un especulador.

Continúa Tocqueville describiendo su viaje a través del lago
comentando las obras del canal de Pittsburgh que unirá los ríos Mississippi y
Norte a través de los que “las riquezas de Europa circularán libremente a
través de las quinientas leguas que separan el golfo de México del océano
Atlántico” (p.23). En el año 1831 la industrialización es un hecho, sobre todo
en Gran Bretaña. El textil y el hierro salen de sus fábricas para inundar los
mercados del mundo. El librecambismo es la política predominante y para ello,
para que las mercancías lleguen a cualquier lugar, se necesitan
infraestructuras. El comercio se realiza por entonces a través de ríos y
canales, pues el nuevo medio de transporte que acaba de inaugurarse en Gran Bretaña
(la primera línea ferroviaria que unió las ciudades de Liverpool y Manchester
data de 1830), todavía no ha llegado a los Estados Unidos. No obstante no
tardará en hacerlo, lo que supondrá una fuerte aceleración en el proceso de conquista
del Oeste norteamericano. Eric Hobsbawm
en La era de la revolución, 1789-1848,
escribe: “En los Estado Unidos faltaban simplemente colonos y transportes
para abrir territorios y alumbrar sus recursos, al parecer interminables. El
simple proceso de expansión interna fue suficiente para dar a su economía un
crecimiento casi ilimitado, aunque los colonos americanos, los gobiernos, los
misioneros y los mercaderes ya se habían expandido hacia el Pacífico o
impulsaban su comercio —respaldado por la dinámica segunda flota mercante del
mundo— a través de los océanos, desde Zanzíbar hasta Hawai. Ya el Pacífico y el
Caribe habían sido elegidos como zona de influencia económica norteamericana.
Todas las instituciones de la nueva república estimulaban la decisión, el
talento y la iniciativa privada. Una vasta población nueva, instalada en las
ciudades del litoral y en los recién ocupados estados del interior, exigía a su
vez personal apto para el trabajo, ajuar de casa, herramientas y máquinas,
constituyendo un mercado de homogeneidad ideal.[…] Ninguna economía progresó
más rápidamente que la norteamericana en el periodo 1830-1848, aunque su
insólito crecimiento se produciría a partir de 1860” (p.184).
El mismo 19 de julio por la tarde Tocqueville y Beaumont
llegan a Detroit, “una ciudad de unos dos o tres mil habitantes, fundada en
1710 por los jesuítas en medio de los bosques” (p.25). Por fin han llegado a
los límites de la civilización. Ahora quieren traspasar ese límite, quieren
adentrarse en el bosque virgen, en las soledades de los desiertos, de modo que
como dos románticos aventureros se dirigen hacia Saginaw con dos caballos
alquilados en un viaje que durará diez días. “Después de comprar una brújula y
municiones, nos pusimos en camino con el fusil en bandolera, despreocupados y
alegres como sos escolares que abandonan el colegio para ir a pasar las
vacaciones a la casa paterna” (p.25.) Es durante este viaje a caballo cuando Tocqueville se entusiasma con lo que se va
encontrando. Por fin la naturaleza salvaje, las tribus indias apenas
contaminadas por la civilización, los colonos pioneros que se encuentra en el
camino tratan de abrir camino. Describe
una cabaña de estos colonos, una log
house, “al lado de un mapa de Estados Unidos, se alinean algunos libros
desparejos: una Biblia, a la que la devoción de dos generaciones ha desgastado
ya las tapas y los cantos, un libro de oraciones y, a veces, un canto de Milton
o una Tragedia de Shakespeare. Habla de ellos, de los colonos como hombres que “por
alcanzar la prosperidad, han afrontado el exilio, ha dormido a la intemperie y
se ha expuesto a la fiebre del bosque y a los tomahawk de los indios […]
Concentrado en hacer fortuna ha terminado por construirse una existencia
totalmente individual” (p.32) La adquisición de riquezas es lo único que los
mueve. Habla de las mujeres que los acompañan, de sus hijos, de su resignación
religiosa. Los pastores metodistas recorren los nuevos asentamientos y los
colonos de los alrededores se dirigen a la cita pues ese se convierte en el
acontecimiento del día. Escribe Tocqueville “Es digno e ver con qué ardor se
dedican estos hombres a la oración, con qué recogimiento escuchan la solemne
palabra del predicador. En el desierto uno se toma hambriento de religiosidad”
(p.40). En estos lugares de frontera avanzada, señala Braudel en el citado libro, “el protestantismo fue el único que se
enfrentó con esta situación humana difícil, repentinamente planteada, con este desparramamiento
de hombres a través del espacio […] Basaron la religión en un “teologismo
individual”, en la “soberanía del individuo” y, por último en los actos y no en
las creencias. El lenguaje de Cristo se redujo, entonces, a una comunión
directa y simple” (p.410)
Tras una parada en Pontiac, Tocqueville y Beaumont continúan
por tierras salvajes en dirección a Saginaw. En un momento dado un indio
comienza a seguirles a través de la zona boscosa jalonada de colinas. Por fin
un indio al que describe con precisión, con un fuego salvaje en su mirada, con
la nariz arqueada y “dos hileras de dientes blanquísimos que atestiguaban con
claridad que el salvaje, más limpio que su vecino americano, no se pasaba el
día mascando tabaco” (p.47) Ellos iban armados y el indio iba con buenas
intenciones, como curioseando por la llegada de dos extraños personajes en
medio de la selva, de manera que pronto se perdió en la espesura. Cerca de allí
encontraron a un solitario hombre blanco, una especia de eremita que, igual que
el personaje de Jeremías Johnson de la película de Sydney Pollack, les dijo cuando le preguntaron si no temía a los
indios:
“— ¡Temer a los indios! Prefiero vivir cerca de ellos que en
compañía de los blancos. No, no temo a los indios. Son mejores que nosotros, a
no ser que los hayamos pervertido con nuestros licores, ¡los pobres!” (P.50)
Continuaron su camino y se encontraron con una familia india
en medio del bosque y otro colono cuya casa era vigilada por un enorme oso. Allí
pidieron ayuda pues el camino hasta Saginaw se convertía en un sendero, de modo
que el colono buscó a dos guías indios que se ofrecieron a acompañarlos. Tocqueville
se percata de la avaricia y la deshonestidad del colono a quien le pagan en
metálico y él les paga a los indios con mercancías de poco valor. Durante este
último trayecto nuestro autor describe el paisaje y sobre todo las costumbres
de los indios a quienes compara con los lobos ya que “el indio no sabe lo que
es comer a horas regladas, se harta cuando puede y después ayuna hasta que de
nuevo en cuantía con que saciar el hambre” (p.65).
Veinticuatro horas después llegan a Saginaw, un pequeño
pueblo, una avanzada del hombre blanco en el que vive junto a indios y
mestizos. En el pueblo describe a estos los tres tipos siendo estos últimos,
los mestizos, una mezcla de los anteriores que, “orgulloso de su origen europeo,
desprecian el desierto y sin embargo ama la libertad salvaje que reina en él”
(p.79).
Han llegado al final de su viaje y dejándose llevar por la
quietud y el sosiego de aquel lugar alejado de la civilización, escribe:
"¡Quién pudiera pintar alguna vez con fidelidad esos escasos
momentos de la vida en los que el bienestar físico nos induce a la tranquilidad
moral y en los que se establece ante nuestros ojos un equilibrio perfecto en el
universo; mientras el alma, medio adormecida, oscila entre el presente y el
futuro, entre lo real y lo posible; cuando el hombre rodeado de una hermosa
naturaleza, respirando un aire tranquilo y tibio, en paz consigo mismo, en
medio de una paz universal, atiende a los acompasados latidos de sus arterias,
cada una de cuyas pulsaciones va marcando el paso del tiempo que parece
escurrirse así gota a gota en la eternidad!” (P.84).
Este romanticismo con el que Tocqueville describe los bosque
americanos nos recuerda a los lienzos del pintor alemán Caspar David Friedrich en las que el ser humano se ve sobrepasado
por la inmensidad de la naturaleza. Pero este romanticismo pronto se rompe por
la llegada de la civilización: “De nuestra ensoñación nos sacó un disparo que
resonó de repente en el bosque” (p.89)
C. D. Friedrich. Dos hombres contemplando la luna. 1819
Esta es la constante del relato de Tocqueville , el
contraste entre naturaleza salvaje y avance imparable de la civilización. Y ahí
tiene el corazón dividido ya que por un lado es un amante de esos últimos reductos
de vida salvaje y por otro, es un arquetipo puro de la civilización a la que
representa.
Días después regresaron a Detroit, y de nuevo en el
camino, el oso, los mosquitos y las
soledades. Y conforme se acercaban a la ciudad recordaron, en medio de la
profunda soledad del bosque, que se cumplía un año de la Revolución de 1830. Regresaban al mundo civilizado.
Esta edición de Quince
días en las soledades americanas incluye, a modo de epílogo, las “Notas del viaje por el oeste” desde el 6
de julio hasta el 12 de agosto, notas que tomó Tocqueville en el viaje y en las
que se basó para escribir esta obra. Señala el traductor en el prólogo que estas
notas no eran objeto de publicación, sino el registro del las distintas
experiencias del viaje (entrevistas conservaciones visitas a prisiones,
descripciones de paisajes, reflexiones políticas, etc.), con vistas a que
sirvieran, una vez de regreso de base para la redacción de proyectos como La democracia en América o El sistema penitenciario de Estados Unidos y
su aplicación en Francia (informe finalmente redactado por Beaumont). Con
estas notas nos hacemos una idea de la forma de trabajo de Tocqueville. Por
ejemplo, el día 1 de agosto escribe:
"Embarcamos a las dos. Río Detroit. Tierras bajas y cultivadas. Numerosas casas. Lago Saint Clair. Al atardecer hay baile en el puente. Alegría americana"
Traducción de Mariano López Carrillo
Nota:
Kévin Bazot plasmó en novela gráfica la aventura de Toqcqueville en América.
A mi sobrina Andrea, que tanto vive la historia.