sábado, 22 de julio de 2017

"Quince días en las soledades americanas", de Alexis de Tocqueville






Quince días en las soledades americanas apareció publicado por primera vez en 1860, meses después de la muerte de su autor. Su amigo y compañero de viaje, Gustave de Beaumont se encargó de dicha tarea, pues era un texto que el propio Tocqueville había dejado ya listo para la imprenta.
Es una obra de 125 páginas en la que se narra una parte de la experiencia vital del autor en el viaje que realizó a los Estados Unidos de América junto a Beaumont en abril de 1830 con motivo del estudio del sistema penitenciario de la joven democracia norteamericana. En realidad hubo otros condicionantes que le llevaron a emprender dicho viaje.

Alexis de Tocqueville, de familia aristocrática, que había cursado la carrera de Derecho en París, contaba veintidós años cuando tomó posesión como juez auditor del Tribunal de Versalles. Corría el mes de junio de 1827, y en Francia reinaba Carlos X durante el periodo de la Restauración absolutista implantada tras la derrota de Napoleón en 1815, es decir, en una Francia gobernada por la aristocracia. La revolución de 1830 cambiaría este estado de cosas. La burguesía se haría con el poder en detrimento de la aristocracia y Carlos X era sustituido por Luis Felipe de Orleans, el “Rey burgués”.
Como señala David Carrión Morillo en su artículo Alexis de Tocqueville (1805-1859): Vida y obras, “su cargo de juez auditor se convirtió en juez suplente exigiéndosele un juramento de fidelidad a Luis Felipe. Tocqueville prestó el juramento, produciéndole una de las sensaciones más dolorosas de su vida y un indescriptible horror, porque repudiaba completamente la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleans” (p.5).
Esto le llevó a poner tierra de por medio, de modo que emprendió un viaje junto a su amigo Gustave de Beaumont a los Estados Unidos de América. Para poder llevar a cabo tal viaje obtuvieron del ministro de interior el encargo de una misión oficial para investigar in situ el sistema penitenciario norteamericano.
Señala Carrión Morillo, que para Tocqueville, tal encargo era en realidad un mero pretexto que le permitía cumplir con un deseo que guardaba en lo más profundo de su corazón: conocer una auténtica democracia, la única que existía en aquella fecha, los Estados Unidos de América. “Alexis se daba ya perfecta cuenta de que los Estados Unidos era el prototipo del porvenir para Francia. Pensaba que estudiando las instituciones, las leyes y las costumbres de aquel país comprendería mejor las transformaciones sociales y políticas que por mor de la democracia se estaban produciendo en Francia e incluso podría llegar a prever su futuro”.(p.6)

De modo que en abril de 1831, Alexis y Gustave se embarcaban rumbo a Nueva York. Tocqueville tenía 26 años y este viaje sería fundamental en su vida. Allí tomó abundantes notas sobre lo que veía y las gentes le contaban. De estas notas salieron dos de sus obras. La primera fue la que lo hizo célebre. Se trata de La democracia en América, publicada en 1835, un libro que fue todo un éxito en su momento y sigue siendo uno de los libros más leídos del politólogo francés. El otro es el que reseñamos en este trabajo publicado póstumamente como ya se ha mencionado. El viaje tan solo duró nueve meses y en marzo de 1832 regresaron a Francia requeridos por el gobierno para que realizaran el informe sobre las prisiones norteamericanas lo antes posible.


Quince días en las soledades americanas, tiene como título original “Quinze jours dans le désert”, es decir “Quince días en el desierto”. Señala el traductor de la obra Mariano López Carrillo en el prólogo del traductor de esta edición: “me he inclinado por una traducción un tanto libre del título original para que el lector sepa desde el principio lo que puede esperar del libro; pues en nuestros tiempos la palabra desierto está tan asociada a imágenes de inhóspitos lugares de lluvia y vegetación escasas, que prácticamente ha perdido su acepción original de lugar despoblado” (p. 11). Lo cierto es que, a lo largo del relato, Tocqueville utiliza frecuentemente la palabra “desierto” para referirse a zonas poco (o nada) pobladas por el ser humano y no en el sentido paisajístico pues durante el viaje describe los frondosos bosques que atraviesa, a veces refiriéndose a ellos como “selvas”.
El texto relata la expedición que realizaron Tocqueville y Beaumont entre el 19 y el 29 de julio de 1831 entre las ciudades norteamericanas de Detroit y Saginaw, es decir, una distancia de 103 millas (165 kilómetros aproximadamente). Es por tanto un libro de viajes, al estilo de los de Malaspina, Humboldt o Darwin (sin el carácter científico de éstos), en el que la mirada de Tocqueville, influenciada por el romanticismo imperante en la época, describe gentes, anécdotas y paisajes que se van cruzando en su camino a través de la mirada inteligente que le habían proporcionado sus muchas y variadas lecturas de  juventud.

Comienza el relato señalando que el objetivo de este viaje por la frontera norte de Estados Unidos es alejarse de la civilización europea:
“Una de las cosas que más atraía nuestra curiosidad al venir a América era recorrer los límites extremos de la civilización europea y, si el tiempo nos lo permitía, visitar alguna de las tribus indias que han preferido retirarse a las soledades más salvajes antes que plegarse a lo que los blancos han dado en llamar las delicias de la vida civilizada. Pero hoy en día resulta mucho más difícil encontrar el desierto de lo que uno podría esperar. Desde nuestra partida de Nueva York y mientras avanzábamos hacia el noroeste, el objetivo de nuestro viaje parecía irse alejando ante nosotros. Recorrimos lugares célebres en la historia de los indios, remontamos valles a los que han dado nombres, atravesamos ríos que todavía conservan el de sus tribus, pero en todas partes la cabaña del salvaje había sido sustituida por la casa del hombre civilizado, los bosques, talados y la soledad se había trocado en vida” (p. 13)
El primer destino de la pareja tras su salida de Nueva York es la ciudad de Buffalo, sin embargo allí no encuentran lo que buscan, ya que lo que allí ven sus ojos es el avance de la civilización y el retroceso de bosques y pantanos con la mirada acostumbrada del americano blanco.”De año en año las soledades se transforman en pueblos y los pueblos en ciudades” (P.15).
Tampoco encuentran a los indígenas tal y como los pintó Fenimore Cooper, autor de obras como El último mohicano, novela publicada en 1826, que sin duda había leído Tocqueville, en la los indios aparecen pintados con las virtudes del espíritu de la libertad, como guerreros y cazadores que viven medio desnudos entre la naturaleza salvaje. Los indígenas que encuentran en la ciudad de Buffalo  son personas que han adquirido los perores vicios de la civilización europea como el beber alcohol, una contaminación que le hace escribir: “Estos seres débiles y depravados pertenecían, sin embargo, a una de las más célebres tribus del mundo antiguo americano”.(p. 17) Se refiere a la confederación Iroquesa formada por cinco tribus que se enfrentó a la llegada de ingleses y franceses a América del Norte a principios del siglo XVIII. Según Josep Fontana en su obra Europa ante el espejo, “la sociedad norteamericana del siglo XIX practicó el esquizofrénico juego de celebrar al indio idealizado como al “noble salvaje” y de considerar a los indios reales como bárbaros que impedían el avance de la civilización hacia el oeste. Aquel indio en abstracto ni siquiera existía, ya que se trataba de pueblos muy diversos, incluso de agricultores sedentarios; pero para combatirlos como “bárbaros” había que empezar negándoles sus identidades culturales. El indio era inferior y no tenía derecho a obstaculizar “los obvios designios de la providencia”. Sobreviviría mientras quedasen rincones de territorio prescindibles donde pudiera refugiarse del “avance de la civilización”, pero su destino, a la larga, era la extinción” (p.111). Eso es lo que le ocurre a Tocqueville, que busca el indio idealizado que no existe. Y la última frase de Fontana ya aparece en el propio libro de Tocqueville que, cuando llega a Buffalo y pregunta por los indios, le responden, “los indios se han ido más allá de los Grandes Lagos, no sé exactamente adónde. Es una raza que se extingue, no están preparados para el mundo moderno, la civilización los mata” (p. 14)

Alexis de Tocqueville también reflexiona sobre cómo tratan los blancos americanos a los indios después de que se encontrara a uno borracho, tirado en medio de la calle, medio moribundo. Habla de la insensibilidad y del egoísmo de esta sociedad respecto a los indígenas americanos. Señala que “los habitantes de Estados Unidos no persiguen a los indios a sangre y fuego como los españoles en México, pero aquí, como en cualquier otra parte, el mismo sentimiento despiadado anima a la raza europea” (p.19). Es evidente que Tocqueville se deja llevar por la famosa Leyenda Negra española respecto al trato  recibido por los indios en la conquista de la América hispana.  María José Villaverde matiza esta afirmación en su libro La sombra de la leyenda negra. En un artículo publicado en diario  El País el pasado 20 de mayo, escribe: “Los datos aportados por testigos y cronistas dan fe de los hechos inhumanos de los primeros 50 años de la conquista. Eso no se puede negar. Pero nunca hubo voluntad de exterminar a los indios porque eran la mano de obra de los encomenderos y porque la Corona les protegió con su legislación, aunque esta no siempre se cumplió. Y, si bien los conquistadores fueron violentos y crueles, no lo fueron más que los alemanes en Venezuela (bajo el gobierno de la casa Welser), los británicos en Estados Unidos (extinción de la mayoría de los pieles rojas), los holandeses o los franceses cuando tuvieron oportunidad de serlo. No podemos juzgarlos desde nuestros valores actuales, sino desde la perspectiva de unos cristianos imbuidos de fuertes convicciones religiosas y de un sentimiento de superioridad, que contemplaban horrorizados cómo unos “bárbaros” hacían sacrificios humanos y practicaban la antropofagia”. Según Fontana, “en las colonias inglesas del norte fue la enfermedad la que comenzó la tarea de despoblar la tierra de indígenas. Pero los colonos prosiguieron después con entusiasmo la caza del “salvaje”(p.110)

Continúa el periplo de nuestra pareja desde Buffalo hasta Detroit, cuando se embarcan en el el vapor Ohio para atravesar las aguas del lago Erie. Mientras, reflexiona sobre los enormes contrastes que hay en Estados Unidos y que en Europa no existen. Uno de los que más le llama la atención es encontrar la naturaleza virgen al lado de la civilización más desarrollada . Otra de las diferencias que observa respecto al viejo mundo es que en cualquier parte de Estados Unidos, ya sea en el campo, en las grandes ciudades o en la frontera, la civilización ha igualado a los hombres, “el mismo hombre que dejasteis en las calles de Nueva York lo reencontraréis en medio de las soledades más impenetrables; la misma indumentaria, la misma mentalidad, la misma lengua , las mismas costumbres, los mismos gustos […] Aquí los habitantes de los lugares más aislados llegaron ayer. Han traído las costumbres, las ideas, los hábitos y las necesidades de la civilización […] Uno pasa sin transición del desierto a la calle de una ciudad, de las escenas más salvajes a las imágenes más amables de la vida civilizada” (p21-22). Señala Tocqueville que el avance de los americanos hacia el oeste es una cadena que pasas de padres a hijos, siempre en constante movimiento con el objetivo de domesticar la naturaleza salvaje: “la cabaña de madera no es para el americano más que un refugio momentáneo, una concesión temporal por mor de las circunstancias. Ciando los campos circundantes estén a pleno rendimiento y el nuevo propietario tenga el tiempo para dedicarse a cosas más agradables, una casa más espaciosa y más adecuada a sus hábitos remplazará a la log house y servirá de hogar a los numerosos hijos que a su vez un día partirán para crear su morada en el desierto”. Fernand Braudel, en su famosa obra Las civilizaciones actuales, nos ofrece una explicación económica a este hecho, afirmando que ha sido el capitalismo el que ha organizado este avance hacia el oeste. “Imagínese al colono que acaba de recibir su lote, su homestead de 160 acres (64 Ha.), que construye su casa de madera prefabricada, ajustando las diferentes piezas que, en un primer momento, labra el suelo ligero de las colinas y, después, va trabajando progresivamente sobe los suelos más bajos, pero también más pesados hasta llegar a los valles, donde se ve obligado a desbrozar y, ocasionalmente también a talar los árboles. Bien es verdad que este campesino tiene poco de tal. En muchos casos, hasta este momento había practicado un oficio muy diferente. Lo único que verdaderamente tiene que saber es conducir un carro tirado por caballos; el cultivo, generalmente el de trigo, se puede llevar a cabo si una preparación compleja, puesto que no se abonan las tierras… En el caso de que este granjero haya sido el primero en llegar, es indudable que n tiene más que una idea fija: volver a vender su lote de tierras. Ha residido en ellas durante varios años, apenas si ha tenido que hacer algunos desembolsos, puesto que todo le ha sido anticipado en su rincón perdido. Se ha alimentado gracias a las latas de conservas […] Cuando dos o tres buenas cosechas le han permitido reunir un pequeño capital , no vacila ya en lo que tiene que hacer: pone en venta el lote que había comprado, aprovechando la plusvalía que supone la llegada, en el intervalo, de nuevos inmigrantes, y se traslada más hacia el Oeste para volver a empezar. En efecto, si volviera hacia el Este, sería como si se reconociera vencido”. Por lo tanto no se trata de un campesino arraigado a la tierra, sino de un especulador.




Continúa Tocqueville describiendo su viaje a través del lago comentando las obras del canal de Pittsburgh que unirá los ríos Mississippi y Norte a través de los que “las riquezas de Europa circularán libremente a través de las quinientas leguas que separan el golfo de México del océano Atlántico” (p.23). En el año 1831 la industrialización es un hecho, sobre todo en Gran Bretaña. El textil y el hierro salen de sus fábricas para inundar los mercados del mundo. El librecambismo es la política predominante y para ello, para que las mercancías lleguen a cualquier lugar, se necesitan infraestructuras. El comercio se realiza por entonces a través de ríos y canales, pues el nuevo medio de transporte que acaba de inaugurarse en Gran Bretaña (la primera línea ferroviaria que unió las ciudades de Liverpool y Manchester data de 1830), todavía no ha llegado a los Estados Unidos. No obstante no tardará en hacerlo, lo que supondrá una  fuerte aceleración en el proceso de conquista del Oeste norteamericano. Eric Hobsbawm en La era de la revolución, 1789-1848, escribe: “En los Estado Unidos faltaban simplemente colonos y transportes para abrir territorios y alumbrar sus recursos, al parecer interminables. El simple proceso de expansión interna fue suficiente para dar a su economía un crecimiento casi ilimitado, aunque los colonos americanos, los gobiernos, los misioneros y los mercaderes ya se habían expandido hacia el Pacífico o impulsaban su comercio —respaldado por la dinámica segunda flota mercante del mundo— a través de los océanos, desde Zanzíbar hasta Hawai. Ya el Pacífico y el Caribe habían sido elegidos como zona de influencia económica norteamericana. Todas las instituciones de la nueva república estimulaban la decisión, el talento y la iniciativa privada. Una vasta población nueva, instalada en las ciudades del litoral y en los recién ocupados estados del interior, exigía a su vez personal apto para el trabajo, ajuar de casa, herramientas y máquinas, constituyendo un mercado de homogeneidad ideal.[…] Ninguna economía progresó más rápidamente que la norteamericana en el periodo 1830-1848, aunque su insólito crecimiento se produciría a partir de 1860” (p.184).

El mismo 19 de julio por la tarde Tocqueville y Beaumont llegan a Detroit, “una ciudad de unos dos o tres mil habitantes, fundada en 1710 por los jesuítas en medio de los bosques” (p.25). Por fin han llegado a los límites de la civilización. Ahora quieren traspasar ese límite, quieren adentrarse en el bosque virgen, en las soledades de los desiertos, de modo que como dos románticos aventureros se dirigen hacia Saginaw con dos caballos alquilados en un viaje que durará diez días. “Después de comprar una brújula y municiones, nos pusimos en camino con el fusil en bandolera, despreocupados y alegres como sos escolares que abandonan el colegio para ir a pasar las vacaciones a la casa paterna” (p.25.) Es durante este viaje a caballo cuando  Tocqueville se entusiasma con lo que se va encontrando. Por fin la naturaleza salvaje, las tribus indias apenas contaminadas por la civilización, los colonos pioneros que se encuentra en el camino  tratan de abrir camino. Describe una cabaña de estos colonos, una log house, “al lado de un mapa de Estados Unidos, se alinean algunos libros desparejos: una Biblia, a la que la devoción de dos generaciones ha desgastado ya las tapas y los cantos, un libro de oraciones y, a veces, un canto de Milton o una Tragedia de Shakespeare. Habla de ellos, de los colonos como hombres que “por alcanzar la prosperidad, han afrontado el exilio, ha dormido a la intemperie y se ha expuesto a la fiebre del bosque y a los tomahawk de los indios […] Concentrado en hacer fortuna ha terminado por construirse una existencia totalmente individual” (p.32) La adquisición de riquezas es lo único que los mueve. Habla de las mujeres que los acompañan, de sus hijos, de su resignación religiosa. Los pastores metodistas recorren los nuevos asentamientos y los colonos de los alrededores se dirigen a la cita pues ese se convierte en el acontecimiento del día. Escribe Tocqueville “Es digno e ver con qué ardor se dedican estos hombres a la oración, con qué recogimiento escuchan la solemne palabra del predicador. En el desierto uno se toma hambriento de religiosidad” (p.40). En estos lugares de frontera avanzada, señala Braudel en el citado libro, “el protestantismo fue el único que se enfrentó con esta situación humana difícil, repentinamente planteada, con este desparramamiento de hombres a través del espacio […] Basaron la religión en un “teologismo individual”, en la “soberanía del individuo” y, por último en los actos y no en las creencias. El lenguaje de Cristo se redujo, entonces, a una comunión directa y simple” (p.410)

Tras una parada en Pontiac, Tocqueville y Beaumont continúan por tierras salvajes en dirección a Saginaw. En un momento dado un indio comienza a seguirles a través de la zona boscosa jalonada de colinas. Por fin un indio al que describe con precisión, con un fuego salvaje en su mirada, con la nariz arqueada y “dos hileras de dientes blanquísimos que atestiguaban con claridad que el salvaje, más limpio que su vecino americano, no se pasaba el día mascando tabaco” (p.47) Ellos iban armados y el indio iba con buenas intenciones, como curioseando por la llegada de dos extraños personajes en medio de la selva, de manera que pronto se perdió en la espesura. Cerca de allí encontraron a un solitario hombre blanco, una especia de eremita que, igual que el personaje de Jeremías Johnson de la película de Sydney Pollack, les dijo cuando le preguntaron si no temía a los indios:
“— ¡Temer a los indios! Prefiero vivir cerca de ellos que en compañía de los blancos. No, no temo a los indios. Son mejores que nosotros, a no ser que los hayamos pervertido con nuestros licores, ¡los pobres!” (P.50)
Continuaron su camino y se encontraron con una familia india en medio del bosque y otro colono cuya casa era vigilada por un enorme oso. Allí pidieron ayuda pues el camino hasta Saginaw se convertía en un sendero, de modo que el colono buscó a dos guías indios que se ofrecieron a acompañarlos. Tocqueville se percata de la avaricia y la deshonestidad del colono a quien le pagan en metálico y él les paga a los indios con mercancías de poco valor. Durante este último trayecto nuestro autor describe el paisaje y sobre todo las costumbres de los indios a quienes compara con los lobos ya que “el indio no sabe lo que es comer a horas regladas, se harta cuando puede y después ayuna hasta que de nuevo en cuantía con que saciar el hambre” (p.65).
Veinticuatro horas después llegan a Saginaw, un pequeño pueblo, una avanzada del hombre blanco en el que vive junto a indios y mestizos. En el pueblo describe a estos los tres tipos siendo estos últimos, los mestizos, una mezcla de los anteriores que, “orgulloso de su origen europeo, desprecian el desierto y sin embargo ama la libertad salvaje que reina en él” (p.79).
Han llegado al final de su viaje y dejándose llevar por la quietud y el sosiego de aquel lugar alejado de la civilización, escribe:
"¡Quién pudiera pintar alguna vez con fidelidad esos escasos momentos de la vida en los que el bienestar físico nos induce a la tranquilidad moral y en los que se establece ante nuestros ojos un equilibrio perfecto en el universo; mientras el alma, medio adormecida, oscila entre el presente y el futuro, entre lo real y lo posible; cuando el hombre rodeado de una hermosa naturaleza, respirando un aire tranquilo y tibio, en paz consigo mismo, en medio de una paz universal, atiende a los acompasados latidos de sus arterias, cada una de cuyas pulsaciones va marcando el paso del tiempo que parece escurrirse así gota a gota en la eternidad!” (P.84).
Este romanticismo con el que Tocqueville describe los bosque americanos nos recuerda a los lienzos del pintor alemán Caspar David Friedrich en las que el ser humano se ve sobrepasado por la inmensidad de la naturaleza. Pero este romanticismo pronto se rompe por la llegada de la civilización: “De nuestra ensoñación nos sacó un disparo que resonó de repente en el bosque” (p.89)

                                  C. D. Friedrich. Dos hombres contemplando la luna. 1819

Esta es la constante del relato de Tocqueville , el contraste entre naturaleza salvaje y avance imparable de la civilización. Y ahí tiene el corazón dividido ya que por un lado es un amante de esos últimos reductos de vida salvaje y por otro, es un arquetipo puro de la civilización a la que representa.
Días después regresaron a Detroit, y de nuevo en el camino,  el oso, los mosquitos y las soledades. Y conforme se acercaban a la ciudad recordaron, en medio de la profunda soledad del bosque, que se cumplía un año de la Revolución de 1830. Regresaban al mundo civilizado.

Esta edición de Quince días en las soledades americanas incluye, a modo de epílogo, las “Notas del viaje por el oeste” desde el 6 de julio hasta el 12 de agosto, notas que tomó Tocqueville en el viaje y en las que se basó para escribir esta obra. Señala el traductor en el prólogo que estas notas no eran objeto de publicación, sino el registro del las distintas experiencias del viaje (entrevistas conservaciones visitas a prisiones, descripciones de paisajes, reflexiones políticas, etc.), con vistas a que sirvieran, una vez de regreso de base para la redacción de proyectos como La democracia en América o El sistema penitenciario de Estados Unidos y su aplicación en Francia (informe finalmente redactado por Beaumont). Con estas notas nos hacemos una idea de la forma de trabajo de Tocqueville. Por ejemplo, el día 1 de agosto escribe:
"Embarcamos a las dos. Río Detroit. Tierras bajas y cultivadas. Numerosas casas. Lago Saint Clair. Al atardecer hay baile en el puente. Alegría americana"



Traducción de Mariano López Carrillo


Nota:
Kévin Bazot plasmó en novela gráfica la aventura de Toqcqueville en América.


A mi sobrina Andrea, que tanto vive la historia.

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