martes, 25 de julio de 2017

La noche, de Elie Wiesel




La semana pasada encontré en la Librería de Sefarad de Girona un libro que andaba buscando desde hacía tiempo. Se trata de La Noche de Elie Wiesel, novela autobiográfica publicada en 1958, en la que narra su terrible experiencia en los campos de Birkenau, Auschwitz, Buna y Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial. Elie Wiesel fue deportado junto a sus padres y su hermana en la primavera de 1944. El 11 de abril de 1945 fue liberado el campo de Buchenwald. Fue el único superviviente de la familia. Tenía 15 años. A ellos dedica este libro.

Su lectura, rápida e intensa (141 páginas), me ha traído a la memoria la visita que hice junto a unos amigos al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, al sur de Polonia, hace ahora diez años. Íbamos por la carretera en dirección a Cracovia desde la frontera checa, cuando vi un cartel sobre un muro de ladrillo en el que se podía leer: Auschwitz. No paramos el coche. Me costaba pensar que ese lugar existiera a pesar de los libros y películas que había visto y leído. Conforme pasaban los minutos iba siendo consciente de que existía. Auschwitz estaba en mitad de un frondoso bosque atravesado por un pequeño río. Habíamos pasado por ahí. Me parecía imposible que en aquel tranquilo lugar del centro de Europa se hubiera producido el acto de barbarie más terrible de la Historia. Aquel paraje parecía todo lo contrario al infierno.

La visita la realizamos al día siguiente desde Cracovia. Regresamos a pesar de las reticencias de algunos de mis compañeros de viaje, que consideraban que aquello se había convertido en una especie de parque temático al servicio de los intereses del Estado de Israel. Por entonces, igual que hoy, Israel hostigaba duramente a los palestinos de la franja de Gaza. Seguramente tenían razón. La Historia, desvirtuada y simplificada, es utilizada muy a menudo por dirigentes políticos para justificar sus decisiones. Pero yo no pensaba en los dirigentes israelíes, sino en las muchas personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, con familia, con amigos, que pasaron por por el campo, vidas que el terror nazi segó por completo en este lugar en nombre de una Alemania grande y pura. Nacionalismo fanático llevado a sus últimas consecuencias en Auschwitz-Birkenau. Una fábrica de matar, un matadero industrial de personas.

Hacía una mañana calurosa cuando llegamos Oswiezim (Auschwitz en alemán), la pequeña ciudad polaca que tuvo la  desgracia de ser elegida por los alemanes para el exterminio de un millón y medio de personas, judíos en su mayoría. A las afueras estaba Birkenau (Auschwitz II). La imagen de la entrada al campo la había visto tantas veces que me pareció que era el decorado de una película. Como de cartón piedra. Hasta que me acerqué a las vías. Ahí estaban esas vías de hierro que entraban hasta el campo por un arco rebajado coronado por una torre de vigilancia. Caminé por ellas y me acordé de Elie Wiesel y de Primo Levi y de La lista de Schindler y de no se qué más porque estaba impactado. Muy impresionado. Había turistas alrededor, creo que no muchos, al menos no me fijé en ellos. Una vez dentro continué caminando por esas vías muertas. Miré alrededor. Un gigantesco, inmenso descampado rodeado por una alambrada. A la derecha, a lo lejos, unos cuantos barracones de madera en los que eran metidos los presos. Al frente, también lejos, algunas chimeneas en ruinas. Los crematorios. Y un inmenso cielo azul en el que flotaban algunas nubes blancas. Eso era todo. Nada más. Se me encogió el corazón. Así fui todo el tiempo que duró la visita, con el corazón en un puño. Después visitamos el otro campo, Auschwitz. Estaba cerca. Recuerdo la cínica bienvenida para los presos: Arbeit macht frei. Los diferentes bloques de ladrillo. Fotografías de presos. Sus rostros, los trajes a rayas, sus zapatos, sus maletas. También estaban las fotografías aéreas de los campos que habían tomado los aviones aliados. Sabían de su existencia. ¿Podrían haber hecho algo por ellos, por las víctimas? Me lo pregunté entonces. Me lo sigo preguntando.


Leyendo la novela vienen a mi mente imágenes de películas que he visto varias veces y que todo el mundo conoce. Seguro que los directores leyeron La noche antes de rodarlas.
Las imágenes: la creación del gueto judío en Sighet, pueblo de Transilvania (entonces húngaro, hoy rumano)  del que era originario Wiesel, la deportación en los vagones sellados, los gritos desgarradores de una mujer, la llegada a los campos, el trabajo forzoso moviendo grandes bloques de piedra, la selección de los más débiles para su exterminio, la crueldad de los miembros de la Gestapo y las SS, los crematorios, (extrañamente no cita las cámaras de gas, aunque sí las duchas por las que pasó el protagonista cada vez que cambió de campo. Este hecho, la ausencia de las cámaras de gas, ha hecho dudar a algunos de la veracidad del relato), los experimentos del despiadado Doctor Mengele, los barracones, la sopa y el mendrugo de pan, el frío, la desesperación, la muerte.
Y por último, la liberación con la llegada del tanque norteamericano al campo de Buchenwald. ¿Recuerdas la película? “Nunca me ha alegrado tanto de ver a un soldado americano”, me dijo un amigo después de verla.

Me ha llamado la atención la candidez, el optimismo, la esperanza de los judíos que eran metidos en guetos y después conducidos hasta los vagones.

“Poco a poco, la vida volvió a ser normal. Las alambradas que, con una muralla, nos cercaban, no nos inspiraban reales temores. Hasta nos sentíamos bastante bien: estábamos todos juntos. Una pequeña república judía… Se creó un consejo judío, una policía judía, una oficina de ayuda social, un comité de trabajo, un apartamento de higiene, todo un aparato de gobierno.
Todos estaban maravillados. Ya no íbamos a tener ente nuestros ojos miradas hostiles, miradas cargadas de odio. No más temas, no más angustias. Vivíamos entre judíos, entre hermanos…” (p.25)

 “—Me parece que todo este asunto de la deportación es sólo una gran farsa. Sí, no se ría, por favor. Los nazis quieren simplemente apoderarse de nuestras joyas. Pero saben que todo está enterrado y habrá que realizar registros; es más fácil cuando los propietarios están de vacaciones…” (p.35)

El vagón sellado y los campos acabarían con esa esperanza.

Escribe Wiesel sobre su traslado desde el campo de Birkenau hasta el de Auschwitz:
“La marcha hacía durado una media hora. Mirando a mi alrededor, observé que las alambradas estaban detrás de nosotros. Habíamos salido del campo.
Ers un hermoso día de abril. Flotaban en el aire perfumes primaverales.. El sol descendía hacia el oeste.
Pero apenas caminamos unos instantes, percibimos las alambradas del otro campo. Una puerta de hierro y sobre ella esta inscripción: ¡El trabajo es la libertad!
Auschwitz.
Primera impresión: era mejor que Birkenau. Construcciones de hormigón, de dos pisos, en lugar de barracas de madera. Jardincillos aquí y allá. Nos condujeron hacia unos de esos blocs” (p. 58)

En la novela, Wiesel, no describe los campos con detalle. Se centra en el miedo, la angustia, el hambre, la incredulidad, la crueldad, los conflictos entre los propios presos. A veces, incluso pinta situaciones en las que se puede respirar. Por encima de todo, es el relato de la supervivencia junto a su padre a lo largo de aquellos doce interminables meses.
Y de la desaparición de su fe.

“Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una sola larga noche bajo siete vueltas de llave.
Jamás olvidaré esa humareda.
Jamás olvidaré las caritas de los chicos que vi convertirse en volutas bajo un mudo azur.
Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi Fe.
Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el rostro del desierto.
Jamás olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios. Jamás.” (P.51)


Traducción de Fina Warschaver












Fotografías tomadas en Auschwitz-Birkenau en julio de 2007

2 comentarios:

  1. Buenos días. El hecho de que una parte del los israelitas instrumentalicen el holocausto y repitan con distintos protagonistas algo parecido, no elude que la visita a este campo (o a cualquier otro) sea algo obligado. No me explico cómo un pueblo que ha padecido tanto es incapaz de ver que lo que se está haciendo en su nombre es una monstruosidad. Repito: una parte, algunos. Claro.

    Creo que conozco bastante de la literatura de los campos. Sin embargo, no este libro, que me descubres. Por lo tanto, le pondré pronto remedio.

    Tienes un blog estupendo. Un saludo.

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    1. Hola Albert.
      Decía Mark Twain que la Historia no se repite, pero a veces rima.
      Estoy contigo en que la visita es obligada, más en estos tiempos de desmemoria en que todo se tiende a olvidar rápidamente.
      En cuanto al libro, si has leído a Primo Levi o a Imre Kertész, te parecerá una obra menor. En cualquier caso creo que merece la pena.

      Gracias por pasar por aquí.
      Un abrazo.

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